Carlos Ma. Domínguez
EL PRIMERO en darlo a conocer en Montevideo fue Onetti, a mediados de los años treinta, cuando Viaje al fin de la noche no había sido traducido al español. Lo leyó en francés y en su segunda columna de Marcha, diciembre de 1939, lo nombra entre sus admiraciones fauvistas, Faulkner, Hemingway, "el escritor no hombre de letras, el anti intelectual". De todos ellos, Céline fue el más salvaje, y así lo recuerda el mundo de las letras cuando se cumplen cincuenta años de su muerte, ocurrida el 1 de julio de 1961.
Para el Estado francés el aniversario se convirtió en un problema. Incorporado a la lista de homenajes oficiales del año, el presidente de la Asociación de Hijos de Deportados Judíos, abogado y cazador de nazis, Serge Klarsfeld, exigió en una carta que se renunciara "a poner flores sobre la memoria de Céline", y el ministro de cultura, Fréderic Mitterrand, lo quitó de la lista en medio de un debate que desbordó las fronteras de Francia. Se discute la primacía entre la admiración literaria y la condena a un autor que durante la ocupación de París colaboró con los nazis, escribió tres violentos panfletos antisemitas, fue juzgado y declarado "desgracia nacional". ¿Debe el Estado recuperar o rechazar la memoria de uno de sus más prestigiosos escritores?
Se multiplican los argumentos alrededor de los nudos de la literatura con la realidad y, en un plano más formal pero no indiferente, con el Estado. De qué modo llegó Céline a ocupar el centro de este debate post mortem no es un misterio. Sus libros son autobiográficos, su desesperación y sus provocaciones son desembozadas y ocupan cada una de sus páginas. Una parte del problema es la pretensión de asumir, oficiosamente, los méritos de una obra que conquistó su fama por la expresión del repudio a las instituciones del Estado. A menudo la literatura no se lleva bien con las instituciones. Crece a sus espaldas, se alimenta de lo que la sociedad no consigue resolver, hasta que un día no sólo no puede ser ignorada: los lectores la reclaman, el Estado pretende asumirla, y ya no es fácil celebrar la obra. El caso de Céline es emblemático, pero también singular.
PRIMERA NOVELA. Céline fue el nombre de su abuela materna. Lo adoptó cuando publicó Viaje al fin de la noche (1932), su primera novela. Entonces Louis Ferdinand Auguste Destouches tenía treinta y ocho años, trabajaba como ayudante de un dispensario en Clichy y había llevado una mala vida. Nacido el 27 de mayo de 1894 en París, hijo de un empleado de una compañía de seguros y de una bordadora de encajes, su hogar fue modesto, pero se educó en un colegio privado, viajó a Alemania y a Inglaterra para aprender idiomas, y en setiembre de 1912 se alistó por tres años en el 12º de Coraceros de la guarnición de Rambouillet. Durante la Primera Guerra Mundial, en Ypres, una herida en la cabeza le dejó consecuencias de por vida y quedó con un brazo dañado. Le dieron una medalla y la baja.
En 1916 se enroló como encargado de una explotación forestal en Camerún, donde permaneció un año enfermo de malaria. A su regreso comenzó a estudiar medicina, y una vez recibido, cuando lo contrataron como asesor de higiene en la Sociedad de las Naciones conoció su mejor época. Vivió en Ginebra, viajó a Estados Unidos, Cuba, Canadá, Inglaterra, pasó largas temporadas en Nigeria y Senegal, luego regresó a París, abrió, sin suerte, un consultorio privado, y tuvo que emplearse en el dispensario para los pobres de Clichy.
Su vida sentimental cargaba con dos matrimonios: una camarera francesa que conoció en Londres, luego la hija del director del instituto donde estudió medicina. En 1932 vivía con la norteamericana Elizabeth Craig, que inspiró los personajes de Lola y Molly, en su más famosa novela. Se separaron al año siguiente y Céline comenzaría una relación con la bailarina Lucette Almanzor que se prolongaría hasta su muerte.
