Los ritos de un funeral

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Panta Astiazarán

CUANDO EL MAESTRO de escuela Papak Daniel Simon falleció, a fines del año pasado, no tuvo que esperar demasiado por su funeral. De acuerdo con la tradición animista de los habitantes de la región montañosa de Tana Toraja, en el sur de la isla Célebes o Sulawesi, en Indonesia, un riguroso ritual mortuorio debía celebrarse para que su alma pudiese acceder a Puya, el reino de los muertos. De inmediato sus familiares se abocaron a esa tarea: lavaron su cuerpo con afectuosos cuidados y, tras extraerle los intestinos, lo untaron con aceite de palma para que se conservase con el calor tropical, apenas atenuado por la moderada altitud de la serranía. Luego lo colocaron, envuelto en piezas de tejido blanco, en el suelo de su propio dormitorio, con la cabeza orientada hacia el oeste y los pies al este, y de tal modo que pareciese estar apenas dormido. Según la creencia de los torajanos, Simon aún no había dejado este mundo, por lo que tanto los residentes de la casa como los visitantes continuaron dirigiéndose a él con deferencia, como si aún estuviese vivo. Al mismo tiempo se inició el trámite más complicado y costoso del ritual: organizar su funeral. Este proceso, que puede variar de unos pocos días a uno o más años, en su caso fue relativamente breve: apenas un mes después de su muerte todo estuvo pronto para el gran momento.

el primer día. La mañana del primer día del funeral salimos de Rantepao conducidos por nuestro guía, un torajano cristiano de nombre Yohanis, hacia uno de los tantos cementerios en los que han sido sepultados los cuerpos de fallecidos ricos y de clase noble, no en el suelo, sino en nichos excavados en la roca de la montaña.

Tras atravesar arrozales de un verde intenso salpicados entre las colinas, llegamos a Lemo, uno de los sitios mejor conservados y accesibles de la región. Allí, en una pared rocosa, algunas hileras de puertas encierran otros tantos sepulcros. Por delante de ellas y asomadas a una suerte de balconcitos, pequeñas figuras de madera vestidas con ropas tradicionales, las Tau-tau nangka, o "personitas", representan a sus respectivos ocupantes. Muy cerca del lugar, en unas cabañas situadas junto al camino que bordea los arrozales, algunos artesanos ofrecen sus obras, entre las que se destacan, tanto por su belleza como por su precio, imágenes de madera de idéntica factura. Las más pequeñas, del tamaño de una muñeca infantil, valen unos 80 dólares -eso antes del regateo- y las mayores, de tamaño natural, algo menos de 2.000. El artesano que las hace, un hombre joven que divide su atención por partes iguales entre su celular y nosotros, tiene clavada en la pared de su choza la fotografía de una mujer occidental joven. Explica que se trata de una clienta holandesa que le encargó una imagen a su semejanza, no sabe con qué finalidad, pero no parece importarle y se contenta con haber cerrado el negocio.

De Lemo continuamos nuestro camino hacia la localidad en la que se llevará a cabo el funeral, Lamunan, en los suburbios de Makale, adonde llegamos poco después de las diez de la mañana. Ya se nota la animación que se prolongará, con altibajos, durante los nueve o diez días que durará el ceremonial: camiones y camionetas llegan cargados de invitados de toda la región, algunos de riguroso negro, los familiares, acarreando los cerdos que serán sacrificados. En el transcurso del funeral, un número no especificado de búfalos de agua y de cerdos, ofrecidos por los familiares de Simón, serán muertos para que su alma pueda descansar. Pero para que tenga el derecho a que su cuerpo sea colocado en un nicho en la montaña, en alguno de los mejores lugares, como los que vimos más temprano, se deberán sacrificar por lo menos 24 búfalos -explica Yohanis- en medio de un torrente de información bien aprendida, imparable como un tsunami y por momentos difícil de asimilar, en parte debido a las limitaciones de su inglés. Incluso me pide mi libreta de anotaciones y escribe él mismo los nombres, datos, para que no cometa errores. Según sus cálculos, en estas exequias, al menos unos 200 cerdos tendrán sus días prematuramente acortados. Aunque las familias torajanas son numerosas y pocos dejan de asumir sus responsabilidades comunitarias so pena de exclusión y los gastos se reparten, los funerales tradicionales cuestan mucho y pueden acarrear la ruina de familias enteras. Por esto a la entrada del sitio donde se llevará a cabo la mayor parte del ceremonial, inspectores del gobierno cobran un impuesto por cada animal que llega, tratando así de desalentar el gasto funerario y reducir los perjuicios económicos causados por esta tradición.

