Álvaro Ojeda
LA PALABRA mitología, al igual que las serpientes, es bífida. Se compone de los términos griegos mythos (fábula) y del sufijo logos, que en este caso puntual significa "tratado". Cada vez que se describan las creencias religiosas y los ritos litúrgicos de veneración a una o más divinidades de cualquier grupo humano, debería hablarse de mitología. Pablo de Tarso -el futuro San Pablo- que navegaba con versatilidad entre el judaísmo ortodoxo y una profunda formación en filosofía helenística, se burlaba de los paganos acusándolos de adorar a un dios supremo que poseía la amable condición de ser incestuoso y parricida. Podía hacer un comentario de semejante calibre porque los poetas que se dedicaron a escribir o recrear la mitología de los dioses olímpicos, les atribuyeron a éstos conductas levemente aberrantes. En algunas versiones poéticas, Zeus era esposo y hermano de Hera y en otra, no. Respecto al dogma, no existía uno cerrado y estricto, existían fábulas más o menos bien escritas, más o menos bellas, más o menos didácticas. Parafraseando a San Pablo podría decirse que los cristianos creen en un dios filicida con serias inclinaciones a la autoflagelación. El asunto es que la mitología dice mucho acerca del pueblo que la genera, conserva y reescribe. Ni hablar del pensador que la utilice para desarrollar una teoría filosófica, histórica o sociológica.
En el caso del filósofo Friedrich Nietzsche, según observa su biógrafo, el profesor español Manuel Penella, la mitología nórdica que lo inspiró para escribir un poema sinfónico acerca de las aventuras del legendario rey Ermanarich, resulta por lo menos sugestiva. En su apasionante biografía Nietzsche y la utopía del superhombre Penella anota acerca de la fascinación que el filósofo mostraba por la mitología nórdica: "Los héroes nórdicos, rastreados en sus fuentes, le deparaban emociones intensísimas. Había en aquellos combates algo terrible, pero él, en vista de su salvaje pureza, llegó a sentir que no eran moralmente censurables. Los admiraba por su dignidad trágica." Las ruinas, la destrucción, el posible fin de un sistema prestigioso de creencias seducían a Nietzsche, porque de alguna oscura manera, casi ingenua, ratificaba la superioridad de esa sublimación humana de raíz germánica -el superhombre- sobre el vulgo.
Son buenas teorías si el que las sostiene se encuentra en el bando adecuado. En el capítulo titulado "El filósofo adolescente" Penella rastrea esta admiración que el joven Nietzsche profesó por la destrucción apocalíptica de las divinidades nórdicas -el ragnarök, literalmente destino de los dioses- en la proclamación de una nueva moral, alejada de sus primigenias convicciones cristianas.
En sus escritos de 1860 hay un regodeo entre poético y morboso de ese mundo abolido para siempre. "Aquel crepúsculo de los dioses, en el que el sol se ennegrece, la tierra se sumerge en el mar, el torbellino ardiente devora el árbol del mundo que todo lo alimenta, y la lengua de fuego abrasa el cielo, es la invención más poderosa que haya podido ofrecer el genio de un hombre, algo sin parangón en la literatura de todos los tiempos, infinitamente audaz y terrible, y susceptible, al mismo tiempo, de ser expresado en términos mágicos y tonificantes." Nietzsche guardó una fidelidad inconmovible a esta escenografía devastada. Ese fue uno de sus problemas.
Hoja de ruta. El Friedrich Nietzsche nacido en el ínfimo pueblo de Röcken en 1844, hijo de un pastor protestante que lo dejó huérfano a los cuatro años, poseedor él también de una manifiesta vocación religiosa, músico aficionado y futuro profesor de filología clásica, impactado por la ruina en la que sucumben los heroicos dioses del panteón escandinavo, habitó desde siempre una región en donde se confundían realidad y deseo, lenguaje figurado y lenguaje directo, superficie y símbolo. Encarar con éxito la escritura de una biografía sobre un individuo casi asocial, acorralado por dolores de cabeza y males intestinales permanentes, que logró sobrevivir de manera milagrosa en la terrible Prusia del brutal canciller Bismarck, requería alguna aclaración sobre fines y procedimientos.