Viaje al fin de la noche obtuvo el Premio Renaudot, fue nominada al premio Goncourt y perdió, pero la admiración de la crítica y el público fueron abrumadoras. Comienza de esta manera: "La cosa empezó así. Yo nunca dije nada. Nunca. Fue Arthur Ganate quien me hizo hablar". Sin pretensión retórica, lejos del academicismo, la formalidad, la mesura, trajo el tono del habla popular y la jerga de los barrios pobres para narrar la vida de Bardamu, primero en el frente de guerra, luego en África, más tarde en las fábricas de la Ford en Estados Unidos y, de regreso a Francia, en un hospital psiquiátrico y en un pobre dispensario de París. El habla popular, proyectada a un colmo de expresividad, traía un formidable aullido contra los horrores de la guerra: "Se los digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; se los advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amarlos es porque van a convertirlos en carne de cañón". También contra el sistema colonial francés, descrito como un paraíso de pederastas y explotadores, y contra el industrialismo: "Da náuseas ver a los obreros pendientes, preocupados en dar todo el gusto posible a las máquinas, ajustándoles pernos y más pernos en lugar de terminar de una vez para siempre con el hedor del aceite, el vapor que a través de la garganta quema los tímpanos y el interior de las orejas. No es la vergüenza lo que les hace agachar la cabeza. Se cede al ruido igual que se cede a la guerra".
Es un libro vertiginoso, a caballo de su desesperación por expresar el asco, las miserias, las vejaciones físicas y morales del ciudadano común. Pero Bardamu no es un hombre vulgar. Es una especie de loco, lo bastante astuto para sobrevivir a la ruindad y lo bastante lúcido para despreciarse a sí mismo y a los demás, con sarcasmo, furia, humoradas desopilantes. Encarnó, por antonomasia, el antihéroe de la novela contemporánea. A diferencia del estudiante Raskólnikov (Crimen y castigo, Dostoievski), que cae atormentado bajo la culpa de su crimen, para Bardamu el crimen es masivo y el tormento de cada día la prisión individual. Gregorio Samsa, (La metamorfosis, Kafka), ha engendrado una especie que invade Europa. Bardamu es un hombre-cucaracha, y todos como él, sobreviven de los restos de su ingenuidad y sus convicciones, unos de pie, sobre la cabeza de los débiles, y los débiles detrás del mendrugo para vivir y el sueño de pisar la cabeza de los otros. Hay en el humor y los equívocos de Bardamu, sin embargo, un espacio para la ternura y ciertas zonas de piedad que lo vuelven un personaje fascinante.
EL ANTISEMITA. En la novela Muerte a crédito (1936), Céline narró la infancia de Bardamu antes de enrolarse como voluntario y pelear en la Primera Guerra Mundial. Allí retrata el París hacinado de los pobres y los desahuciados, los conflictos con sus padres, su viaje de estudios, y asoman las primeras expresiones antisemitas frente a las humillaciones que sufrió su madre por parte de los patrones judíos. La novela no tuvo éxito y varios críticos repudiaron sus prejuicios raciales. Pero Céline no era un escritor capaz de ceder a las presiones.
Desilusionado por el rumbo de la Unión Soviética publicó ese mismo año un panfleto contra el comunismo, Mea culpa, y asumiendo un anarquismo sui generis que acusaba a Francia, al comunismo y a los judíos, en 1937 publicó Bagatelas para una masacre, el primero de los tres panfletos antisemitas -le siguieron Escuela de cadáveres (1938) y Le beaux draps (1941)- que le dieron su fama más negra. La edición de Bagatelas… vendió setenta y cinco mil ejemplares. Más que argumentos, ofrecía su odio. "Francia es una colonia del poder internacional judío… ¡Mueran los judíos, esos desechos pútridos!" gritaba. "Personalmente, encuentro a Hitler o a Mussolini admirablemente magnánimos, infinitamente más a mi gusto, destacados pacifistas, en una palabra, dignos de 250 premios Nobel… Quien más ha hecho en favor de los obreros no ha sido Stalin, sino Hitler", insistió en Escuela de cadáveres, y el régimen colaboracionista de Vichy encontró tan furibundo Le beaux draps que prohibió su distribución.
