EN RINCÓN DE VALENTÍN, Salto,
SEBASTIÁN CABRERA
Aldori mira el techo en silencio. Se siente mal, hace cinco días que vomita. Es brasileño, casi no habla español y llegó hasta la policlínica de Rincón de Valentín, bien en el medio del departamento de Salto, porque lo trajo su patrón, el dueño de una estancia a 29 kilómetros. Primero lo atiende Mariana Sosa, "enfermera 24 horas" y casada con Ramón Soto, médico salteño que desde hace 22 años dirige la policlínica. Ramón lleva a Aldori a una camilla y lo revisa. Luego le ordena a su mujer que le pase suero con Buscapina y Domper. "Para mí que es un cólico hepático", dice. "Pero no conozco sus antecedentes y tengo el problema del idioma, ¿no?".
El doctor deja a Aldori recostado, arma un bolsito y se prepara para salir de gira: una vez por mes recorre más de 300 kilómetros durante unas 10 horas en el desolado este del departamento, por caminos rurales de tierra y piedra, repletos de curvas y rodeados de cerros y donde la señal del celular no llega. Tampoco el progreso. Con 47 años, Ramón es uno de los 150 médicos rurales que hay en el país, el 1% del total de profesionales en actividad.
En setiembre, el presidente José Mujica planteó que los médicos deberían devolver servicios a la sociedad luego de recibirse, trabajando en el interior en forma obligatoria. Pero, como suele pasar con Mujica, la idea mutó y esta semana el Ministerio de Salud Pública presentó un plan para crear una unidad docente que forme médicos en el medio rural. Pero ya no se habla de algo obligatorio.
"Bienvenidos al medio de la nada", dice Ramón. Vive en una casa al costado de la policlínica, en el Camino de los Fundadores, con Mariana y su pequeño hijo Constantino, a 75 kilómetros de Salto. En la vuelta siempre están sus cuatro perros: un fila que se llama Batuque, dos dálmatas (Rufo y Pedro) y un enorme gran danés, Balú.
Cuatro obreros construyen otra vivienda porque la policlínica se va a ampliar, como parte del plan nacional de salud rural, en teoría una prioridad del gobierno, que pretende más médicos y mejor infraestructura en el medio rural. Acá en Valentín no hay ambulancia (la más cercana está a 25 kilómetros), pero dicen que hay una donación en curso.
Hoy Ramón lleva remera blanca, pantalón deportivo y championes. Su imagen no es la que uno imagina de un médico. Usa pelo largo, con algunas canas y atado atrás con colita, además de lentes blancos y un collar medio hippie.
"¡Se olvidaron de traer los psicofármacos!", le dice Ramón a su mujer. En una camioneta Toyota Hilux colorada, acaba de llegar el chofer de la Intendencia de Salto, Raúl Araujo, con los medicamentos que se distribuirán durante la gira. Pero faltó una caja. Ramón pone su cuchilla dentro de un bolso. "El hombre sin cuchillo es como mujer sin calzón", acota Raúl, sonriente. Hoy visitarán siete pequeños poblados rurales o caseríos con no más de 20 o 30 viviendas cada uno, de esos que parecen perdidos en el túnel del tiempo.
Lugares sin luz eléctrica y donde algo tan básico como el hielo es un privilegio. "Acá hay que enfermarse solo cada 15 días, cuando llega el médico", suelen decir en estos pueblos, que reciben una vez por mes a Ramón y otra vez al mes a otro médico.
Son las 10 de la mañana y el vehículo toma la angosta ruta 31 y después un camino vecinal. Mire para donde uno mire, no se ve una sola casa. Solo campo y más campo, en tonalidades amarillentas y amarronadas; algunas ovejas, vacas y ñandúes. Y una víbora cruza lento la ruta.
La Toyota, con sus vidrios marcados por las piedras que saltan en medio del camino, va a más de 100 kilómetros por hora. Ramón dice que "se viene un cambio de modelo" en la salud rural, pero no está de acuerdo en obligar a los médicos o estudiantes a venir al campo. Cree que eso debe ser voluntario. "Yo no quiero que alguien trabaje obligado conmigo", dice él. "Quiero a alguien compenetrado".
