LEONEL GARCÍA
El frío me golpea la cara. Estoy afuera. Un insulto que se acerca hacia mí me pone en guardia. "...Lo voy a cagar a piñas a ese guacho...". Me quedo quieto, a la expectativa. Se aleja.
-Es un muchacho hablando por celular a los gritos.
Lourdes Honorio, instructora de Orientación y Movilidad para personas con discapacidad visual, mi guía y ojos -y salvoconducto para mantenerme de una pieza- durante la tarde, es la que aclara. Alentador. Son las 12.55, no hace cinco minutos que estoy completamente ciego y la calle ya me muestra su hostilidad.
Tengo antiparras puestas. De lejos, parecen un vendaje. Son las que en la Unión Nacional de Ciegos del Uruguay (UNCU) suelen darle a familiares de invidentes para que se sensibilicen sobre lo que tienen que vivir en este país casi cuatro mil personas, todo el día, todos los días. Como nunca desde antes de nacer, mi ombligo es el centro del mundo: ahí "anclo" el bastón para tantear el piso, tac, tac, movimiento constante de muñeca, de derecha a izquierda, cubriendo el ancho de mi cuerpo. El tac-tac me da el okey para el siguiente paso.
Silvia Perini, directora del Centro de Rehabilitación Tiburcio Cachón, dice que lo primero que busca aprender una persona que quedó ciega es andar sola por la ciudad; lo segundo, poder comer por las suyas. Intento hacer algo parecido. Arranco por Mercedes desde la sede de UNCU, doblo por Ejido rumbo a Uruguay. Y la calle se empeña en mostrarme sus garras. Garras que no puedo ver.
Me parece que los autos me pasan a centímetros, a mi derecha. "Gira a tu izquierda: estás yendo hacia la calle". Corrijo: los autos me están pasando a centímetros. Hace frío, pero empiezo a sudar. Tac, tac, ¡tuc! El bastón me queda trabado. Esto ocurrirá, digamos, unas 300 veces en la tarde, gracias a baldosas flojas, rotas, agujereadas, a la cartelería o a las raíces de los árboles. Mi impericia también juega. "Igual, las calles son un desastre", dice Lourdes.
Tac, tac, ¡tac! Obstáculo a la izquierda: un vendedor callejero. "Suave, hay poco espacio". Mi guía usa la palabra "suave"; otras más fuertes, como "¡cuidado!", podrían asustar. "Lo peor que le puede pasar a un ciego que está aprendiendo a caminar es que se caiga y le agarre terror". Tomo Uruguay, después Yaguarón. Ella solo me agarra (o me pide que la tome del brazo) cuando parezco empecinado en incrustarme contra algo, o contra alguien.
no miran. Este es un mundo eminentemente visual. El 83% de la información que le llega al cerebro entra por los ojos, dice Antonia Irazábal, presidenta de la Fundación Braille. Demoro en entender que si siento más sol y viento en la cara, y más tránsito, es porque llegué a una esquina. De no ser por Lourdes, más de una vez hubiera seguido expreso para la calle. No hay caso, no logro reconocer el cordón. No ayudan las rampas en las esquinas, muy útiles para las sillas de ruedas pero peligrosas para los ciegos. A todo esto, ¡cuántas rampas hay en el Centro!
-¿No te dabas cuenta? Es típico. Es que la gente no mira.
Para un ciego las indicaciones son claras: derecha o izquierda, adelante o atrás, nada de "acá" o "allá", las puertas siempre abiertas o cerradas, las sillas bien contra la mesa. Pero ahora estoy en la calle y las claves son otras: no dar un paso para atrás ni para el costado; se gira y se tantea con el bastón. Pierdo la noción del tiempo. ¿Ya son las 13.30?
Llego a 18 de Julio. La memoria aún me ayuda. El ruido y el olor a garrapiñada también.
-Ahora vas a ver lo que es bueno.
"Ver", que ironía.
