LUIS BUÑUEL dijo en una ocasión medio en broma que la universalidad de la fe terminó en el siglo XX porque la Iglesia había exagerado hasta tal punto los horrores del infierno que ya nadie se la tomaba en serio. Ahora que ya somos capaces de echar una mirada retrospectiva al siglo XX, tal vez podamos absolver a la Iglesia de tal acusación. No era ella la que exageraba. La realidad ha superado todas las imaginaciones relativas al infierno. Y lo ha vuelto gris, por lo que parece más temible que en la época en que lenguas de fuego, lagos de brea y horcas de hierro anunciaban su presencia. Ante esto se puede huir. Pero el hombre no puede luchar contra lo gris. El infierno gris se adelanta de manera imperceptible a cualquier imaginación y hace posible todo cuanto puede soñarse.
Todo, incluida la posibilidad de la autodestrucción. Se considera que la civilización europea nunca ha alcanzado un nivel tan alto como ahora. Sin embargo, jamás su existencia ha estado tan amenazada. Es como si no nos enfrentáramos a un cambio de milenio, sino a una prueba última y terrorífica. A un apocalipsis que probablemente no será seguido de un apocatástasis. Y esto es una señal de que Dios, definitivamente, ha apartado de nosotros la mirada. Todos lo percibimos. El ser humano nunca ha sentido tanta autocomplacencia; parece un niño irresponsable que se ha quedado solo y puede hacer por fin lo que quiere. Pero, cuando cae la noche, no sabe qué hacer con su libertad y empieza a sentir miedo.
El crepúsculo, "el silencio eterno de los espacios infinitos", aún llenaba de temor a Pascal; el frío del mundo que perdió su centro aún hacía temblar a Nietzsche; y Heidegger, que quizá era el último, aún depositaba toda su confianza en un dios, pero su amargura denotaba la fragilidad de su esperanza. Sin embargo, nos hemos vuelto insensibles al temor, al temblor y a la desesperación de los filósofos. Se ha producido lo que antes resultaba inimaginable. La civilización parece haber olvidado de forma definitiva que su existencia se arraiga en algo sobre lo cual no ejerce ninguna influencia ni poder. No obstante, se siente confirmada por sus éxitos mundanos (técnicos en primer lugar). (...)
La sensación de éxito puede ser tan intensa que hasta es capaz de derribar a Dios de su trono. Este destronamiento -la secularización- no se produjo de una manera espectacular, sino imperceptible. Matamos a Dios mediante la ambición, que en un principio hasta podía ser del agrado de Dios. Y esta ambición sólo consistía en buscar una solución para todo. La ambición se convirtió en hybris, cuando empezamos a buscar soluciones para aquello que, evidentemente, carecía de solución. Es decir, cuando incluso la trascendencia pasó a ser una cuestión práctica.
La civilización actual deposita toda su confianza en las soluciones prácticas y, tácitamente, deja entre paréntesis todo cuanto podría poner en peligro su optimismo. Sin embargo, los horrores no son meros fallos de funcionamiento, sino la otra cara de aquello que la civilización actual admira de manera tan evidente. Hegel, al describir a los verdugos africanos, reprochaba a los negros su falta de civilización; hablando igualmente de verdugos, Dostoievski observa, en cambio, un refinamiento de la civilización: "¿No nos hemos dado cuenta todavía de que los sanguinarios más refinados eran, casi sin excepción, los señores más civilizados...?" "En casi todos los individuos de la sociedad contemporánea se encierran, en germen, las cualidades del verdugo", escribe recordando Siberia; y cuando escribe, poco más tarde: "Por lo demás, el verdugo vive a sus anchas: tiene dinero, come bien y bebe vodka", sus palabras -referidas en este caso al siglo XX- adquieren una dimensión apocalíptica. Walter Benjamin podía afirmar con toda razón: "No existe nunca un documento de la cultura que no sea al mismo tiempo uno de la barbarie". La civilización europea, que ahora al final del milenio insiste en considerarse cristiana, idolatra la técnica en un grado que sólo puede compararse con la antigua adoración a Dios. Y ha permitido que el medio crezca hasta convertirse en fin, y aplaste a su usuario. Nos encontramos en un mundo que empieza a convertirse en controlable de una manera total y sin permitir ningún resquicio, tal como esperaba el Creador. Posee atributos divinos, aunque se caracteriza precisamente por la falta -o la ausencia- cada vez más evidente de Dios.
El verdadero triunfador del siglo XX es la técnica. El medio "ateo", es decir, secular, se ha convertido en un "fin divino", en la única trascendencia y ha despojado al ser humano de sí mismo. Y lo ha derrotado con tal astucia que hasta le ha regalado la ilusión de ser el vencedor, a pesar de que es su esclavo. Sin embargo, el precio consiste en que el hombre olvide el carácter cósmico de su esencia. Y el verdadero infierno -el infierno convertido en gris- es este olvido, no el desbordamiento demoníaco de la técnica. Esto sólo es el resultado de la herida trágica del espíritu humano.
Buñuel explicó el fin de la fe tradicional como una consecuencia de sus exageraciones relativas al infierno. El verdadero infierno, sin embargo, no es tan colorido como se presenta en los cuentos. Antes bien, parece natural, sensato, lógico. Como el mundo de Hegel al que Dostoievski regresó desde Siberia. El único lugar al que podía ir. Libre de todo encanto. Cuando la plenitud del Ser, el Todo cósmico se reduce a un mundo técnicamente manipulable: eso es el infierno. No necesita ni diablos, ni lenguas de fuegos, ni lagos de brea hirviente. Basta el olvido y la ilusión de que la frontera del ser humano no es lo divino, sino lo palpable, y de que el caldo de cultivo del espíritu no es lo imposible, sino algo terriblemente racional y aburrido: lo posible.
EL AUTOR: László Földényi (Hungría, 1952) es crítico y ensayista. Un artículo de Alberto Manguel sobre su obra se publicó en El País Cultural No. 1160. El texto de esta página fue tomado del libro Dostoievski lee a Hegel en Siberia y rompe a llorar (Galaxia Gutenberg, 2006).