Una poética de la intemperie

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Carlos Ma. Domínguez

LA OBRA REUNIDA de Anderssen Banchero recupera la voz de un escritor valioso. Durante años lo publicó Heber Raviolo en Banda Oriental. Ahora sus libros llegan recogidos en tres tomos por el sello Irrupciones, prologados por Elvio E. Gandolfo, Mercedes Estramil y Raviolo, en un nuevo intento por llamar la atención de los lectores.

DESMENTIR LA FELICIDAD. Banchero debe su nombre a un ajedrecista que entusiasmó a su padre, y sólo lo usó para firmar sus libros. Frente a su familia y amigos se hacía llamar Juan, Pepe, Fian, Steek (ver El País Cultural, Nº 12). Nació en un hogar modesto de Montevideo en 1925, murió en 1987, y transitó por varios oficios antes de trabajar en el Banco de Seguros del Estado. Se vinculó al grupo de la revista Asir, fue amigo de Líber Falco, de Domingo Bordoli, Heber Raviolo, Eduardo Galeano, Hugo Cores, Enrique Estrázulas. Poco afecto a la vida literaria, se reconoció en los suburbios de Montevideo, algunos antiguos, como los barrios de Atahualpa y el Reducto, donde vivió su niñez y adolescencia, y otros por hacerse, como la Ciudad de la Costa, donde pasó sus últimos años.

Sus cuentos frecuentan el mundo de las pensiones, las calles modestas, los márgenes de la pobreza, los bares. No hay, sin embargo, sociologismo en la obra de Banchero, ninguna exploración de realidades ajenas a las que vivió. Sus ficciones pueden leerse en la clave autobiográfica de un escritor que se convirtió en su propio personaje. Su desprecio por el sentimentalismo dibuja la melancolía de una obra que reúne alrededor de una docena de cuentos magistrales, una notable novela como Las orillas del mundo, relato vital y luminoso de los días de su niñez, y muchos hallazgos narrativos.

Es fácil confundir los temas del escritor con los ambientes canallas, pero detrás de la corrupción de sus personajes, del lento embrutecimiento, del deterioro de las esperanzas, puede oírse la educación amorosa, la rebeldía, la sensibilidad y el sarcasmo de una poética de la intemperie. No es una literatura de entretenimiento, porque Banchero no distrae de nada. Encontró la autenticidad en las señas del deterioro, en la crudeza del invierno, las lluvias, la precariedad, y leerlo provoca tristeza. Eso no es fácil de agradecer y explica, en parte, las dificultades que halló la difusión de su obra. Es necesario tolerar esa tristeza y reconocerse un tanto en ella para apreciar al excelente retratista, capaz de dar en pocas líneas la silueta y la espesura: "Era un hombrecito menudo, con unos tremendos bigotes negros, y aquellos ojos muy abiertos, como asombrados. Sobrenadaba el mareo que le producía el vino, mirando a aquel viejo que dormitaba en un rincón. Aquella figura descolorida, ruinosa en la luz amarillenta, superpuesta al marco negro de la noche en la ventana" ("Por nada del mundo"). Cuando al viejo lo trompean y le sangra la boca, cuando lloriquea en la puerta del bar y grita: "¡Manga de guachos!", el lector puede creer que Banchero dio con un grito de la soledad.

Sus descripciones tienen el empaste de la pintura de Alfredo De Simone, o de Barradas, como señala Gandolfo en uno de los prólogos. "Mirando la perspectiva de la calle en la ventana del bar solitario, había estado buscando algún antiguo estado de ánimo, había esperado el mugido de las sirenas de las fábricas en el atardecer tratando de convencerme de que la felicidad consiste en que no cambien las cosas entre las que alguna vez fuimos felices, sabiendo que la felicidad no existe o que, en todo caso, no radica en las cosas" ("Retrato").