Sobre el barro. Continuamos hasta llegar a un amplio espacio descubierto de tierra apisonada, que las intensas lluvias de los últimos días han convertido en un lodazal, alrededor del cual han sido construidos varios pabellones de bambú y techo de chapa, separados del suelo por postes de madera, para acoger a los asistentes. Uno de ellos está especialmente destinado a los visitantes extranjeros, cuya presencia en el ritual lejos de incomodar, le añade prestigio. Yohanis nos ubica provisoriamente en uno de esos lugares, una especie de choza sin paredes adonde ya hay varios invitados locales sentados en el piso recubierto de esteras, con estricta separación de sexos. Los torajanos nos dan la bienvenida de manera espontánea y cordial, pero nuestro guía se mantiene constantemente atento a que no cometamos faltas contra la etiqueta, darle la espalda a los presentes, por ejemplo. Al cabo de un rato comienzan a llegar turistas extranjeros, entre ellos mujeres en short, atuendo contra el que nuestro cicerone nos había advertido en la víspera como siendo particularmente inadecuado. Pero a nadie parece llamarle la atención. Como veo que algunos de los extranjeros se desplazan a su antojo, pregunto si puedo salir a dar una vuelta y Yohanis me responde que no hay problema, de modo que comienzo a recorrer en su compañía los demás pabellones. Poca gente del lugar habla inglés, y sospecho que tampoco holandés, la lengua de los antiguos colonizadores, pese a que éstos permanecieron en Indonesia hasta 1949. Yohanis traduce como puede, pero pronto descubro que su vocabulario parece estar limitado apenas a las palabras necesarias para recitar sus textos bien aprendidos. Apenas lo desvío de esos temas, no me entiende bien.

Poco después me distraen unos gritos que provienen de la entrada y mi guía me dice que se acerca la comitiva fúnebre. Como el pabellón destinado a los visitantes extranjeros está situado precisamente sobre el camino de acceso al lugar de la ceremonia, como si fuese un puente, voy hacia allí. Veo pasar algunos hombres cargando cerdos fuertemente amarrados a unas gruesas cañas de bambú y, tras ellos, a otros arrastrando por la brida dos enormes búfalos de agua, también destinados al sacrificio. Tras éstos, un alboroto señala la llegada del cortejo y el comienzo de la ceremonia.

El cortejo. Precedido por un niño que porta un retrato formal del finado, vestido de traje y corbata, llega un grupo de mujeres arrastrando una larga tela de color rojo sangre. Se detienen, esperando a los demás y al poco rato un grupo de hombres jóvenes se aproxima cargando sobre unas andas una pesada estructura con la típica forma de casa torajana. Algo más atrás traen el ataúd, el que es inmediatamente colocado dentro de la estructura, tras un breve forcejeo. Ya organizado, el cortejo continúa hacia el descampado en medio de los pabellones y todos los que no forman parte del mismo corren a ocupar sus lugares previamente asignados por rigurosa relación de parentesco y casta. Existen cuatro castas entre los torajanos -dice Yohanis- nombradas según los cuatro tipos de bastones: de oro, de hierro, de madera dura y de madera blanda. Si bien no existe ninguna casta de intocables (dalit) como en la India, su estructura es igualmente rígida.