Paso Potrero es la primera parada. Acá viven unas 30 personas y Ramón dice que es el pueblo más pobre de la gira. La policlínica funciona en un improvisado cuarto en la entrada de la escuela, donde dos gauchos aguardan para ser atendidos. El doctor le toma la presión a uno. "Impecable. Está para comer un lechón a fin de año". Luego entra Griselda, de 40 años y 14 hijos (el más grande de 23 años, el más chico de un año). Ella tiene cálculos en la vesícula y el médico le da pase al cirujano. "La única forma es operar", le explica. Tendrá que ir a Salto o Tacuarembó. El doctor también le ha recomendado ligarse las trompas para no tener más niños, pero aún no lo hizo.
Al final llega un momento que se repetirá en cada parada: la procesión de los pacientes hasta la camioneta del médico. Atrás, en la caja abierta del vehículo, están los medicamentos, más polvorientos a medida que avanza el día.
Alda, una vecina, cuenta que Ramón viene gratis hasta Paso Potrero, pero que a "la doctora" le pagan 300 pesos entre todos por cada visita. "No nos da la plata para pagarle a los dos y no le vamos a dar solo 100 pesos a Ramón", dice. En general cada médico rural es empleado de ASSE y de la Federación Médica del Interior (FEMI). Ramón, por ejemplo, gana un poco más de 50.000 pesos mensuales. Pero ninguna de las dos entidades paga viáticos por las giras. Por eso, es tradición que los vecinos hagan una colecta para darle dinero al médico, algo simbólico.
AL SOL. La segunda parada es Carumbé, caserío aún más pequeño, que tiene como centro la pulpería de don Capurro. Pegado al boliche, hay una pequeña vivienda que funciona como policlínica y donde espera una joven pareja con su hijo Ramiro, de 16 meses. Llegaron en moto y aprovechan a comprar una botella de refresco de naranja en lo de Capurro. Hay que calmar la sed. La sensación térmica debe rondar los 40 grados y el bitumen está derretido. "¡Calentitos los remedios!", bromea el médico.
Ramiro está brotado. "Debe ser por los bichos colorados", dice la mamá. Lo acuestan en la camilla, le empiezan a sacar la ropa y el nene llora a mares. El padre, vestido de gaucho y con boina tejida, mira desde lejos y se ríe. Ramón aconseja que le pasen "aceite de comida" en las ronchas y le receta un antialérgico. "Que anden bien, está precioso el nene. Los felicito", se despide el médico.
Pero, antes de eso, el papá de Ramiro le pregunta si le puede dejar alguna caja de comitoína simple, un medicamento para la epilepsia, para un vecino que sufre convulsiones. Ramón no tiene comitoína a mano, pero promete mandarle una caja el martes, que es el día que viene la partera. Raúl toma agua fría ("hay que hidratarse") y emprende camino hacia Paso de las Piedras Arerunguá, un paraje con 100 habitantes que creció gracias a las viviendas de Mevir.
En este pueblo nació el famoso jockey Irineo Leguisamo y es acá, además, donde el general José Artigas izó por primera vez la bandera federal. Una cañada cruza el lugar, de casas de material y chapa. Cuando llega la Toyota roja, la gente se acerca lento a la policlínica, donde no hay enfermera. La última se fue del pueblo hace siete años y no encontraron reemplazo.
En otros pueblos sí hay enfermera, pero muchas veces no es alguien que estudió para ello. En algunas ocasiones el mismo médico le va enseñando. Ramón dice que cada comunidad rural debe estar "capacitada" y tener "herramientas" para actuar si alguien sufre un paro cardíaco o algo sorpresivo. "Es imposible que haya un médico en cada pueblo", explica.
La hora del almuerzo encuentra a Ramón en Arerunguá. Para en lo de Bordenave, el boliche local, a comer mortadela con galleta. Un cartel avisa que "no se reciben más billetes de 10 y 5 pesos". La luz es a supergás o batería. Ramón aprovecha la pausa para contar que, aunque vive en el campo hace 22 años, es bicho de ciudad. "Me gusta la murga, el boliche, la trasnochada de cemento. Hasta ahora no sé andar a caballo", se ríe. En Salto actuó en las murgas "Vale cuatro" y "Falta la papa", a inicios de la década de 1990.