Esta vibración que superpone a la imagen de la felicidad, su desmentido, como una capa de óleo sobre otra, la halló el crítico Hugo Verani en la obra de Onetti y la adjudicó a la influencia de Torres García en el escenario montevideano de los años cincuenta. Es un préstamo de la pintura que resalta con mayor nitidez ahora, cuando su influjo dio paso a la hegemonía del cine, y lo que se vuelve más notorio es un efecto acumulativo, residual, que impregna la mayoría de los relatos de Banchero y a menudo se impone sobre los argumentos para destacar una atmósfera, la imagen de un foco en la lluvia, la violenta melancolía de una calle mirada desde la ventana de una oficina o una pensión.

El mundo luminoso de Banchero es el de su niñez y Las orillas del mundo lo cuenta con esplendor. "Era domingo, un día luminoso porque en mi niñez nunca llovió en ningún domingo, ni dejó de salir el sol". Allí está el barrio Atahualpa con sus personajes, los vecinos, la vida montevideana en los años treinta y cuarenta, retratada por los ojos de un niño que se asoma al mundo con una devoradora curiosidad por cuanto lo rodea. Nunca hay folklore ni pintoresquismo en Banchero, atraviesa muchos tópicos de la literatura urbana con la autenticidad de una mirada propia que se reconoce en su picardía y sus torpezas, en la fascinación y la inocencia a la hora de descubrir personajes y situaciones inquietantes, como el descubrimiento de la complicidad con el padre, del cine, de la academia de boxeo, del deseo sexual, los apuros de la hombría y las primeros obstáculos que anuncian un mundo peligroso.

FUERTE Y AMARGA. En sus páginas asoma un espíritu que evoca a Jack London por su rebeldía y la exaltación de sus equívocos. Allí narra su encuentro con Líber Falco, que entonces atendía una modesta panadería, y la necesidad de forjarse un destino en una realidad que detrás de una inundación del Pantanoso se vuelve cada vez más implacable. Crecer, para Banchero, como para una generación de escritores que lo reflejaron en sus textos, significó corromper la alegría en las astucias del mundo adulto, el entusiasmo en el tedio, la ingenuidad del amor, en sus trampas más deshonrosas. La experiencia vital se prolonga en la segunda novela, Los regresos (deriva de un texto inédito titulado Territorio en calma), donde asoma el desencanto y la aceptación de la ruindad como destino, amplificado por la presencia ominosa de la dictadura, también retratada en el cuento "Ojos en la noche".

El mundo de Banchero es doliente, pero no quejoso, y mucho menos apagado. Despliega caudalosos contrastes, violencias contenidas, percepciones muy precisas del paisaje urbano y moral de los montevideanos. Cuando la historia corta grueso, siempre hay matices delicados que derivan a un denso lirismo. En la mayoría de sus historias las mujeres son criaturas ambiguas y riesgosas, caracterizadas por la seducción y la opacidad, en cierto modo veladas por su amenaza de engendrar de un hombre u otro, típica preocupación masculina de los años cuarenta. Los hombres reflejan todas las formas de la simpleza, desde las obligaciones laborales al aturdimiento, aunque cada tanto asoman personajes delirantes, capaces de encarnar gestos de fraternidad y secreta ternura.

La literatura de Banchero es una bebida fuerte y amarga. Tiene un brillo interior complejo, porque sus personajes a menudo asumen una condición canalla que les resulta penosa, por momentos parece que se denunciaran a sí mismos en la obligación de vivir sin esperanza y aceptaran la denigración moral, más que como fatalidad, como rebelión frente a las convenciones sociales más triviales y sonsas, a conciencia de que se trata de un camino sin salida.

El segundo tomo de cuentos es más parejo que el primero, la prosa se afianza, los recursos se vuelven más eficaces y consolidan una respiración y un tono que han quedado asociados a la prosa de Onetti, pero a la luz de los libros de Banchero, que no lo imita, pueden verse de otro modo: es una manera de cortar la blanda estructura del idioma, blanda y sin hueso, dijo alguna vez Borges, para concentrar el fraseo en una deriva menos previsible, de giros rápidos y filosos, sin zonas muertas. "Están siempre allí, en el fondo del bar, en el fondo de todas las cosas pareciera, magros, enjutos y encogidos como esos pajarracos de la costa que uno -estúpidamente- imagina que se deben morir de frío en el viento del mar" ("Temporal"). La frase junta un plano del bar, lo convierte en un símbolo absoluto, y describe a los parroquianos con una metáfora que lleva la secuencia a la intemperie del mar. No necesita más que unas comas para reducir la sintaxis al nervio y al hueso de lo que quiere decir, con la modulación arrastrada de ese subjuntivo pospuesto, "pareciera", y el adverbio entre guiones, que enlaza un juicio del narrador sobre sí mismo con la imagen que describe. Es un tono orillero que avanza por los perfiles del idioma y distingue al Río de la Plata de los excesos melódicos del español peninsular y la frondosidad caribeña, tomado del habla popular con un laborioso pulido literario.

