Un estilo de ser

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Daniel Mella

EN APENAS UNAS líneas del prólogo a su último libro, La Nariz de Cleopatra, Judith Thurman informa que Blaise Pascal era un asceta jansenista que perdió a su madre a los 4 años, nunca se casó y murió presuntamente virgen. Era un evangelizador pero también un genio práctico, que diseñó el primer sistema de tranvías del mundo para la ciudad de París, en el siglo XVII. Reflexionando acerca de las uniones carnales, él escribió: "quien quiera conocer plenamente la vanidad humana no tiene más que considerar las causas y efectos del amor... Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, toda la faz de la Tierra habría cambiado."

Gracias al libro de Thurman, el lector puede enterarse también de dos cosas. Primero, que Pascal (al igual que la autora) tenía una nariz importante, de pensador. Segundo: que lo que a Thurman le atrajo del pensador fue su interés en la corrupción, su relación ambigua con la fetidez, y su estilo, que aunque nunca la convenció de la existencia de Dios, es "prueba evidente de que una obra de literatura puede ser una forma de redención.".

ASUNTOS DIVERSOS. El libro de Thurman es la recopilación de veintiséis ensayos publicados durante veintidós años, principalmente en The New Yorker, en un ámbito de relativa libertad creativa. Los editores le sugerían temas, que ella podía rechazar o replantear, y a la vez sugería ideas originales: "Flaubert, un desfile de modelos, pornografía y peinados, kimonos y bulimia; todos tienen al menos un rasgo en común: oponen una tenaz resistencia a mis suposiciones como lega en la materia que intenta hacerles justicia".

Los ensayos, es verdad, tratan sobre temas y personajes diversos, y se puede palpar el gusto y el interés que Thurman tiene por ellos, el tiempo que le llevó pensarlos. Caben, definitivamente, dentro del género del periodismo literario. Algunos hasta podrían ser llamados reportajes. Siempre hay una figura central. El autor de Balenciaga, Cocó Chanel, un pintor de kimonos, André Malraux, una bulímica que hace arte de su enfermedad, Catherine M., Madame Pompadour. Se trata de íconos, de gente "que se ha creado a sí misma".

Thurman busca justamente captar en qué medida la autoestima de dichos sujetos los impulsó a emprender sus obras, a hablar de tal o cual modo, a inventarse un guardarropas, a situarse en sociedad mediante la invención de un estilo.

Judith Thurman ganó en 1983 el National Book Award por la biografía de Isak Dinesen, que luego fue volcada al cine por Sidney Pollack con el título Memorias de África. Escribió una también laureada biografía de Colette, y es evidente que se siente a sus anchas en lo que hace. Le gusta la cultura, la moda, la vanidad, las mujeres fugitivas y sus muchos modos de huir.

La primera de esas mujeres perdidas es su propia madre. A ella le dedica el corazón del prólogo, al que hace valer como pieza literaria. Luego vendrán Ana Frank, Leni Riefenstahl, Jackie Kennedy, Charlotte Brönte, Yasmina Reza. Todas y cada una huyendo, para bien o para mal, de la vida que podrían haber tenido para vivir la que jamás habrían podido.

Cuando Thurman suma experiencias suyas para darle otra dimensión a lo narrado, el texto se enriquece, y aquí reside en buena medida su arte, en cómo hacer para que lo personal no absorba o contamine todo lo demás. No ocurre lo mismo cuando la autora expone sus razonamientos. Si bien muchas veces acierta, muchas veces también sus reflexiones aparecen demasiado oscuras. Hablando de una exposición retrospectiva de la ropa de Balenciaga, Thurman escribe: "Es imposible descubrir la vida secreta encerrada en sus creaciones en un simple desfile de modas, una fotografía o una retrospectiva. Hay que examinar a fondo sus prendas. Si ningún prêt-à-porter se les parece siquiera, no es porque una máquina no pueda hacer puntadas perfectas. La diferencia es que una máquina no padece el terror al fracaso y a la vulnerabilidad inherente al virtuosismo. La moda se aprovecha del mismo miedo cuando intenta persuadir a las mujeres crédulas de que un vestido puede volverlas tan encantadoras como a las adolescentes inhumanamente perfectas que lo llevan." La comprensión sufre y se vuelve difícil porque el tono general de Thurman es más directo.

vocación de biógrafa. Cada ensayo está lleno de información, de datos increíbles, de anécdotas. Thurman conversa directamente con varios involucrados, especialmente con la Kennedy, con quien se da el lujo de sentarse a fumar y tomar café. Con los que ya están muertos, se las arregla para conversar por otros medios, interpretando, opinando, imaginando en un estilo leve que guía al lector por atmósferas coloridas y deja la sensación de estar siempre ahondando en algo.

La autora tiene una obvia vocación de biógrafa. Su ambición radica en extraer la verdad irreductible de un tema espinoso y seguir el proceso de individuación de sus personajes hasta que éste acaba. Su obsesión es la misma que la de sus personajes: no dejar de devenir, no dejar de llegar a ser quien se es. En el final del prólogo, Thurman resume todo esto de modo brillante. Cuenta que a los 8 años empezó a escribir poemas. La madre, Alice, los pasaba en limpio y los guardaba en una carpeta de anillos. En un momento, inexplicablemente, Alice empezó a intercalar poemas de su propia factura, en los que imitaba el lenguaje de Judith, tal vez para darle ánimo de que podía escribir cosas bellas. Alice había sido gorda de chica y muy lectora. Promediando la adolescencia se "desprendió de su capullo de carne y surgió como una jovencita de bonita figura." Luego de graduarse en Hunter trabajó como especialista en moda en Condé Nast, cosa que implicaba ir a menudo al teatro y a la ópera, para tomar notas de las últimas tendencias. Luego llegó la Depresión y Alice acabó como profesora de inglés y latín en el South Bronx. Volvió a comer, a fumar y a leer y empezó a vestir andrajosamente. Era una lingüista rigurosa. Le gustaba decir que había puntuado todo el soliloquio de Molly Bloom. No es difícil imaginar qué hacía con las redacciones escolares de Judith.

La primera vez que Judith recibió unas galeradas corregidas por la jefa de correctores de The New Yorker, pensó en su madre. Cada centímetro de los márgenes estaba cubierto de jeroglíficos. Desde aquel momento, la escritura para Thurman se ha convertido en una versión humilde de la apuesta de Pascal: "¿puedo o no puedo, mediante una proeza de estilo, probar mi existencia a los escépticos inteligentes, ninguno de los cuales es más escéptico que yo? Pero también escribo para descubrir la naturaleza de mi afinidad con un sujeto esquivo que rara vez era real para sí mismo."

LA NARIZ DE CLEOPATRA, de Judith Thurman. Duomo ediciones, 2010. Barcelona, 402 págs. Distribuye Océano.

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