"Acá van a ver a mi novia", sonríe Ramón cuando la camioneta se acerca a Pepe Núñez. Se refiere en broma a Marinés, una vecina con un trastorno psiquiátrico, quien suele esperarlo con un regalo bajo la sombra de un árbol en el camino de entrada, a cinco cuadras del pueblo. Una vez le llevó una torta dulce con pimentón por arriba. Otra vez, huevos.
De golpe se ve una señora moviendo los brazos en forma desesperada, en la mitad de la calle. Es Marinés. Ramón se baja de la camioneta y ella lo besa y lo abraza. Lleva un gorro rojo con la visera hacia atrás.
Esta vez Marinés le trajo una botella de "almíbar", un liquido naranja con un poco de pasto adentro. "Mil gracias por todo", balbucea ella y le quiere regalar un billete de mil pesos. "Son unos pesitos para el asado", le dice. El médico le responde que no: "Ya me gané el cinco de oro, no preciso". Ramón le da un frasquito con un inyectable y le pide que estas fiestas "no tome mucha Velho Barreiro". El auto sigue hasta el pueblo y la mujer se queda ahí saludando, mientras la envuelve una nube de humo. En la policlínica lo esperan unas 15 personas; hasta ahora es el lugar más concurrido.
En realidad Pepe Núñez no se llama más Pepe Núñez porque hace unos años hubo una elección para cambiar el nombre y la gente eligió Pueblo Charrúa. "Pero todos le seguimos diciendo Pepe Núñez", dice Raúl. Una rueda de la camioneta se pinchó y el conductor la cambia con la ayuda de la gente del lugar. Luego se tira descalzo en el piso, a descansar.
ENCARGADA. Mary es la enfermera, la que manda acá en Pepe Núñez y además opina de todo. "No te olvides de los psicofármacos o quedamos todos locos", le dice a Ramón. "Hace tres viajes que no llegan". El médico responde que no es su culpa. "Voy a ver si te los mando el martes con la partera", le explica. "Siempre lo mismo", protesta ella.
El consultorio tiene techo de chapa y ahí adentro el calor se torna insoportable. Ramón se moja la cara varias veces durante la consulta. Primero atiende a Marcelo, un bebé de dos meses y poco que pesa más de siete kilos y mide 62 centímetros. Nació de casi cinco kilos.
"Acá en el medio rural, aún con medicina rudimentaria y artesanal, la mortalidad infantil es baja, menor al resto del país", dice Ramón. El tema lo obsesiona: los niños en el campo, dice, crecen más saludables que en Montevideo. En cambio, el médico cuenta que las enfermedades osteoarticulares tienen mayor incidencia acá que en la ciudad "por los trabajos rurales de fuerza". Y es alta la violencia doméstica, sobre todo psicológica.
La cara del Ché Guevara está tatuada en el hombro de Mary. Cuando termina la consulta, ella le pregunta al médico qué puede tomar para "desacelerarse" un poco. "Un roscazo", bromea él. "Estoy estresada, tengo Direct TV pero no la miro. Tengo un aceleramiento horrible", cuenta. Y habla rápido, a los gritos. Mary dice que sus hijos se fueron hace un tiempo de Pepe Núñez y que está sola con su marido, el perro y el gato. "No tengo con quién compartir y hablar, quien me escuche. Yo siempre soy la que escucho, soy el reservorio del pueblo, la que calma".
La camioneta vuelve a acelerar por los caminos de tierra. Ramón no usa cinturón de seguridad, pese a que al menos una vez por mes atiende un accidente en la ruta 31. Una vez él fue protagonista de uno: hace 10 años venía de un cumpleaños desde Salto, pestañó y el auto volcó. Como no tenía cinturón puesto, le dio tiempo para tirarse hacia afuera del auto. Se salvó y, quizás por eso, sigue sin usar cinturón. Pero sabe que está mal. "La estadística dice que lo debería usar", piensa. "Tal vez mañana empiezo a ponérmelo".
La policlínica de Quintana, un pueblito de Mevir con casas idénticas y 38 habitantes (al menos según el censo de 1996), está mejor equipada que las otras. Por lo pronto, el techo no es de chapa y hay un ventilador encendido. Es uno de los pocos pueblos con luz eléctrica en la zona.
