Una bomba narrativa

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Mercedes Estramil

HASTA NO HACE mucho, era un lugar común de los informativos mencionar los "disturbios" en Belfast y otras localidades de Irlanda del Norte. Esas comillas encerraban un eufemismo muy "irlandés" para dar nombre al cruento panorama de una guerra fratricida de larga data cuyo escenario fue toda la isla, mucho antes de que esta se repartiera entre los 26 condados del Eire, de mayoría católica y antibritánica, y los 6 de Irlanda del Norte, protestantes y unionistas.

De ese lugar geográfico y político habla Disturbios (Troubles, en el original), colosal novela de James Gordon Farrell (Liverpool, 1935-Bantry Bay, 1979) publicada en 1970 y ambientada en 1920. El puente entre ambas fechas es significativo: Farrell instala como telón de fondo de su historia la lucha independentista de Irlanda de comienzos del siglo veinte, pero la escribe en el momento en que se libraba con mayor rudeza -en el corazón católico y antibritánico de la Irlanda del Norte- el interminable epígono a esa lucha. Cada mínimo atentado "terrorista" presente en la novela, así como sus consiguientes represalias, crea una atmósfera que señala el presente de la escritura de J. G. Farrell. No es la misma Irlanda, no son los mismos "disturbios", no es el mismo IRA (Ejército Republicano Irlandés), pero el meollo del asunto -la escisión entre católicos y protestantes, entre independentistas y unionistas respecto al "Imperio Británico"- es el mismo.

Una de las virtudes de Farrell fue llevar al terreno de la cotidianidad y lo concreto la complejidad histórica, sin hacer de ello una novela histórica. Contracara de eso: conviene informarse un poco sobre la historia irlandesa para entender de qué va Disturbios (primera parte de la llamada Trilogía del Imperio, que continuó con El sitio de Krishnapur en 1973 y La defensa de Singapur en 1978, un año antes de que Farrell muriera arrastrado por una ola mientras pescaba en la Bahía irlandesa de Bantry).

LOS PROBLEMAS. En los orígenes de la denominación Irlanda (del irlandés antiguo Ériu, más el germánico land) parecía estar alojado el concepto de fertilidad. Por lo menos en conflictos, hay que reconocer su pertinencia.

En un recuento superficial, el verdor de la isla estuvo sometido a la colonización celta, a la cristianización efectuada por el arzobispo escocés San Patricio, a la dominación vikinga, a ocho siglos de dominio inglés, y finalmente a la Independencia, condición tan complicada como las anteriores. A comienzos del siglo XX, Irlanda aún pertenecía al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, si bien como la patria pobre, el patio de atrás o el hijo con problemas. De hecho, un fuerte sentimiento de unión nacionalista había exacerbado y a la vez trancado los constantes procesos de anglificación. La Primera Guerra Mundial profundizó la brecha cuando se suspendió un leve permiso de autonomía de la Corona respecto a Irlanda y cuando el gobierno británico amenazó con el reclutamiento obligatorio. Fue así que en abril de 1916, coincidiendo con las Pascuas, un puñado de irlandeses atacó una serie de oficinas públicas en Dublín.

El llamado Alzamiento de Pascua tuvo por epílogo el escarnio público y fusilamiento de los principales insurgentes, pero creó en la población un sentimiento de simpatía mayor hacia la causa irlandesa. Los rebeldes sobrevivientes se infiltraron en el Sinn Féin (inicialmente un Partido monárquico nacionalista, que luego derivó hacia una izquierda republicana), arrasando en las elecciones generales de 1918. Sin embargo, renuentes a asistir al Palacio de Westminster, los diputados electos se reunieron en Dublín para autoproclamar en enero de 1919 la independencia de Irlanda. Era como tomar al toro por las astas, y para que no quedaran dudas un recién nacido Ejército Republicano Irlandés (IRA, en el que pretendieron reconocerse todos los "IRA" posteriores, que no son pocos) le declaró la guerra a la Policía irlandesa, al ejército británico, y a un grupo paramilitar conocido como Black and Tans. En 1921 se negoció un Tratado Anglo-irlandés que llevó a declarar el Estado Libre de Irlanda, con excepción de Irlanda del Norte, que optó por la sujeción al Reino Unido. Para una parte del Sinn Féin la injerencia británica seguía presente e iniciaron para perderla la breve Guerra Civil Irlandesa, una vuelta de tuerca más a las hostilidades.

La versión cruda de esos acontecimientos no la da Farrell (puede verse, en todo caso, en la cortante guerra sucia que describe Ken Loach en su film El viento que acaricia el prado, 2006), que frena su relato hacia 1921, a las puertas de esas instancias decisivas, mirando la historia como si fuera un cuento contado mucho después, en una noche de invierno frente al fuego. Quizá por eso todo lo urgente y traumático de su asunto aparece como acunado entre algodones, licuado por un humor corrosivo y comprensivo a la vez.

NADA PERDURA. Disturbios es, por otra parte, una historia sentimental que evita el sentimentalismo. El comandante inglés Brendan Archer, aquejado de neurosis de guerra, viaja al remoto pueblito de Kilnalough, al sur de Irlanda, para retomar el romance que sostiene con la joven Ángela Spencer, relación que comenzó tres años antes con un único beso, y sobrevivió en una anodina correspondencia. Sobre esa base endeble (que bastaría para una novela romántica decimonónica) Archer edifica un futuro instalándose en el decadente hotel Majestic, propiedad del unionista Edward Spencer, padre de Ángela. Además de un contingente de viejas damas renuentes a pagar su estadía, el Majestic aloja a los demás hijos de Spencer (el inútil Ripon, enamorado de una chica católica, y las insoportables gemelas Faith y Charity), a un siniestro tutor, a un no menos siniestro sirviente, a varias camadas de gatos indecisos entre la domesticidad y la barbarie, y a un sinnúmero de visitantes de los que sobresalen la medio tullida Sarah Devlin y el cascarrabias doctor Ryan, católicos y antibritánicos. Para Archer, que viene de la Primera Guerra Mundial y cuya perspectiva ilumina y oscurece a la vez la novela, el Majestic es al comienzo tan irreal como una ficción, un universo delirante que para él se resume en el término "irlandés", del que parece sencillo apartarse pero que termina atrapándolo, menos con el imán de sus sucesivas historias (casi) amorosas que con el carácter físico del lugar.

Esa majestuosidad ruinosa del hotel es el pilar real y simbólico de la novela, que termina con su anunciado derrumbe. Disturbios es el Majestic tanto como La montaña Mágica era el sanatorio para tuberculosos o El Gatopardo era la mansión del príncipe de Salina. En la descripción de su estructura laberíntica, sus habitaciones clausuradas (incluyendo el exquisito detalle de la habitación blanca donde Archer cumple sus fantasías solitarias), el patio invadido por enredaderas, los pisos altos colonizados por gatos y la pista de squash por cerdos, Farrell pinta la agonía y animalidad de una época.

Cerrado el libro las piezas lentamente encajan: los recortes de prensa sobre disturbios en otras zonas del mundo; las alusiones a personajes reales de la historia irlandesa; la locura que campea por el Majestic (soberbia en el episodio de fusilamiento de los gatos, en las denodadas partidas de whist, en una cena con revólveres, etc.). Todo ensamblado con la escritura envolvente y divertida de Farrell, hábil enmascarador de una bomba narrativa cuyo impacto podría resumirse en la letanía del viejo doctor Ryan: "La gente es insustancial. No dura nada".

DISTURBIOS, de J.G. Farrell. Acantilado, 2011. Barcelona, 537 págs. Distribuye Gussi.

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