TOMER URWICZ
Recaudé 87 pesos durante poco más de tres horas en las que intenté no ser yo. El lunes pasado, después de la tormenta, busqué ser una más de las 1.244 personas que viven en la calle en Uruguay. Me ignoraron, despreciaron e insultaron. Me dieron comida y una charla. Me echaron, me aseguraron un trabajo y hasta me ofrecieron droga.
De arranque sabía que en esa jornada no iba a ser un mendigo. Por más que no quisiera, mi vagar por las calles montevideanas estaba influenciado por una cultura, una forma de ser y la energía que me había aportado un nutritivo desayuno.
Once y cuarto de la mañana era el momento de salir. Lo hice a la deriva desde Zelmar Michelini y Soriano. Me prometí no mirar la hora y cada minuto pareció eterno. Por más que el día estaba soleado no disfruté del calor de los rayos del sol ni del estar sentado "sin hacer nada".
En la primera parte del recorrido fui hacia la Plaza del Entrevero. Caminaba lento, me acercaba a la gente que pasaba a mi lado y les pedía "una monedita". Fue el momento que más recaudé. Solo en ese lapso (que luego calculé que habrá durado una hora) junté 54 pesos. También dos galletitas de frutilla que recibí cuando pedí dinero a un joven de unos 20 años, que justo abría el paquete.
En la plaza, otro hombre (rondaba los 45 años), bien vestido y sentado en uno de esos bancos verdes que dan hacia la fuente central, me invitó a acompañarlo.
Lancé mi pregunta: "¿Algo pa´comer?". Respondió que no con su cabeza y me dijo: "¡Pará un poquito!". Del bolsillo derecho de su campera gris sacó una tijerita doblada como navaja. Confieso que me asusté pensando que quería cortarme. La mano que tenía libre la introdujo en el bolsillo izquierdo y sacó un sobre, lo abrió con cuidado y cortó un pedacito de cartón que guardaba dentro. Me lo ofreció y dijo que si me lo ponía debajo de la lengua podía "volar". Era un cartón. ¿LSD? Le agradecí y le contesté que no me hacía falta.
No fue lo único que me ofrecieron aunque yo solo pedía dinero. Una joven de lentes, a quien anteriormente le pedí una moneda y se negó, me invitó más tarde a sentarme junto a ella en la entrada de un edificio en 18 de Julio y Julio Herrera. Me quería regalar un "pucho" y otra vez me negué. Parecería que la gente "común" piensa que todos los indigentes fuman y se drogan. A pesar de esto me agradó que la muchacha me invitase a charlar.
Dijo que me encontraba cara parecida a un amigo del liceo. Yo no la conocía. De todos modos, para no revelar mi verdadera identidad, inventé que nunca entré a un liceo y que de "chico hui de casa en busca de libertad".
Una señora que quiso entrar al edificio donde estábamos sentados me sirvió de excusa para levantarme e irme sin rendir más explicaciones.
A otros transeúntes sí los reconocí y, de hecho, me crucé con dos colegas caminando por la calle. Les pedí dinero. Ninguno reparó en mí, quizás porque no atinaron a mirarme. Como tampoco lo hizo la mayoría de las personas que pasaron a mi lado.
Yo era uno más en el paisaje de 18 de Julio. Por momentos sentado en la puerta de un supermercado, por momentos acercándome a un tacho de basura y por momentos simplemente caminando.
Cuando me detenía a mirar una vidriera o a contemplar la nada, uno de los pocos pasatiempos que encontré, la gente se abría para no rozarme. Mi dignidad humana hecha añicos era un estorbo.
Un joven, a quien no le quedó mucho espacio, no tuvo más remedio que tocarme y continuó su marcha limpiándose, como quitándose un mal contagioso.
De los que no me miraban, la mayoría tampoco respondía a mi pedido de limosna. Los que sí accedieron lo hacían a veces con rostros de lástima y miedo. Uno me tiró dos pesos al tarro sin agacharse, mientras yo estaba recostado en la vereda.
Unos cuantos me aclararon que lo debía usar sólo "para comer". Hubo dos personas que me insultaron sin motivo. Una señora de unos 50 años lo hizo en pleno 18 de Julio y de lo que recuerdo señaló: "Salí de aquí, mugriento". Luego, también me destrató un hombre de casi la misma edad que circulaba en bicicleta por la vereda y al verse "entorpecido" por mi paso lento gritó: "Correte, ¿no ves que trancás todo?".
Me cansé de 18 de Julio. Dejé atrás el torbellino de gente y seguí con mi paso lento, producto del calzado mal puesto, hacia el Cordón (donde transcurrió el resto del tiempo). Fui por las calles paralelas.
Por San José el exintendente de Montevideo Mariano Arana me dio siete pesos (ver aparte). Una cuadra después traté de descansar en la puerta de la Jefatura. No llegué a estar ni 20 segundos. Una uniformada me echó diciendo que ahí no podía estar. Le respondí que la calle es pública, pero de mal modo me replicó: "¡Acá es la Jefatura!".