En ese sentido Penella afirma en el prólogo: "Esta biografía pretende servir, en primer lugar, de introducción a Nietzsche. He procurado mostrar la íntima relación que se establece entre su vida y su pensamiento, ofreciendo una narración lineal, mes tras mes, un libro tras otro, fácil de seguir y, así lo espero, no desprovista de emoción." Durante 21 capítulos, más un epílogo y 11 páginas de minuciosa bibliografía (acaso deba señalarse como demérito la extraña ausencia en ésta del ensayo de Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de un pensamiento, de 2002) Penella intenta defender desde la admiración, comprender desde la erudición y ubicar desde la historia, a este inclasificable pensador acusado por la posteridad de casi todo, excepto de ser un mal escritor.
Este diálogo inconsciente de Penella con su afecto hacia el filósofo induce al lector a una fecunda tarea crítica. Todo el largo episodio de la publicación de uno de los libros más vigentes de Nietzsche, El nacimiento de la tragedia en 1872, constituye un buen ejemplo de esta modalidad de honesta justificación de un pensador admirado. Penella señala: "Nietzsche ve artísticamente fundidos lo apolíneo y lo dionisíaco en la tragedia griega. Unido a Apolo, artísticamente domeñado, Dionisos no se manifiesta como un bárbaro. Se ha transfigurado. Apolo, por su parte, queda sometido a Dionisos: tiene que expresarlo. Así alcanza él mismo su máxima intensidad, su perfección. Mutuamente transfigurados por el genio del artista, Nietzsche ve la unión de lo dionisíaco y de lo apolíneo en la tragedia ática, que, en consecuencia, es la más alta expresión del misterio de la vida y simultáneamente la expresión de su rotundo sí a la vida."
Dos principios básicos del arte y de la vida, el desborde y la mesura, se controlan, se nivelan. El pensamiento nietzscheano parece adelantar una especie de república virtuosa de los poetas trágicos (en particular de su amado Esquilo) como atisbo de una humanidad mejor. Pocas páginas más adelante en el capítulo "El camino del filósofo", las disquisiciones de Nietzsche asustan. Muestran no sólo una fuerte contradicción con el proyecto griego de una sociedad de la pasión y la templanza en equilibrio, sino que abren signos de interrogación sobre el verdadero carácter transpersonalista del filósofo.
Escribe Penella:"Fiel a su modelo griego, Nietzsche pretendía someter a las masas en beneficio de unos pocos. Su superhombre sería inseparable de esta arcaica visión. Su modelo de hombre superior necesita un tiránico sistema de dominación para florecer. El hombre queda sometido a la exigencia de servir, en cuerpo y alma, y de forma ciega, a fuerzas que lo superan por completo, ajenas a su particular iniciativa. El paradigma de ese modo de servir se inspira en el sometimiento del hombre a la ciega voluntad de vivir schopenhaueriana y, desde luego, en otros servilismos característicos de nuestra cultura. Los hombres sirven al genio militar que impulsa al conjunto a realizaciones superiores."
Cuando el lector espera alguna observación crítica sobre esta postura amoral, Penella sólo alude a cierta ininteligibilidad de los manuscritos consultados, obviando, al igual que Nietzsche, cualquier posición ética acerca del último tercio de un siglo XIX que presenciaba hechos tan atroces como el imperialismo europeo (todavía presente en la desgracia africana), o el militarismo prusiano, generador de un estado autoritario que anticipa el nazismo. No se puede hacer filosofía moral en el vacío porque el riesgo es precipitarse indefinidamente. Hubo otra Grecia, la que asesinada en Sócrates pervivió en doctrinas más piadosas, más radicalmente humanas. Penella es honesto y pone sobre la mesa todos los argumentos, aunque debe señalarse que la enorme erudición de Nietzsche no le permitió medir las consecuencias de sus teorías. A veces la ingenuidad y la exaltación ciega de un pasado mitológico, son un pecado.