En todos ellos Céline vociferó, insultó y acusó a los judíos de precipitar el camino de la guerra. Más tarde diría que su intención fue defender el pacifismo, pero entonces ya pesaba sobre él la acusación de haber colaborado con los nazis durante la ocupación de París. Es cierto que rechazó la dirección de la Oficina de Asuntos Judíos en Francia que le ofreció Goebbels, pero la resistencia estuvo a punto de asesinarlo, guiada por sus informaciones de que Céline delataba judíos.
Su nivel de compromiso continúa discutiéndose, en base a afirmaciones, negaciones y conjeturas, pero cuando los aliados dieron vuelta el escenario de la guerra, Céline tenía sus ahorros en un banco de Dinamarca y huyó de París junto con los jefes nazis. Primero a Sigmaringen, Alemania, al pie de un castillo que oficiaba de sede del gobierno francés colaboracionista en el exilio, donde permaneció unos meses, y el 27 de marzo de 1945 llegó a Copenhague, todavía bajo ocupación alemana. Las tropas nazis se rindieron en mayo, Francia reclamó su extradición para juzgarlo y el 3 de diciembre lo detuvieron.
Permaneció dos años en la cárcel de Vestre Faengsel, sin que las autoridades francesas encontraran pruebas suficientes para conseguir la extradición, mientras Céline negaba todos los cargos y escribía cartas en las que se describía víctima de una persecución promovida por el Partido Comunista Francés y escritores como André Malraux ("cocainómano, ladrón, mitómano, invertido"), Jean Cassou y Luis Aragon, entre otros. Un juez danés lo liberó el 24 de junio de 1947. A poco de recuperar la libertad, la emprendió contra Sartre.
"Si Céline pudo sostener las tesis socialistas de los nazis es porque le pagaron", había escrito Sartre en Retrato de un antisemita. "Eso es lo que escribía este pequeño escarabajo mientras yo estaba en prisión corriendo gran peligro de que me colgaran. ¡Maldita lacra atiborrada de mierda, salís de mi culo y me ensuciás! Ano de Caín. ¡Qué querés? ¿Qué me asesinen? ¡Es evidente! ¡Aquí! ¡Cómo te aplastaría! Lo veo en una foto… esos ojos grandes… esa tricota de crochet… esa babosa con ventosas…¡Qué no inventaría este monstruo para que me asesinen!".
Las autoridades francesas lo juzgaron en ausencia en 1950, y lo declararon "desastre nacional", pero poco después fue indultado y Céline regresó a París en 1951, donde continuó con su obra literaria y vivió modestamente hasta su muerte, ocurrida el 1 de julio de 1961, de un aneurisma cerebral.
Sus libros prolongaron el estilo y el tono exaltado de las primeras obras. Guignol`s Band (1943), Casse-pipe (1952), Fantasías para otra ocasión (1952), Conversaciones con el profesor Y (1955), De un castillo a otro (1957), Norte (1960), y las novelas póstumas El puente de Londres (1964) y Rigodón (1969), son textos que articulan la peripecia autobiográfica con pronunciamientos sobre la cultura y la realidad europea, temas de actualidad literaria y viejos resentimientos, en su mayoría desbordados por la mordacidad y la diatriba, que fueron su marca en el lenguaje.
LA EMOCIÓN ESCRITA. El prestigio literario de Céline, su conquista suprema, fue Viaje al fin de la noche, seguida por Muerte a crédito. La obra posterior, con algunas excepciones, abusa de sus hallazgos, se vuelve farragosa y poco seductora para los lectores no iniciados en los códigos y desmesuras de su estilo oral, abigarrado de acusaciones, guiños cómplices, signos de exclamación y sus famosos puntos suspensivos. Pero a cincuenta años de su muerte, cabe recordar su contribución más notable.
A la novela francesa y contemporánea Céline aportó la idea de que la voz del escritor era el valor capaz de vindicar la singularidad del género frente a una avizorada decadencia en la ilustración de la realidad y la reiteración de las historias narradas; una voz potente y honesta, frente a su lucidez y sus delirios, dedicada a recorrer el arco de las emociones por su propia expresividad, antes que por la descripción y la trama.