Me fui hacia la iglesia frente al Gaucho. En su origen, el término mendigo refería a aquellas personas que pedían limosna en la puerta de los templos. También me incentivaba la experiencia que hace menos de un mes llevó a cabo el pastor bautista José Martínez Bouchatón, quien, disfrazado de indigente, quiso comprobar la actitud de sus fieles en Fray Bentos. Su iniciativa fue un disparador de esta nota.
En la entrada de la iglesia una señora pedía limosna. Quise hacerle compañía y me rechazó diciendo que no había más espacio. De verdad que ya estaba cansado y me recosté sobre un muro, a pocos metros de ella. Una devota me dio unas monedas que luego se las regalé a la señora. "Usted estaba primero", le comenté y me agradeció con un "que Dios te bendiga".
Al cansancio se le sumó la necesidad de un baño. Intenté entrar en cuatro bares y en todos fracasé porque eran "exclusivos para los clientes". Tampoco me dejaron ingresar en un templo pentecostal. Un guardia me dijo: "En este momento no hay función". Finalmente, pude ir al sanitario público de la Intendencia.
A metros de allí un hombre de bigotes que salía de hacer compras me preguntó por qué no trabajaba. Para seguir con mi discurso le inventé que no podía seguir horarios. Se ofreció a conseguirme un empleo sin esa restricción. Le contesté que sí, dijo que volvería; esperé pero no lo vi más.
"No necesariamente las personas están en la calle por la imposibilidad de conseguir un trabajo fijo", explica el psicólogo social Juan Fernández Romar. "La indigencia también responde a la fragilidad emocional y social de las personas", agrega.
Ya había hecho algo de dinero, ya había comprobado el desprecio de algunos y la bondad de otros. Ahora me faltaba conversar con alguno de "mis pares". La mayoría de ellos tampoco me quiso hablar, quizás notaban que no era uno más. Los escasos vínculos de estas personas y las pocas alianzas que mantienen para sortear el desabrigo de la calle, me quedaron claro cuando les preguntaba dónde dormirían ese día. De las vestimentas de algunos se desprendía un particular olor a alcohol, y aunque hay casos de conductas adictivas, "el consumo se puede explicar como una forma de combatir las inclemencias de su diario vivir", dice Fernández Romar.
Por la cabeza de esos seres callados seguramente sobrevolaban fantasías que no pude constatar. A lo mejor uno sueña con una familia y otro con un techo propio. No lo sé. Algunas de estas personas también recaen en la indigencia como consecuencia de trastornos psicológicos, aunque como en el dilema del huevo y la gallina, los problemas se agudizan por la propia situación.
Por la noche la calle "se complica". Eso me dijo una cuidacoches que me recomendó que me fuera a dormir a un refugio, como lo hacen 809 de los 1.244 indigentes que hay en Uruguay, según el Censo de personas en situación de calle realizado por el Ministerio de Desarrollo Social. Dudé en acudir a la Puerta de Entrada en Convención y Paysandú (es donde se coordinan los traslados a alguno de los 21 centros que existen en el país), pero decidí no hacerlo para no quitarle la plaza a alguien que realmente lo necesita.
Ya entrada la tarde fue el momento de poner punto final a la experiencia. Me quité el vestuario que, junto al dinero recaudado, fue donado a un merendero que atiende a personas en situación de calle. Esos 87 pesos no representan necesariamente lo que junta un indigente en tres horas.
Una ducha con agua caliente y otra vez a ser yo. Volver a ponerme mi ropa habitual fue una sensación de protección, quizás porque como dice Fernández Romar: "La eventual libertad que puede suponer no estar aferrado a nada, significa estar expuesto a todo". Así de inseguro estuve; vulnerable a la mirada acusadora de los demás.
En los zapatos ajenos
"Servite", fue lo que me dijo el exintendente de Montevideo Mariano Arana cuando depositó siete pesos en el tarro de helado convertido en el recipiente para recaudar la limosna. Por un momento dudé si él o alguna otra persona se percatarían de que se trataba de una actuación, pero no sucedió.
Tenía que mostrar el deambular de un hombre que se tira en la vereda, que acumula una suciedad que lo oscurece y que huele a desprecio. Traté en todo momento de no caer en lo grotesco.
Tomé un diente de ajo y lo froté con ganas sobre una remera negra, rota y de varios talles mayores al mío, que me coloqué sobre un buzo azul con capucha (que sirvió para disimular el cabello limpio). Debajo me puse otras camisetas para evitar el frío, aun cuando el clima estaba agradable y hasta soleado. En la parte inferior usé un jean gastado, con manchas de aceite y mocasines negros, uno a medio calzar que dejaba ver una media que algún día fue blanca. Con un poco de delineador que me prestaron, grasa de bicicleta y polvo que quité de un edificio en construcción, hice un maquillaje para el rostro y las manos. Eso más una barba de tres días permitieron esconder mis rasgos. El bolso gris que alguna vez me acompañó a los campamentos esta vez fue mi amigo errante. Y el pote de helado vacío fue el recipiente que tintineaba cuando alguien accedía al pedido clásico: "¿Una monedita pa´ comer?". Debajo del disfraz guardaba el celular en silencio y los documentos por si acaso. Para mi sorpresa, nadie dudó de mi identidad. Quizás porque casi nadie quería acercarse.