TREINTA Y TRES METROS. Las virtudes de Banchero conviven con sus abusos, de la tristeza, de la sordidez, y con lo que podría llamarse, a falta de una definición precisa, "el mal de la literatura uruguaya". Comparte con Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Héctor Galmés, Mario Levrero, Marosa di Giorgio, Armonía Somers, entre otros, una prescindencia que también es una decisión estética menos frecuente del lado argentino. Acaso porque en la cultura argentina nadie se percibe atrapado en un pozo, como suele ocurrirle a la mayoría de los artistas en este país. Desde 1939 la imagen es onettiana, pero Onetti sólo dio con la metáfora de un secreto a voces, anticipado por la geografía y cavado en la cultura. Hay un pozo de treinta y tres metros de profundidad entre Brasil y Argentina, y una disyuntiva de hierro: intentar alcanzar el cielo que promete el brocal, o lanzarse al fondo. En el caso, una ambición nihilista, un desaliento lleno de energía, insano, nada glamoroso, muchas veces ni siquiera presentable, impregnado de creatividad y cargado de ideas.

Más allá de los circunstanciales intentos de difusión, el desprecio de los grandes públicos por las obras de estos escritores, más prestigiosos que frecuentados, coincide con un desprecio esencial de sus obras por los grandes públicos. Sumergirse en la soledad, la impiedad o el feísmo, la saturación y extravagancia de una aventura estética libre de compromisos y presiones, por otra parte, inexistentes, afianzó una opción que dio logros literarios valiosos y casi secretos. Hasta el momento en que otras miradas vinieron a recogerlos, como ha sido notorio en el caso de Hernández, Onetti y en los últimos años, Levrero. Es, quizá, una actitud intelectual nacida del desamparo institucional, de la ausencia de un mercado de lectores capaz de sostener la profesión, y de ámbitos consagratorios. Un estímulo por defecto, una libertad legitimada por su irrelevancia social y económica, que no alcanza a explicar pero acaso hizo viable el tejido de la imaginación alrededor de mundos abyectos o revulsivos, delicados bordados perceptivos de las formas de la decadencia y ciertas búsquedas de la belleza por la eficacia de lo tremendo.

Cuando en 1966 Ángel Rama calificó de raros a los escritores uruguayos integrados en una antología, convirtió en categoría un síntoma de la producción literaria nacional definido por sus inclinaciones más o menos surrealistas o fantásticas, pero raras o no, muchas obras como la de Banchero han encontrado su autenticidad en el fondo del pozo, que también ha sido un modo de conversar con los grandes silencios del Uruguay.

Puede resultar paradójico que la literatura haya encontrado un campo fértil, pleno de estímulos a la creación, en las distintas formas de fracasar, en las señales del deterioro y la concepción del tiempo como una derrota, pero se trata de un espejo privilegiado de la sensibilidad frente a la experiencia del país en el siglo XX. Naturalmente, ninguna mística garantiza el valor estético, porque los resultados siempre dependieron del talento de cada escritor para llevar su trabajo adelante, pero el regreso del realismo duro de Anderssen Banchero, que desde hace años se dibuja y desdibuja como un fantasma, vuelve a poner en juego esta tensión entre una porción nada despreciable de la literatura uruguaya y sus lectores.

CUENTOS COMPLETOS (Tomos 1 y 2), LAS ORILLAS DEL MUNDO, LOS REGRESOS, de Anderssen Banchero. Irrupciones Grupo Editor, 2011. Montevideo. 172, 183 y 231 págs. Distribuye F. Levy Libros.

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