Lo perdió todo, cambió su vida y ahora hace vinos: una historia de resiliencia en las sierras

Es marino de profesión, crió pollos, hizo casas en África, llegó a tener más de mil empleados y hoy dirige una bodega junto a su familia en Sierra de Carapé.

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Cofradía de las Sierras
Alejandro Chertkoff sostiene un racimo de uvas.
Foto: Cofradía de las Sierras.

Ni enólogo, ni sommelier, ni cocinero: Alejandro Chertkoff es marino de profesión y comerciante de corazón. Estuvo en la Armada Nacional, crió pollos, construyó casas y hoy dirige Cofradía de la Sierra, en Sierra de Carapé, Maldonado. El lugar donde conviven bodega, viñedo y restaurante, es ideal para descansar, aprender sobre vino y conectar con la naturaleza, pero, sobre todo, es la excusa para conocer una historia de resiliencia y transformación.

Chertkoff nació en Paysandú y con cinco años, tras el fallecimiento de su papá, se mudó a Montevideo, con su madre y dos hermanos. Entró al Liceo Militar a los 15, más tarde a la Escuela Naval y se enamoró de la profesión.

“Mi deporte siempre fue la natación y además mi padrastro había sido oficial de la marina y me inculcó el cariño por la Armada”, contó en diálogo con El País.

Llegó a ser teniente navío, dejó la carrera para probar nuevos rumbos en el comercio. A fin de cuentas, también era padre: “La marina me gustaba, pero quería darles una mejor vida a mis hijos y, desde el punto de vista económico, entendí que tendría mejores oportunidades como comerciante”.

En 1994 empezó su aventura comercial, criando pollos. Una crisis en la industria avícola uruguaya, allá por el 2000, lo hizo —nuevamente— cambiar de dirección.

Una empresa española de construcción lo contrató como capataz de una obra; no porque supiera algo del tema —dijo—, sino por su formación militar, que servía para dirigir personal. Se mudo a Sarandí Grande, en Florida, y terminó como gerente general de la organización en Uruguay. Pero la crisis inmobiliaria española hizo mella y la empresa quebró.

“Canjearon mi despido por que me quedara con los activos en Uruguay, así que me quedé con la empresa”, relató. Hacía “de todo” —edificios, frigoríficos, plantas industriales, casas— y el crecimiento fue enorme: empezó con 40 empleados y llegó a tener 1.200. No obstante, otra vez tuvo que reinventarse: “Ingresé a una obra muy grande y me asocié a una empresa coreana, pero tuvimos una diferencia económica que hizo que quebrara en el año 2015”. Lo perdió todo.

Consiguió que lo contratara otra constructora y se fue a hacer casas a África. Seguía en la vorágine del trabajo y el dinero, intentando una y otra vez que la cosa funcionara, pero no se daba cuenta de que dejaba en segundo plano el tiempo de calidad con sus hijos.

Un día, en una visita a Uruguay, tuvo una conversación reveladora con su hijo mayor. “No hablaba con él desde hacía años. Nunca estuvimos peleados, pero vivíamos en las antípodas: él es hippie y yo quería comprar un Mercedes nuevo cada año”, contó.

Y continuó: “Me contó una cantidad de cosas de su vida que yo no me había enterado porque no estaba. Tengo cuatro hijos y nunca cambié un pañal. Vivía trabajando. Me hizo ver cuán distanciado estaba de mi familia y me inspiró a tener una vida más tranquila, lejos de la locura empresarial”.

Cofradía de la Sierra
Plantación en Cofradía de la Sierra.
Foto: Cofradía de la Sierra.

Hacer vino por placer.

La idea de irse a vivir a una chacra con su familia había empezado a cuajar en la mente del marino. Casualidad —o no—, una empresa argentina lo contactó para liderar un proyecto en Uruguay —gracias a su amigo Juan Chediack—, lo que le dio la posibilidad de volver y quedarse trabajando para ellos. En paralelo, comenzó a asesorar organizaciones que querían instalarse en el país. Tenía una oportunidad que no podía desaprovechar: “Podía trabajar de eso de forma remota, irme a la chacra y dedicar tiempo a mi familia”.

Así empezó otra aventura; esta vez, de la mano del silencio, la compañía y el amor familiar. “Decidí que nunca más tendría los 1.000 empleados que tuve”, enfatizó.