Dos pasajes de sus Conversaciones con el profesor Y, exhiben con claridad su conciencia de la encrucijada: "… ¡Escuche bien lo que le anuncio: los escritores de hoy no saben todavía que el cine existe!...¡y que el cine ha vuelto ridícula e inútil su manera de escribir!... ¡pomposa y vana!... ¡Porque sus novelas, todas sus novelas, ganarían mucho, ganarían todo, si fueran retomadas por un cineasta!… ¡Sus novelas no son sino escenarios, más o menos comerciales, faltos de cineasta!... ¡El cine tiene todo lo que le falta a sus novelas: el movimiento, los paisajes, lo pintoresco, las buenas hembras, desnudas, peladas; los tarzanes, los efebos, los leones, los juegos de circo engañosos, los juegos de alcoba dañosos!..., ¡la psicología!..., ¡los crímenes pam pam!..., [...] ¡Los escritores, le estaba diciendo, no han reaccionado ante el cine…; han puesto cara de gente educada que no debe darse cuenta del asunto…, como si, verdad, si en un salón una señorita hubiera soltado un pedo… lo han pasado por alto, disimulando, envolviéndolo en frases!... ¡Han reforzado el bello estilo… los períodos… las frases bien redondeadas… según la misma vieja receta heredada de los jesuitas… amalgamada con Anatole France, Voltaire, René, Bourget!... ¡Han agregado solamente demasiada pedantería… kilos de intrigas policiales… para hacerse gideanos como se debe, freudianos como se debe, soplones como se debe…, pero siempre en postal todo eso!..., ¿no es verdad?... ¡Putas innovaciones conformistas!".
Frente al epigonismo, esgrimía sus propósitos: "¡La emoción en el lenguaje escrito!... ¡El lenguaje escrito se había resecado, y yo soy quien ha devuelto la emoción al lenguaje escrito!... ¡Como usted lo oye!... ¡Es un trabajo menudito, se lo juro!... ¡El truco, la magia, y ahora cualquier tarado puede conmoverlo a usted por escrito! ¡Pero hallar la emoción de lo hablado a través de lo escrito!, ¡no es cualquier cosa!...; ¡es ínfimo, ya sé, pero es algo!".
Sostiene Céline que la jerga es un lenguaje de odio que paraliza al lector, lo aniquila, lo pone a su merced, pero que su seducción acaba pronto y hay que vérselas con el resto. Su utilización del habla popular puede crear la falsa idea de que copiaba un tono y lo volcaba a sus libros, pero tan cierto es que pulía cada una de sus frases hasta arrancarles el máximo de expresión, como que pese a sus propias advertencias, fatigó sus recursos. El impacto, sin embargo, fue enorme, y abrió un horizonte nuevo para escritores como Henry Miller, Burroughs, Cabrera Infante y muchos otros novelistas que lejos de mantener al autor detrás de la historia, o del narrador de la historia, lo proyectaron a un primer plano, con permisos para exponer sus virtudes y miserias.
La polémica en torno a la admiración y el repudio despertados por Céline reaviva el problema de los vínculos entre la obra literaria y la vida de su autor, en este caso contrastados por valoraciones opuestas. Hay quienes prefieren separarlas por espacios estancos, condenar una y celebrar la otra, y quienes quedan perplejos por la dificultad de reunir ambas condiciones en una misma persona. El problema siempre dará pasto a controversias, pero la continuidad entre Bardamu y Céline puede ser considerada hija de una misma desesperación, talentosa, antijudía, extraviada en el nazismo por el mismo odio y decepción que vibra en cada una de sus páginas escritas con enormes derroches de sátira y cinismo. No tuvo Céline dos caras ni dos vidas. Con la misma agresividad con que alcanzó sus logros literarios asumió actitudes vergonzantes, como Ezra Pound, como Borges, también él menoscabado por su adhesión a los militares que instalaron el terrorismo de Estado.
Mal puede celebrar Francia la memoria de un colaborador con el nazismo sin traicionar la vocación de las palabras, ajenas y propias. Con el escritor cumplió de otra manera: subastados los manuscritos de Viaje al fin de la noche en abril de 2001, la Biblioteca Nacional de Francia pagó por ellos la suma de un millón ochocientos cincuenta y un mil euros. El manuscrito quedó preservado en las instituciones y la obra, su acusación tremenda, en la memoria de sus lectores de ayer, de hoy y de siempre.