Se me sigue trancando el bastón. Siento bocinazos, frenadas y arranques. Siento roces, empujones y (pocas) disculpas. Siento olor a porro. Intimida mucho estar en medio de una coctelera de barullo y gente. Aterra ser tan vulnerable. Avergüenza ser tan torpe. Choco contra una parada, un kiosco y una cabina telefónica. Una joven (creo, por la voz) se ofrece a cruzarme, pero sin tomarme del brazo ni más indicación que un "dale ahora". Otra mujer, que según Lourdes estaba mirando vidrieras con su marido, se choca conmigo. No me dice nada. No es mi culpa. Al menos eso dice mi guía.
-Es la gente la que tiene que mirar. Y no lo hace. Tú no puedes.
Siento una carcajada... ¿a mi derecha? ¿A mi izquierda? Escucho una sirena y quedo paralizado. Sigo. Estoy perdiendo la referencia espacial. Es normal. Ahora, ¿crucé Vázquez, Tacuarembó o Carlos Roxlo?
Subir y bajar una escalera mecánica, la del Banco República de Plaza de los Bomberos, me causa cosquillas en el estómago. Es como volver a la infancia. También me provoca una sensación de culpa. Lo que hago no es más que una experiencia que durará un rato. Para otros, éste es un paso indispensable para recobrar parte de la libertad perdida.
Lourdes -rochense notoria en su hablar, abuela joven, maestra especial, paciencia de oro- estuvo tres meses, de 8.00 a 18.00, con los ojos vendados. Eso fue hace once años en el Cachón, durante el curso de instructora. "Hay que saber qué sienten los ciegos: una enorme sensación de impotencia y soledad. Al principio fue terrible". Recién cuando la persona elabora el duelo de haber perdido la vista -algo que puede durar años- es capaz de aprender a moverse y, desde ahí, vencer el prejuicio de sentirse diferente, inferior.
Desde esa plaza, tomamos un ómnibus a la Ciudad Vieja. La espera en la parada fue mínima, pero me pareció eterna. Sentado, de nuevo apelo a la memoria para saber cuándo bajarme. Me suena el celular dos veces, recién a la segunda logro atender. Me pone nervioso no ver quién es. Mi editora. "Después te llamo". Llama mi mujer. Lo sé porque el tono de timbre para ella es Sultans of Swing de Dire Straits. Breve saludo y corto. ¿Resultado? Me perdí. ¿Cómo que pasamos la Plaza Cagancha?
El ómnibus se detiene lejos de la parada, por calle Juncal. Un amigazo el chofer del 106. "Pasa seguido", dice Lourdes. Yo ahora voy de su brazo, ella un paso delante, por el "tiempo de reacción". En la Peatonal Sarandí me sumerjo en un mundo de sensaciones: bocinas lejanas, olor a incienso y a porro, la radio de un comercio, un flautista, un guitarrista, un tipo que estampa tremendo escupitajo en la calle... Hora de almorzar.
El restaurante, sobre Peatonal Sarandí, es muy agradable. O, al menos, eso opina Lourdes. Predomina la madera: oscura en las mesas, clara en el piso. Hay plantas, cuadros y un muro de piedra a la vista. Yo solo percibo el murmullo de la gente y el tintineo de los utensilios.
-¿Cuántos árboles hay en tu cuadra?
-... Ehh... No hay ninguno.
-Te demoraste en contestar, qué poco miras...
"Miras" y no "mirás". Lourdes es bien rochense. Y yo no soy tan distinto a cualquier transeúnte que mira sin ver por 18 de Julio.
drama. Tenía miedo en la calle. Ahora tengo terror a hacer papelones en la mesa. El plato está enfrente mío; la copa de agua, más adelante; la panera, a mi derecha; la servilleta, a mi izquierda. ¿Qué enemigo me sugirió pedir lasagna? Insisto en cortarla desde el medio y en no pinchar absolutamente nada con el tenedor; por lo menos, al segundo o tercer intento no le erro a la boca. Espero escuchar risas al costado. No pasa nada. La solución pasa por notar la diferencia de peso entre el tenedor vacío y con comida, como si fuera una cuchara. Ahora sí, como.
