Dorothy Parker
AQUELLA TARDE de domingo estábamos sentados con la muchacha sueca en el gran café de Valencia. Tomábamos vermú en gruesas copas, y en cada una de ellas había un cubito de hielo grisáceo lleno de agujeros. El camarero se sentía tan orgulloso de aquel hielo que apenas soportaba dejar las copas sobre la mesa y separarse de él para siempre. Siguió con sus tareas -por toda la sala la gente daba palmas y silbaba para llamar su atención-, pero se volvió a mirar por encima del hombro.
Fuera estaba oscuro, la oscuridad veloz y nueva que de un salto y sin sombras se impone al día, pero como en las calles no había luces, parecía tan profunda y antigua como la medianoche. Por eso te asombrabas de que todos los críos siguieran levantados. En el café había críos por todas partes, críos serios sin solemnidad, que observaban el ambiente que los rodeaba con tolerante interés.
En la mesa contigua a la nuestra había uno notablemente pequeño; tendría quizá seis meses. Su padre, un hombrecito con un uniforme grande que lo hacía caído de hombros, lo sostenía con cuidado sobre las rodillas. El crío no hacía nada; sin embargo, el padre y su joven y delgada mujer, cuyo vientre volvía a estar hinchado bajo el vestido raído, lo contemplaban sumidos en una especie de éxtasis de admiración, mientras en la mesa se les enfriaba el café. El crío iba endomingado, todo de blanco; sus ropitas llevaban remiendos tan delicados que la tela hubiera pasado por entera si la blancura de los zurcidos no hubiera variado de tono. Lucía en el pelo un lazo azul de cinta nueva, atado con absoluto equilibrio entre las lazadas y los extremos. La cinta de nada servía; no había pelo suficiente que precisara sujeción. El lazo era un mero adorno, un toque de gracia calculada.
¡Por amor de Dios, basta ya! me dije. Está bien, el crío lleva un trozo de cinta azul en el pelo. Está bien, su madre dejó de comer para que el crío estuviera guapo cuando su padre regresara a casa de permiso. ¡Está bien! Es asunto de ella, y tú nada tienes que ver. Está bien, ¿por qué tienes que echarte a llorar?
La enorme estancia apenas iluminada estaba atestada y llena de animación. Aquella mañana se había producido un bombardeo aéreo, más horrendo aún por ser a plena luz del día. Pero en el café nadie parecía tenso ni nervioso, nadie hacía desesperados esfuerzos por olvidar. Todos bebían café o limonada en botella con la calma agradable y merecida de una tarde de domingo, mientras conversaban sobre temas nimios y alegres, hablando todos a la vez, escuchando y contestando.
En la estancia había muchos soldados vestidos con lo que parecían uniformes de veinte ejércitos distintos, hasta que uno reparaba en que la variedad radicaba en las diferentes maneras en que se había gastado o desteñido la tela. Sólo unos pocos habían sido heridos; aquí y allá se veía a alguno andando con sumo cuidado, apoyado sobre una muleta o dos bastones, pero tan en plena recuperación que su rostro tenía color. También había muchos hombres vestidos de civil: algunos de ellos eran soldados que disfrutaban de permiso, algunos eran trabajadores del gobierno, otros, vete tú a saber. Había mujeres regordetas, tranquilas, que movían los abanicos de papel, y mujeres ancianas tan calladas como sus nietos. Había muchas chicas guapas y algunas verdaderas bellezas, que no provocaban el comentario "Fíjate en qué española tan encantadora", sino este otro: "¡Qué hermosa muchacha!". Las ropas de las mujeres no eran nuevas y las telas eran demasiado sencillas como para haber garantizado un buen corte.
-Tiene gracia -le dije a la muchacha sueca- cuando en un sitio nadie es el mejor vestido, no se nota que nadie está bien vestido.
-¿Cómo? -inquirió la muchacha sueca.
Nadie, salvo algún que otro soldado, llevaba sombrero. La primera vez que habíamos ido a Valencia viví en un estado de dolorosa perplejidad al no saber por qué en la calle todo el mundo se reía de mí. No era porque en la cara llevase escrito "Avenida West End", como si la frase me la hubiera garabateado con tiza un empleado de aduanas. En Valencia los estadounidenses caen bien porque han visto a los buenos: médicos que abandonaron sus consultas para venir a ayudar, las jóvenes y serenas enfermeras, los hombres de las Brigadas Internacionales. Pero cuando caminaba por la calle, hombres y mujeres se tapaban cortésmente la cara risueña con la mano y los pequeños, demasiado inocentes para disimular, se partían de risa, señalaban con el dedo y gritaban: "¡Olé!". Después, bastante más tarde, descubrí el porqué y dejé de ponerme sombrero; cesaron las risas. Tampoco era uno de esos sombreros cómicos, era simplemente un sombrero.
El café se llenó a rebosar; abandoné nuestra mesa para hablar con un amigo que se encontraba al otro lado de la sala. Al regresar a la mesa, se habían sentado a ella seis soldados. Estaban apretujados y tuve que meterme por un huequecito para llegar a mi silla. Se los veía cansados, cubiertos de polvo y pequeños, del modo que se ven pequeños los que acaban de morirse, y lo primero que destacaba en ellos eran los tendones de sus cuellos. Me sentí como una cerda de marca mayor.
Todos conversaban con la muchacha sueca. Habla español, francés, alemán, algo de escandinavo, italiano e inglés. Cuando tiene un momento para sentirse arrepentida, entre suspiros, se lamenta de que el neerlandés lo tiene tan olvidado que ya no logra hablarlo, sino sólo leerlo, y lo mismo le ocurre con el rumano.