Se produce un impasse mientras los asistentes terminan de acomodarse en los pabellones, los búfalos son colocados a un lado, a la espera de su destino, el féretro es retirado de la estructura que lo contuvo durante una corta distancia y subido a otra con la misma forma, pero de mayor tamaño, emplazada sobre pilares altos, a un lado del descampado. Allí permanecerá durante varios días hasta que llegue el momento de ser conducido a su ubicación definitiva, en la ladera de alguna colina rocosa.

Aprovechando la calma, un grupo de mujeres va recorriendo los diferentes pabellones recolectando las ofrendas de los asistentes. Yohanis nos había aconsejado comprar un par de cartones de cigarrillos locales y los colocamos junto con el resto sobre la bandeja. Se me ocurre lo irónico que resultaría regalar cigarrillos si el pobre maestro hubiese muerto de cáncer o alguna otra enfermedad relacionada con el tabaquismo. Poco después llegan otras mujeres con bandejas con café y galletitas sobre las que los turistas se abalanzan con avidez.

Sacrificios. Finalmente llega el momento de sacrificar al primer búfalo, el más importante, pues recién después, según la tradición, Simon pasará a estar realmente muerto. El animal - que quizás presiente que ha llegado su hora y se resiste- es arrastrado hacia el centro del patio, donde un hombre armado con un filoso machete, le corta el cuello de un solo golpe. El búfalo se debate, pero en unos instantes trastabilla y cae, agitando sus patas y mugiendo agónico, mientras la sangre brota a chorros por la herida y se mezcla con el barro, enrojeciéndolo. Todo el mundo parece satisfecho, salvo algunos turistas que no ocultan su disgusto al ver esa muerte en directo.

De inmediato, traen al segundo búfalo, su verdugo se acerca confiado a repetir la faena, pero entonces algo sale mal. El primer golpe falla y el animal, apenas herido, brama de dolor, enloquecido, y trata de escapar. Cunde el pánico entre un grupo de espectadores parados a pocos metros de distancia, pues el búfalo es corpulento, posee un buen par de cuernos y si consigue liberarse podría lastimar a alguien. Se produce un desparramo de gente a mi alrededor y Yohanis trata de alejarse corriendo, apremiándome para que haga lo mismo. Pero como no tengo teleobjetivo debo fotografiar de cerca y me quedo, aunque bien atento por si la situación se sale de control. Entretanto, el hombre del machete ha perdido la ventaja, su víctima está prevenida y le cuesta, no uno, sino dos o tres torpes golpes de machete antes de acabar con la pobre bestia, que finalmente resbala en el barro y cae pesadamente, ante el alivio general. Los dos búfalos han sido sacrificados y los cerdos se matarán aparte. En tanto, varios hombres con grandes cuchillos se ocupan de carnear a los animales allí mismo, pues su carne será repartida entre los miembros de la familia del muerto, varios grupos de mujeres llevan comida a los pabellones, mientras los huéspedes de la ceremonia comienzan a servirse haciendo gala de buen apetito.

Algunos extranjeros -en especial, mujeres- han quedado horrorizados por la matanza y la sangrienta escena de descuartizamiento que se desarrolla a pocos pasos y lo expresan abiertamente, olvidándose de que no han presenciado una ceremonia escenificada para beneficio de los turistas, sino que fueron invitados a un ceremonial profundamente arraigado en las creencias de los habitantes de la región.

Un rato más tarde, Yohanis nos sugiere partir. Estuvimos durante uno de los momentos más importantes de un funeral que duraría nueve o diez días más. Hay que dejarle el espacio en el pabellón a otros. Mientras el maestro Papak Daniel Simon, ahora sí definitivamente muerto, aguarda a que llegue el momento de descansar por fin en su duro nicho de piedra excavado en la ladera de la montaña.

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