Ramón le dice a la gente reunida en Quintana que, cuando se ponga en marcha el nuevo plan de salud rural, vendrán médicos más jóvenes a recorrer los pueblos y él tal vez quede como coordinador. "El día que no venga el doctor, yo no me atiendo más acá", dice una vecina. El mismo mensaje se repite en cada lugar: todos conocen a Ramón desde hace años y quieren seguir atendiéndose con él y no con otro. "Yo les hablo de igual a igual, esa es la clave", explica él.
Camino a Cerro Chato, Sonia hace señas en la puerta de su casa. Le picó una avispa en la cara y tiene el ojo muy hinchado. Ramón le da un antialérgico. La consulta, ahí mismo en el camino de tierra, dura un minuto. "Me ve la academia y me hace un juicio", dice él. "Pero no puedo dejarla sin atender. Que vengan ellos a hacer esto y embarrarse las patas".
¿Y si Ramón no hubiera pasado hoy por allí? Sonia tendría que haber conseguido un auto para ir hasta la policlínica de Valentín, a más de una hora. "Y si no, se la aguanta nomás".
La policlínica de Cerro Chato funciona en un viejo edificio de paredes despintadas, donde también hay un bar. Un parroquiano toma cerveza Isenbeck. Ya va por su segundo litro.
En la sala contigua al boliche espera Nerir, un hombre muy encorvado y de 67 años. Pero parece mayor. Los vecinos lo vieron bajar del ómnibus que venía de Salto, a donde Ramón lo mandó a hacerse un chequeo general y electrocardiograma porque, entre otras cosas, el corazón le latía bajito.
Nerir dice que estuvo internado siete u ocho días y que no le explicaron nada. Lo único que tiene en la mano es el prospecto del Perifar Flex que le dieron en Salto, porque le dolía la cintura. Ramón se descalza y promete averiguar qué pasó con su caso. Dice que debe mejorar la coordinación con los servicios de salud. Que no puede ser que un paciente vuelva desde el hospital de Salto sin un mínimo mensaje de qué se le hizo y cómo debe seguir el tratamiento.
Un rato más tarde, a eso de las ocho de la noche, la camioneta deja Paso Cementerio, la última escala. Sus habitantes deberán cruzar los dedos. Hasta dentro de 15 días no habrá un médico cerca.
76%
de los 14.726 médicos en actividad trabajan en Montevideo, dice el Sindicato Médico del Uruguay.
7%
de los médicos en actividad trabajan al norte del Río Negro, según los datos de la gremial médica.
1%
de esos 14.726 profesionales actúan en el medio rural. Se trata de unos 150 médicos en total.
El nuevo plan
"Esto es un desafío permanente. En una ciudad hay un montón de especialistas, acá no", dice Ramón Soto, el único médico en un radio de 30 kilómetros, en el centro del departamento de Salto. "Acá estás solo y tenés que saber de todo". Su trabajo no se limita a la medicina: a veces la gente le cuenta los problemas personales y hasta hace de psicólogo.
Pero Soto espera que en poco tiempo pueda estar acompañado por más médicos y que los estudiantes vayan a aprender a su policlínica, ubicada entre las localidades de Rincón de Valentín y Biassini. "Por suerte tenemos un presidente que prioriza un programa de salud rural", dice Soto, quién desde este año es presidente de la Sociedad de Medicina Rural del Uruguay. Se refiere a que, al cierre de esta edición, el Ministerio de Salud Pública presentaba un plan para crear una unidad docente asistencial que "cumpla el doble objetivo de mejorar la asistencia y formar médicos en el medio rural", dijo el subsecretario de Salud Pública Lionel Briozzo. El presidente José Mujica quiere "que la falta de atención de la salud no sea una barrera para que la gente se quede en el medio rural", dijo Briozzo hace unas semanas.
La idea del gobierno es que, además, en las policlínicas rurales se brinde una atención integral y que no se cubran solo las urgencias. "Esto se cambia con recursos humanos en territorio", dijo a El País en setiembre la directora del programa de salud rural, Rosario Berterretche.
Pero todo eso aún parece estar lejos de concretarse.
Soto recuerda, por ejemplo, que hace unos años hubo un llamado para nueve puestos de médico rural en Salto y solo se presentaron cuatro personas. De ellos, hoy solo quedan dos. El médico también dice que en su zona es difícil que se instale una unidad docente, "pero los estudiantes sí podrían hacer visitas y cumplir con tareas asistenciales con mayor frecuencia y más impacto del que tienen hoy".