Incendiar la lengua

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Federico Fernández Giordano

(desde Barcelona)

FILIPPO TOMMASO Marinetti, a quien se atribuye la creación del primer manifiesto vanguardista, soñaba los canales de Venecia inundados con los cadáveres putrefactos del arte clásico, las bibliotecas calcinadas, los museos tomados al asalto por huestes de jóvenes artistas. Comparado con el ataque definitivo de Marinetti y los que luego vinieron, el fenómeno de la contracultura punk fue un juego para adolescentes. La consigna "No Future" popularizada por el grupo británico Sex Pistols parece un pálido anacronismo frente al "Détruire le futur" de Francis Picabia, inscrito en 1919 en uno de sus lienzos. Antes de eso, el modelo inaugural del Manifiesto futurista sentó las bases de un estilo literario por completo novedoso, el estilo del manifiesto por excelencia. Un estilo apodíctico, incondicional, incuestionable, antagonista, enfático y terminante: nosotros contra ustedes, nosotros contra todos. El buen manifiesto no trata de argumentar o razonar, sino que se limita a enunciar.

Otro panfleto fundacional, el del pintor Gustave Courbet, era deudor del famoso texto redactado por Marx y Engels en 1848. El manifiesto sólo se conjuga en futuro y en plural. Su naturaleza no es reflexiva sino profundamente propositiva. Pura dialéctica de la persuasión, texto de oposición sostenido en un nosotros que postula su existencia como sujeto. Pero más que eso: la renovación del lenguaje nacida de los manifiestos es uno de los mejores aportes a la literatura universal. Es un estilo literario en sí mismo, estilo que disuelve de manera irrevocable las fronteras entre lenguaje y sentido, alejándose de la representación, erigiéndose como entidad autosuficiente y generadora de imágenes.

LIBERTAD DE LA LENGUA. Éste y no otro era el propósito del chileno Vicente Huidobro al idear su Creacionismo, recogido, entre otros, en el libro Manifiestos vanguardistas (Editorial Barataria, Barcelona, 2011), que acomete la tarea de reunir a las más importantes vanguardias latinoamericanas. Son dignos de encomio el trabajo de la editora Carola Moreno y de la antologista Claudia Apablaza (Chile, 1978, afincada en Barcelona), así como el estudio a modo de prólogo del escritor Jordi Corominas i Julián (Barcelona, 1979).

La perspectiva eurocentrista en todo lo referente a la cultura americana es una vieja antinomia de la que no se salvan las mentes más preclaras, pese a lo cual el prólogo de Corominas i Julián destila lo mejor de su devoción por la materia, y lo mejor de sí también como autor, pues su propio estilo es ejemplar del estilo literario del manifiesto. Los propósitos regeneracionales de las vanguardias tienen hoy (o deberían tenerla) más vigencia que nunca. No tanto por la aniquilación frontal del pasado, sino por el afán de renovación que latía al centro de su lenguaje, la concepción de una poética al servicio de la creatividad (Rimbaud, en su "Carta del vidente", afirmaba poder ver con absoluta nitidez una mezquita en lugar de una fábrica) y la transvaloración de un mundo agostado hasta la extenuación.

El marco de las vanguardias latinoamericanas resultaría uno de los más apropiados para la renovación del lenguaje, debido a un rasgo inherente que no se encuentra en otros territorios de habla hispana, y que es su sentido para la libertad gramatical, seguramente uno de los mayores hallazgos de nuestra literatura. Para el escritor uruguayo Roberto Fernández Sastre, un Cortázar o un Cabrera Infante jamás hubieran sido posibles en el hábitat de una lingüística cerril y acartonada como es la que viene sosteniendo a capa y espada la Real Academia de la lengua española. La misma afirmación podrían suscribir los integrantes de la Anti-Academia nicaragüense, o del Atalayismo de Puerto Rico, recogidos en este libro. Libre de ataduras y servilismos, libre del yugo categórico de un círculo de sabios encaramados a sus púlpitos de conservadurismo decrépito, de Hermosillo a Chetumal, de Managua a Tobago, de Trujillo a Río Grande, de San Lorenzo a Mendoza y de Nogales a Viedma, el continente ha sido actor principal de una renovación sin parangón en la historia de las lenguas, y que encontramos de forma palmaria entre los textos reunidos en Manifiestos vanguardistas.

RADICALISMOS. Vemos esa fertilidad de la gramática, el incendiario uso de la lengua al servicio de la imaginación, en el movimiento chileno Rosa Náutica, en el Estridentismo de Manuel Maples Arce y Salvador Gallardo, con sus entusiastas arengas a la quema y la veneración del automóvil: Chopin a la silla eléctrica. La furia contra toda lógica de la tradición en el Euforismo de Vicente Palés Matos; la búsqueda constante de parcelas nuevas en el Ultraísmo, firmado por un sorprendentemente moderno y modernizante Borges; en el neodadaísta manifiesto Agú, en el grupo colombiano Los Nuevos. César Vallejo y su Nueva Poesía. El Panedismo y el Pancalismo de Luis Llorens Torres. El Vedrinismo del dominicano Otilio Vigil Díaz.

El ecuatoriano José Antonio Falconi y su Arte Poética Nº 2. De nuevo Borges coadyuvado por primeras espadas de Europa como Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez. Mismo caso del Estridentismo que cuenta con Blaise Cendrars, Joan Salvat-Papasseit, Georges Braque. Los trasvases del viejo al nuevo continente se suceden. Otros radicalizan su postura reivindicativa por una modernidad racial o nacionalista, la Antropofagia brasileña, el Afrocubanismo, el Afroantillismo o la Negritud de Aimé Césaire.

En definitiva, un compendio nada desdeñable de textos genuinos y abrasivos que estimulan nuestra imaginación, y que habría de tenerse en cuenta en las postrimerías de esta época olvidadiza y proclive a la mansedumbre, donde las ideas han perdido, o se les reconoce muy raramente, la cualidad de trastocar de manera fehaciente la realidad. Si bien es cierto que los futuristas inauguraron el género, que los dadaístas lo perfeccionaron y lo colocaron en el epicentro de su plan maestro, y que en el ínterin muchos otros vieron la luz con mayor o menor apego a lo teórico, todos ellos compartieron un mismo auge de eclosión interior que los hermanará por siempre con la historia de la demolición y reconstrucción de las ideas, la historia de la renovación humana.

Los manifiestos latinoamericanos recogieron el testimonio de una hecatombe vital que aún hoy golpea con insistente fuerza en nuestras narices, pidiendo a gritos el desmantelamiento calculado y preciso de todo aquello que, en otros tiempos, llamaban cultura con mayúscula.

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