La idea de la bodega surgió después. Fueron sus amigos los que plantearon esa posibilidad: ¿Por qué no hacemos vino? Decían, mientras miraban el terreno e imaginaban parras, barricas, botellas. “En ese momento muchos de ellos ni siquiera se conocían entre sí, pero fueron los que pusieron la inversión y me ayudaron a llevar adelante este proyecto”, dijo Chertkoff.

Cofradía de la Sierra
Alejandro Chertkoff y la enóloga Fiorella Fagiani presentan los vinos de Cofradía de la Sierra.
Foto: Cofradía de la Sierra.

Cofradía de la Sierra es simplemente eso: una cofradía, es decir, un grupo de gente que comparte un mismo objetivo. En este caso, “hacer el mejor vino posible”. ¿Qué significa eso?

Para el marino, “primero que nada, que está hecho con amor”. Lo expresó así: “Acá busqué mi paz personal y familiar y esas plantas son mi cable a tierra. Es a través de la relación con las plantas que podemos tener un buen producto”.

Además de la bodega y el viñedo, está el restaurante, que son el living y la cocina de la casa de Chertkoff. Su esposa prepara los platos y él atiende a la gente. También tienen cabañas hechas con bioconstrucción —un sistema que utiliza materiales de bajo impacto ambiental, como tierra y fibras vegetales— que en el futuro estarán disponibles para alquiler, pero, por el momento, son su hogar.

“Es un negocio que no crecerá. Lo que se ve es todo lo que será Cofradía de la Sierra; al menos, mientras yo viva”, aseguró. Los tejidos en lana merino que hace su esposa, la bioconstrucción a la que se dedica su hijo y la línea de cosmética natural que lleva adelante la pareja de éste último forman parte de la propuesta: “Todo eso se juntó y terminó en un proyecto familiar de desenchufe, de decir nunca más jugaré al empresario”.

Sus amigos reciben rentabilidad en vino, no en dinero. “La plata que invirtieron la perdieron el día que la pusieron. Es lo que acordamos porque no queremos hacer un vino comercial y tener la presión del negocio”, resaltó. Sí lo venden, porque “los socios no seguirán poniendo dinero eternamente”, pero no con el fin de obtener ganancias.

La idea es producir alrededor de 16 mil botellas por año y comercializar no más que 12 mil. “Y que ninguna salga de acá con menos de un año de bodega para que el vino tenga la maduración y las características que queremos”, señaló.

Cofradía de la Sierra
Restaurante en Cofradía de la Sierra.
Foto: Tatiana Scherz Brener.

Brindar por los aprendizajes.

En Cofradía de la Sierra cuentan con el ingeniero agrónomo Federico Baccino y la enóloga Fiorella Fagiani y apuestan por “vinos naturales, sin filtrar”. “Si bien les damos un toque de barrica en algunos casos, es mínimo. Queremos que resalten los frutos y no irnos a los estándares de vinos de alta gama, que son excelentes, pero no somos nosotros”, explicó el marino.

Tienen cinco hectáreas, pero una sola plantada, donde producen Tannat, Merlot, Pinot Noir, Albariño y Petit Verdot. Por ahora, solo hacen monovarietales y están presentes en los restaurantes Baco y Alquimista, ambos en Montevideo. También venden los vinos en bodega.

Chertkoff jamás lo hubiera imaginado: “Hace años hubiera plantado 50 hectáreas, pedido un préstamo, puesto una cantidad de plata y hecho un vino que fuera barato, pero que facturara un montón. Pero eso sería una industria y no lo quiero para mi vida”.

Cofradía de la Sierra
Almuerzo en Cofradía de la Sierra.
Foto: Cofradía de la Sierra.

Pasó momentos duros, pero aprendió un montón. Hoy asesora empresarios que muchas veces atraviesan grandes dificultades y el mensaje que les transmite es claro: “La vida continúa. En la industria del comercio la empresa puede morir, está dentro de las posibilidades. Pero el que no puede morirse es uno. Hay que reinventarse”.

Sobre todo, aprendió sobre el valor de los vínculos afectivos. “Un error que cometí fue que, como mi padre murió cuando éramos chicos, pensé que a mis hijos les alcanzaba con que yo estuviera vivo, pero eso no es suficiente. Lo que necesitan los hijos es tiempo de calidad de parte de los padres. Y el hecho de haber pasado por la quiebra de mi empresa me hizo darme cuenta de que lo que uno no puede comprar es tiempo. Hoy puedo manejar mis tiempos, haciendo una actividad que también es laboral y que también requiere esfuerzo, pero la puedo armonizar con todo lo demás, con cosas que son imposibles de comprar”, finalizó.

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