Álvaro Buela
LA PASIÓN del público por la justicia me resulta aburrida y artificial, porque ni a la vida ni a la naturaleza les importa que se haga o no justicia", había escrito Patricia Highsmith en Suspense, una colección de textos que fue lo más cercano a una confesión que publicó jamás. Fuera de eso, se protegió del mundo adoptando una vida errante, cada vez más solitaria, y forjando una personalidad tirando a hostil. "Era una persona horrible", coinciden quienes soportaron su frialdad maquiavélica, su alcoholismo, su tacañería y su racismo, a pesar de los cuales consiguió hacerse de una interminable lista de amantes, en su mayoría mujeres, que luego evaluaba en sus diarios como si se tratara de objetos coleccionables.
Ese "animal prehistórico" -al decir de una allegada- fue también una de las figuras literarias relevantes del siglo XX. No era una estilista ni una pluma que brillara por su elegancia. La grandeza de Highsmith (1921-1995) provenía de una intransferible conjunción de elementos en apariencia sencillos pero en sus manos increíblemente peligrosos: la invisible estructura de sus tramas, la construcción a través de los detalles, la implacable mirada a las convenciones sociales, la distancia casi filosófica con que destilaba su misantropía. "La poeta del desasosiego", la llamó Graham Greene, y la definición se quedaba corta. En verdad, Patricia Highsmith era una terrorista de la mente humana.
AMAR AL ASESINO. Según la extraordinaria biografía que le ha dedicado la dramaturga Joan Schenkar, la escritora nunca fue consciente del efecto perturbador de su narrativa. Pertrechada en un carácter defensivo y en el aislamiento emocional, carecía de la sensibilidad necesaria para construir al Otro, ya fuera una amiga íntima o la legión de seguidores que obtuvo en su carrera, en especial en Europa. "Quizá no soy capaz de (amar)", había reflexionado en su diario cuando ya bordeaba los cincuenta años. "Si tengo algo estable, lo rechazo; ha ocurrido una y otra vez, o más bien yo he hecho que ocurriera. Reproduzco el patrón del `semirrechazo` que sufrí de mi madre".
La madre, Mary Coates, había intentado interrumpir el embarazo ingiriendo aguarrás y, años más tarde, abandonó el hogar de Texas con su nuevo marido, dejando a la niña a cargo de su abuela. Ambos hechos marcaron el origen de un infierno particular en el que madre e hija se cocinaron a fuego lento a lo largo de las décadas, una contra la otra y sin conciliación posible, hasta que rompieron relaciones por vía epistolar. Ese vínculo enfermizo configura la columna vertebral de la biografía de Schenkar, aportando una sub-trama cuya violencia y perversidad supera con creces a la obra de Highsmith.
En el fondo una superviviente que se refugió en la simulación, el hermetismo y la fuga, Highsmith era un esquivo sujeto de análisis. De allí que Schenkar haya desechado la cronología y, apoyada en los diarios y cuadernos íntimos que la escritora llevó desde la adolescencia, ordene su investigación de acuerdo a las obsesiones que definieron el "Territorio Highsmith" (la ambigüedad, la impostura, la madre, la vorágine de amantes, los objetos, la muerte), en lugar de obedecer al orden temporal. El resultado es un complejo, caleidoscópico sistema narrativo que opera por deconstrucción antes que por causa y efecto, y por la mirada al sesgo antes que por la concatenación fáctica: un abordaje femenino de la menos femenina de las escritoras.
Tenía doce años cuando llegó a una deducción precoz: "Soy un ejemplo continuo de (…) un chico en el cuerpo de una chica". Vivió con culpa su lesbianismo, primero en la conservadora Texas de los años ´30 y luego en la Nueva York de los años ´40, al punto de intentar "corregirse" mediante el psicoanálisis y fantasear con casarse con un compañero de Yaddo, la colonia de escritores donde escribió su primera novela, Extraños en un tren (1950). Los efectos secundarios de esos tanteos fueron, al mismo tiempo, una liberación y una condena. Si por un lado asumió su condición sexual y se animó a escribir una novela lésbica (The Price of Salt, luego reeditada como Carol), por otro se lanzó a una espiral autodestructiva de relaciones con mujeres regadas de todo el alcohol de Nueva York.
Pero sus personajes favoritos fueron hombres de sexualidad indefinida, amorales por naturaleza y dispuestos a fraguar simulaciones y asesinatos con idéntica impavidez. El paradigma de ese modelo es, por supuesto, Tom Ripley, un metrosexual avant la lettre que protagonizó cinco de las veintidós novelas de Highsmith y sobre el que la autora trasladó sus propios defectos y ensoñaciones. Mientras lo creaba, escribió en sus cuadernos que estaba logrando su propósito de "mostrar el triunfo indiscutible del mal sobre el bien y recrearme en ello. Haré que mis lectores también se recreen".
EN EL LABERINTO. Los lectores se recrearon, salvo en su propio país. Las anécdotas de rechazos editoriales y las críticas a la confusa moral de sus libros son casi tan numerosas como las de las mujeres que se llevó a la cama. Sin asidero estrictamente literario, los rechazos y las críticas respondían a que el "Territorio Highsmith" desbordaba los géneros, los nichos de mercado y las moralejas de receta. En venganza, Highsmith abandonó Estados Unidos en 1963 y se instaló en Europa (Inglaterra, Francia, Suiza), donde se la respetaba como escritora y vendía miles de ejemplares en varios idiomas. Volvió a su país sólo como visitante consagrada, no sin antes dedicarle, con punzante malicia, El diario de Edith (1977), una obra maestra salvajemente anti-norteamericana y, junto a Carol, la única de su producción centrada en un personaje femenino.
Schenkar sigue de cerca la duplicidad y la aflicción, los arrebatos y las circunstancias que gestaron cada relato y cada novela, deteniéndose en aspectos que la propia Highsmith intentó mantener ocultos. Ejemplos: el pudor por su origen provinciano, su intensa actividad como guionista de cómics durante los años ´40, sus fantaseos con el asesinato real de su padrastro y, ya en la madurez, su condición de millonaria. Este último ítem, derivado en una extrema economía doméstica y en intentos de evasión fiscal, tuvo su clímax en la rocambolesca fragmentación de su fortuna en más bancos de los que los contables pudieron rastrear después de su muerte. Se estima que su patrimonio ascendía a ocho millones de dólares, pero sólo se ha identificado la mitad.
Ésa era Patricia Highsmith: un ser atormentado y plagado de secretos, una artista de la falsificación, una fetichista incapaz de gozar de sus fetiches, "una nube negra". Su portentoso talento transformó ese bagaje en una literatura incómoda y fascinante que borró las fronteras entre la "alta" y la "baja" cultura, lo cual permite a la inteligente Schenkar invertir el peso de la prueba: "Consiguió que su principal herida -esa terrible certeza de que al nacer había caído una maldición sobre ella y de que realmente era como una huérfana- se mantuviera intacta a base de obstinación y en ella encontró la fuente de inspiración, si bien no la belleza y la paz, durante mucho tiempo".
PATRICIA HIGHSMITH (EL TALENTO DE MISS HIGHSMITH), de Joan Schenkar. Circe, 2010. Barcelona, 768 págs. Distribuye Océano.