Según nos contó, los soldados le habían dicho que se les terminaba un permiso de cuarenta y ocho horas y debían volver a las trincheras, y para las vacaciones habían hecho fondo común con todo el dinero para comprar cigarrillos, pero algo había salido mal y el tabaco nunca les había llegado. Yo llevaba un paquete de cigarrillos estadounidenses -en España el tabaco rubio no sabe a nada-; lo saqué y, mediante movimientos de cabeza, sonrisas y una especie de brazada, les di a entender que se lo ofrecía a aquellos seis hombres con ansias de tabaco. Cuando comprendieron lo que quería decirles, se levantaron uno a uno y me estrecharon la mano. Muy bondadoso de mi parte compartir mis cigarrillos con los hombres que iban a regresar a las trincheras. La Pequeña Dama Generosa. La cerda de marca mayor.
Uno a uno fueron encendiendo los cigarrillos con un artefacto de cuerda amarilla que al arder apestaba y que se utilizaba, según me tradujo la muchacha sueca, para encender las granadas. Cada uno de ellos recibió lo que había pedido, en vaso de café, y cada uno de ellos murmuró agradecido al ver la pequeña cornucopia de azúcar de grano grueso que lo acompañaba. Entonces hablaron.
Hablaron por intermedio de la muchacha sueca, pero nos hicieron lo que hacemos todos cuando hablamos nuestra propia lengua con alguien que la desconoce. Nos miraron a la cara, y nos hablaron despacio, pronunciando las palabras con complicados movimientos de los labios. Después, a medida que fueron surgiendo sus historias, nos las soltaron con tanta vehemencia, con tanto énfasis, que estaban seguros de que debíamos entenderlas. Estaban tan convencidos de que las entenderíamos que nos avergonzamos de no entender.
Pero la muchacha sueca nos traducía. Eran todos campesinos e hijos de campesinos, de una zona tan pobre que uno trata de no recordar que existe ese tipo de pobreza. Su aldea se encontraba junto a aquella otra a cuya plaza de toros habían ido ancianos, enfermos, mujeres y niños, un día de fiesta; y habían llegado los aviones para lanzar bombas sobre el ruedo, y los ancianos y los enfermos y las mujeres y los niños sumaban más de doscientos.
Todos ellos, los seis, llevaban más de un año en la guerra, y la mayor parte de ese tiempo habían estado en las trincheras. Cuatro de ellos estaban casados. Uno tenía un hijo, dos tenían tres, y uno tenía cinco. Nada habían sabido de sus familias desde que partieran para el frente. No habían tenido comunicación con ellas; dos de ellos habían aprendido a escribir de otros hombres que luchaban junto a ellos en las trincheras, pero no se habían atrevido a escribir a casa. Pertenecían a un sindicato, y a los miembros de los sindicatos, cuando los atrapan, los ejecutan, por supuesto. La aldea en la que vivían sus familias había sido capturada, y si una mujer recibe una carta de un hombre que pertenece a un sindicato, ¿quién sabe si no la matarán por la relación?
Nos contaron que llevaban más de un año sin noticias de sus familias. No nos lo contaron con valentía, ni con extravagancia, ni con estoicismo. Nos lo contaron como si.... Pues bien, veréis... Llevamos un año luchando en las trincheras. No hemos tenido noticias de nuestras mujeres y nuestros hijos. No saben si estamos muertos, vivos o ciegos. No saben dónde estamos, ni si estamos. Con alguien tenemos que hablar. Así es como nos lo contaron. Hacía seis meses, uno de ellos había tenido noticias de su mujer y sus tres hijos -tenían unos ojos muy bonitos, nos dijo- gracias a un cuñado de Francia. Entonces estaban todos vivos, le informaron, y todos los días comían un cuenco de judías. Pero su mujer no se había quejado de la comida, le contaron. Lo que le preocupaba era no tener hilo para remendar las ropas raídas de los niños. De modo que él también le preocupaba aquello.
-No tiene hilo -nos repetía una y otra vez-. Mi mujer no tiene hilo para zurcir. No tiene hilo.
Nos quedamos ahí sentados, escuchando lo que la muchacha sueca nos iba traduciendo. De repente, uno de ellos echó un vistazo al reloj y entonces cundió la agitación. De un salto se pusieron en pie, como un solo hombre, y llamaron a voces al camarero y hablaron con él velozmente y uno a uno nos fueron estrechando la mano. Volvimos a las brazadas de natación para explicarles que se llevaran el resto de los cigarrillos -catorce cigarrillos para seis soldados que iban a la guerra- y entonces nos estrecharon otra vez la mano. Después, todos nosotros dijimos "¡Salud!" tantas veces como hacía falta para seis de ellos y tres de nosotros, y después salieron en fila del café, los seis, cansados, polvorientos y pequeños, como son pequeños los hombres de una horda poderosa.
Cuando se marcharon, sólo hablaba la muchacha sueca. Ella llevaba en España desde el comienzo de la guerra. Había asistido a hombres destrozados, había llevado camillas vacías hasta las trincheras, y después había vuelto con ellas cargadas de heridos al hospital. Había oído y visto demasiado como para sumirse en el silencio.
Al cabo de un rato llegó la hora de marcharnos; la muchacha sueca levantó las manos por encima de la cabeza y dio dos palmadas para llamar al camarero. El camarero acudió, pero no hizo más que sacudir la cabeza y la mano y se alejó.
Los soldados nos habían pagado las copas.
The New Yorker, 5 de febrero de 1938
DOROTHY PARKER (1893-1967), poeta, narradora y guionista estadounidense. Con "La gran rubia" ganó el premio O`Henry en 1929. En español se encuentra Narrativa completa y Una dama neoyorquina.