La última batalla

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POCO ANTES de la Navidad de 2009, varias estaciones del Metro de Santiago de Chile lucían un pequeño afiche que invitaba a recolectar juguetes bélicos para ser literalmente aplastados por una aplanadora.

Este tipo de acciones comenzaron a gestarse en forma aislada a partir de la Primera Guerra Mundial. En junio de 1926, un contingente de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad inició una protesta en Nueva York, durante una convención de fabricantes de juguetes, con el argumento de que los soldaditos y las armas en miniatura sólo servían para fomentar un espíritu militarista en los niños.

La polémica hoy, llevada adelante por políticos, educadores, psicólogos y padres, se ha polarizado a favor y en contra. Los detractores sostienen que los juguetes bélicos naturalizan en el niño un mundo militarizado, en el que la guerra y la muerte son herramientas aceptables para la resolución de las diferencias y conflictos, en lugar del diálogo y la conciliación. Postulan además que, utilizados en una disputa simulada, sirven para ganar poder y vencer a través de la violencia.

Por su lado, los que aceptan este tipo de juguetes consideran que durante el desarrollo infantil se despierta la necesidad de experimentar en torno a los impulsos de protección, refugio y defensa. También surgen la conciencia del mal y el estímulo interno de practicar la lucha entre iguales, lo que conduce al conocimiento de los límites y de la propia fuerza física y psicológica. Estas vivencias forman parte de la historia de la condición humana, de la memoria ancestral y colectiva, que los pequeños heredan y necesitan recrear. El juego simbólico, con sus cualidades de representación y de roles, permite esta exploración en un mundo de fantasía.

En todo caso, convendría desviar la mirada del objeto y dirigirla hacia el medio en que éste se emplea, y el uso que de éste se hace.

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