Roberto Appratto
OSVALDO AGUIRRE nació en Buenos Aires en 1964, pero desde hace años vive en Rosario, donde se desempeña como gestor cultural y periodista. Desde 1992 ha publicado novelas, trabajos de investigación periodística, ensayos y cinco libros de poesía. Campo Albornoz, el primero publicado en Uruguay, es un ejemplo de cómo una actividad múltiple puede generar productos valiosos. Aguirre es consciente de sus lecturas, y también de la necesidad de elegir y perfeccionar una voz y sostenerla en torno de un tema. Ese tema es, aquí, Campo Albornoz, el nombre de un paraje santafesino que desapareció junto con la estancia que lo nucleaba, pero que subsiste "en el habla de la gente del lugar", como señala en uno de los epígrafes. El otro es de Georges Perec y alude a un punto que "es para otros un lugar de memoria, uno de esos lugares alrededor del cual se articula la relación que los une a su historia".
Estas informaciones sitúan la lectura: Campo Albornoz es un referente fantasmal, algo que pasa a ser un nombre y es recuperado por una voz que narra sus episodios como fragmentos de experiencia: mejor dicho, los habla. Para eso, Aguirre apela a una forma peculiar de poesía gauchesca, sin metro fijo, casi sin rima. Utiliza un registro impersonal para pasar de una cosa a la otra, como si en el recuerdo de lo que sale del nombre "Campo Albornoz" se metiera en la enunciación propia de alguien que recuerda lo vivido por impulsos breves, como instantáneas que no se preocupan por situar su circunstancia, pero sí de singularizarla. Así, "comenzaban el día/ con mates en la cocina/ y la radio para saber/ los rindes de la lluvia" (pág. 53); o "de camisa blanca/ y pantalón oscuro, /se sentó en el patio,/ plantó el atril, alzó/ el acordeón, lo abrió/ sobre sus hombros/ y sonrió para la foto" (pág. 50) son ejemplos de un modo de referirse a personajes y eventos, cada uno en sí mismo, que integra la narración y la descripción a la poesía. La brevedad de los versos es el apoyo del ritmo del habla, que se hace poesía en la captación de lo eventual.
Dentro de eso está lo coloquial, lo que se dice al respecto de cada episodio fragmentado, tal como suena. Así visto, Campo Albornoz suena enigmático por lo inconcluso, por lo que se da como un hecho de lenguaje sin terminar y funciona, efectivamente, como lenguaje en relación con su asunto. Es con el doble registro de lo gauchesco como claro, sencillo, indudable, y la opacidad de los diálogos que salen no se sabe de dónde, que juega Aguirre para construir su libro. Por otra parte, el procedimiento de mentar lo perdido y animarlo, sobre todo por la vivacidad del verso "hablado", multiplica los posibles "campos albornoz" de la experiencia de lectura: el hecho de que sea una situación de escritura conocida (por ejemplo por la obra de Edgar Lee Masters) no disminuye sus méritos.
Como señala el poeta y crítico argentino Edgardo Dobry en la contratapa, Aguirre crea pequeñas situaciones narrativas, hace de cada poema un episodio completo. Gracias a la agilidad del verso breve y al quiebre oral de los encabalgamientos, llega además a concretar imágenes que se sueltan, como partes de una conversación respirada. Lo que se narra y se presenta, de manera en apariencia transparente, se hace oscuro por centrarse en el modo de decirlo. Pero esa oscuridad vale por sí misma, es el uso del lenguaje como transcripción de un supuesto pasado, sin aclaraciones: como si el pasado hablara a través de sus cronistas, o mejor dicho de sus usuarios. Tal el proyecto de Aguirre en este libro, sostenido a su vez por lo que sabe de poesía: el ritmo y la dicción elegidos se aprovechan para encontrar en cada caso la pertinencia de una palabra, de una frase hecha, de un sonido, en el lugar exacto que el texto pide.
CAMPO ALBORNOZ, de Osvaldo Aguirre. HUM Poesía, 2010. Montevideo, 67 págs. Distribuye Gussi.