Brasil: la mayor economía de América Latina es más frágil de lo que parece

| La reforma de las jubilaciones y pensiones se necesita en forma urgente en un país que envejece rápidamente

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Los brasileños tienen muchos motivos para estar orgullosos. Una década de crecimiento más rápido y políticas sociales progresistas dieron lugar a una prosperidad que se comparte de una manera cada vez más amplia. La tasa de desempleo que corresponde al mes de abril (6,4 por ciento) es la más baja registrada por el país.

El crédito está en alza, especialmente en el caso de la creciente cantidad de personas que salieron de la pobreza para ingresar en la clase media. Además, la desigualdad de los ingresos, a pesar de que todavía es elevada, disminuyó de manera notable. Para la mayoría de los brasileños la vida nunca fue tan buena.

Este éxito se debe, en parte, a la buena suerte que llegó bajo la forma de un alza en los precios de los productos primarios (commodities), pero también es el resultado de buenas políticas. Un país que alguna vez fue conocido por su incompetencia macroeconómica ha conservado una envidiable estabilidad, navegando con destreza la crisis financiera de 2008 así como el más reciente influjo de capital extranjero. Tal vez no sea sorprendente que, en la actualidad, muchos de los funcionarios de la economía de Brasil tengan un aire de autosuficiencia, cuando argumentan que el resto del mundo tiene más para aprender de Brasil que a la inversa.

Pero el momento en el cual se da dicha autocomplacencia no podría ser peor. La economía está levantando demasiada temperatura. El gobierno se está estancando en una agenda de reformas más profundas que es esencial para estimular la estabilidad fiscal y el crecimiento a largo plazo de Brasil. Los crecientes problemas políticos de la presidenta Dilma Rousseff no ayudan: su jefe de gabinete, Antonio Palocci, está en la mira a raíz de ciertos aranceles de consultoría algo abultados. Todo esto suma para desembocar en una advertencia: la economía de Brasil está en camino de padecer ciertas dificultades.

La inflación es del 6,5 por ciento y está en ascenso. Liderada (como en todos lados) por los costos de los alimentos y del combustible, pero la rigidez del mercado laboral brasileño sugiere que fácilmente podría atrincherarse debido a que los trabajadores esperan precios más elevados y exigen sueldos más elevados también. El índice de desempleo se encuentra muy por debajo del nivel que se corresponde con precios estables. A pesar de que las expectativas de los analistas profesionales acerca del futuro de la inflación se estabilizaron, la proporción de gente común que espera precios más altos se ha incrementado.

Los aumentos de sueldos en algunos sectores ya alcanzan los dos dígitos. Si el mercado laboral permanece candente, la inflación pertinaz y progresiva parece ser demasiado probable, en especial si (como indican las probabilidades) los inversores extranjeros finalmente se alarman y la tasa de cambio se debilita.

AJUSTÉMOSLO. La mejor manera de contrarrestar el riesgo de inflación es mediante políticas macroeconómicas más estrictas. El Banco Central de Brasil ha incrementado las tasas de interés, pero las condiciones monetarias aún son más flexibles que antes de la crisis financiera de 2008, cuando el desempleo era mucho mayor. Es razonable que la inquietud de los brasileños sea que los incrementos más rápidos de la tasa atraigan aún más capital extranjero. Tentados por las elevadas tasas de interés, los inversores ingresaron en el país, haciendo que el rápido aumento de la divisa derivara en una tasa cada vez más sobrevaluada, a pesar de un arsenal en expansión de impuestos diseñados para impedirlo. Los funcionarios brasileños hacen bien en preocuparse por el impacto de los flujos de capital extranjero, pero su énfasis en los controles y el temor a las tasas en aumento los distrajo de una herramienta más potente: una política fiscal más estricta.

El gobierno de Dilma Rousseff se jacta del ajuste fiscal. Gracias a los fuertes ingresos y a la desaceleración del gasto en inversión, el superávit primario (es decir, excluyendo los pagos de intereses) está encaminado para alcanzar el 3 por ciento del PIB. Pero eso no es suficientemente audaz. Para desalentar el crecimiento general de la demanda y reducir las tasas de interés reales de Brasil, el gobierno necesita una consolidación fiscal mucho más ambiciosa: con una economía que crece fuertemente, el presupuesto general (es decir, incluyendo los pagos de intereses) debería dar superávit, en especial si el gobierno pretende tener margen para un estímulo fiscal cuando llegue la próxima recesión.

Y lo que es peor, las ganancias actuales provienen de las fuentes incorrectas; en lugar de frenar la inversión, el Estado debería estar ajustando sus pagos por transferencias. Tampoco hay posibilidades de que los aumentos se mantengan. En virtud de las normas vigentes, el salario mínimo en Brasil ascenderá un 7,5 por ciento en términos reales el año próximo (a un costo fiscal enorme, dado que los pagos de las jubilaciones y pensiones se relacionan con el salario mínimo).

Una política fiscal más ajustada es la mejor defensa de Brasil contra el problema económico a corto plazo. Una puesta a punto del gobierno también es el camino para estimular el crecimiento a más largo plazo. Un Estado racionalizado mejorará el crecimiento de la productividad así como los índices de ahorro y de inversión de Brasil. La reforma de las jubilaciones y pensiones se necesita en forma urgente en un país que envejece rápidamente, que posee jubilaciones y pensiones absurdamente generosas y donde la mujer promedio se jubila a los 51 años. Pero también es urgente realizar una puesta a punto del sistema impositivo de Brasil, lo cual es endemoniadamente complicado y distorsionante.

Esas reformas son difíciles, y tentadoras de posponer. Pero sin ellas, la historia más exitosa de América Latina comenzará a verse mucho menos brillante.

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