Yira, yira. En el capítulo "El mago de la autosuperación" Penella despliega una tesis entre biográfica y psicológica del surgimiento del mito del eterno retorno, acaso la idea más fermental del mejor Nietzsche. "A finales de agosto de 1881, junto al lago de Silvaplana, a la sombra de frondosos árboles, Nietzsche fue asaltado por la visión del eterno retorno. Sucedió a seis mil pies sobre el nivel del mar, muy por encima de todas las `cosas humanas`, ya en una dimensión -¿cómo llamarla?-específicamente nietzscheana; acabó llorando y riendo de júbilo." Este fragmento es una apología del éxtasis contemplativo como fórmula infalible para la generación de un pensamiento poderoso. La profundidad del éxtasis ensalza al filósofo y asegura una revelación milagrosa. El escenario del prodigio es bíblico -en lo alto, a la orilla de un lago, casi como Moisés- y la utilización de una pregunta retórica para definir dicha situación, traslada al lector al reino de lo inefable: literalmente aquello que resulta inexplicable.
La admiración traiciona otra vez a Penella. Es mejor dejar hablar a Nietzsche. Y Penella lo deja, afortunadamente. "Cualquier estado que el mundo pueda alcanzar lo debe de haber alcanzado, y no una sola vez, sino una infinidad de veces. Así también este instante; ya lo hubo, una y mil veces, y retornará idéntico, con exactamente la misma constelación de fuerzas que ahora; y lo mismo reza para el instante que lo engendró y para el que es hijo de él. A tu vida entera, como a un reloj de arena, le será dada la vuelta siempre de nuevo y se agotará siempre de nuevo, mediando un dilatado minuto de tiempo, hasta tanto todas las condiciones cuyo producto has sido vuelvan a reunirse dentro del movimiento cíclico del mundo." El superhombre Nietzsche ha sido instruido por los dioses oscuros que mueren una y otra vez, y que miran hacia su propio ocaso con displicente donaire. Exentos de inmortalidad, los dioses observan el futuro como entidades por encima de la moral, al igual que Nietzsche en su atalaya más que humana.
Hay otras opciones. El comisario interpretado por Gary Cooper en la película A la hora señalada (1952), cumplía un rito de sacrificio en base a un imperativo moral ineludible: debía defender al pueblo que lo había elegido y debía además, evitar el manoseo de su dignidad por los forajidos a los que había llevado a la cárcel, que regresaban para asesinarlo. La diferencia de este héroe con el superhombre nietzscheano radica en un compromiso moral que se extiende e implica al prójimo.
En Nietzsche el hombre carece de escapatoria porque no existe sino un perpetuo fatalismo histórico ineludible. No hay dioses inmortales, no hay normas éticas que obliguen a los hombres -y menos a los hombres superiores- no hay prevalencia moral ni progreso: ni Jesús ni Kant ni Hegel.
Dice Penella: "Aceptar esta doctrina implicaba la aceptación absoluta de la vida. Si conseguía mantenerse en este estado, sería un triunfo -el triunfo máximo- sobre el sufrimiento, sobre el pesimismo, y sobre la pérdida de sentido asociada a la pérdida de la fe religiosa, una curiosa manera, por cierto, de dotar a la propia vida del encanto de lo eterno. Por eso me inclino a creer que sólo desde la perspectiva biográfica se puede comprender el embrujo que esta concepción del tiempo y de la vida ejerció sobre el sufriente filósofo del porvenir cuando inopinadamente se vio asaltado por ella junto al lago de Silvaplana." Una explicación nietzscheana al servicio de Nietzsche.
En su novela de 1984 La insoportable levedad del ser, el checo Milan Kundera advierte una doble lectura para el mito del eterno retorno. Por un lado, ese mito asegura la presencia arrasadora y perpetua de la barbarie humana simbolizada en las figuras de Robespierre y de Hitler. Una y otra vez guillotina y campos de exterminio. Por otro lado, el mismo mito aligeraría la conciencia moral del ser humano, mecida en una sensación de estancamiento, de invariable acostumbramiento a las peores atrocidades. Nietzsche no atisbó esta dualidad. En 1880 le escribía a su amiga y mentora Malwida von Meysenbug: "he logrado este último tiempo suavizar y purificar de tal modo mi alma que ya no necesito para conseguirlo ni la Religión ni el Arte."
NIETZSCHE Y LA UTOPÍA DEL SUPERHOMBRE, de Manuel Penella. Península, 2011. Barcelona, 460 págs. Dist. Océano.