Brindo con agua sin problemas. No encuentro la comida en el plato. Debo hallar el borde de la lasagna, trozarla y llevarla hacia el medio. Me siento como de seis años. ¿Dónde quedó la servilleta? Siempre debía dejarla en la izquierda. Ahora me siento como uno de dos... Imaginarme cómo sería cocinar (¡freír!) así, ya... no, no me lo puedo imaginar.
-Donde vives, ¿cómo estaba el cielo hoy, cuando te levantaste?
-... (Me río)... Despejado, creo.
- "Creo"...
A Lourdes, un antiguo alumno, Federico, de nueve años, le reprochó que no le respondiera esa pregunta al toque. "No te perdono que teniendo dos ojos sanos no mires todos los días el cielo", dice que le dijo. Quedar ciego, por enfermedad o accidente, es terrible; pero nacer así es un drama que llega a toda la familia. "Hay que educar también a los padres -dice mi guía. Es un shock. Tú a tu bebé le sonríes y él sonríe, le rezongas y le pones mala cara y reacciona. El estímulo visual es el más importante en el primer año. Hay retroalimentación, el bebé imita. Acá no. Por eso, hay madres que no le hablan a sus hijos ciegos, y estos a veces adquieren, sin serlo, características de autista. Hace falta mucha paciencia, contacto y estimulación, llevarlo a un lugar especial, enseñarle a sonreír. Es muy difícil".
volver. El bullicio va disminuyendo, el restaurante se va quedando vacío. Siguiente parada: la rambla cercana. Se escucha el oleaje, hoy no hay olor a salobre. Noto la suavidad y frescura del pasto. Es un momento agradable. Hay hamacas, a las que nunca antes había prestado atención. Tanteo una y me subo. De nuevo, las cosquillas en el estómago; de nuevo, soy niño; de nuevo, me siento culpable. Por suerte no hay perros; si la mala fortuna me cruzara con un can frecuentemente apaleado, mi bastón (tac, tac, tac) me trasformaría de manera inmediata en su enemigo.
Regreso por 18. "Averigua el camino. Yo estoy cerca", Lourdes dixit. De nuevo pechar y ser pechado por la gente. "Uy, disculpá". En un momento el bastón nota obstáculos por todos lados. Surge un tipo de la nada: "¿Lo cruzo? ¿Adónde va?" Siento su brazo ayudándome. "Siga derecho y llega a Plaza Cagancha", dice la amable voz. Muevo el bastón, obstáculos por todos lados. Lourdes, ¿dónde estás? Sacarme la venda al grito de "milagro" está descartado. Siento que el corazón me late a mil. Opto por la decisión más corajuda: quedarme quieto.
Mi guía -que permaneció siempre a un par de metros- se acerca divertida: "Un hombre te cruzó con la roja, deteniendo los autos, por 18 de Julio y Paraguay, con la roja". En otro "experimento" parecido, una muchacha, seguramente alarmada por verme en pleno concierto de diagonales -y yo que ya creía dominar el bastón- me acompaña hasta la esquina con Cuareim. Tranquilizador. Al menos la gente solidaria no está extinta. Pero no es la única.
-Estás agarrando mal el bastón- es una voz gruesa de hombre, a mi izquierda, una cabeza (o algo así) arriba mío.
-No señor, está equivocado. Yo soy instructora. Lo está agarrando bien. Gracias- interviene Lourdes.
-... (Yo).
La voz se aleja. "Tenía pinta de ladrón. Hacía un ratito que se te estaba acercando. Y ya estaba a tu lado". Yo ni me había enterado. Además de los perros, los pungas son el otro gran peligro callejero para los ciegos.
Vuelvo al lugar de partida. Me abren la oficina de la dirección. Bajan la luz. Tengo que readaptarme de a poco a lo "normal". Me quito las antiparras. Miro a Lourdes, que sonríe. Miro a Noelia Baillo, secretaria de UNCU y ciega desde hace tres años, y a su pareja Sebastián Romero, ciego de nacimiento. También sonríen. Miro mi celular: son las 17.19, hay siete mensajes de texto sin leer y la foto de mi hija de trece meses como protector de pantalla. Ella también está sonriendo, mirándome fijo con sus ojazos enormes, haciendo que habla con un teléfono de juguete.
Y no puedo evitar ponerme a llorar.