Germán y Nicolás Kronfeld
Constance sonríe, pero no se ríe. Nos recibe con alegría, pero no consigue esconder su angustia. Se la nota decidida a superar el inmenso dolor que le causó el genocidio de Ruanda, mira hacia el futuro y sus palabras transmiten paz. Pero hay algo que todavía no sanó.
Después de más de 15 días en este país sentimos que ella resume lo que es Ruanda: un montón de personas con una necesidad desesperante de superar el infierno, ese en el que se alojaron por más de tres meses hace casi tres décadas. Un país que necesita ser nación, que quiere seguir adelante pero siente el ardor de una inmensa herida, que cicatriza lentamente y que dejó marcas indelebles en la memoria.
La historia cuenta que el 7 de abril de 1994 en Ruanda comenzó una masacre. Duró 100 días y se cobró la vida de alrededor de un millón de personas, mayoritariamente de la etnia tutsi, que perdió al 70% de sus integrantes. Los perpetradores fueron los integrantes de la mayoría hutu. Todos eran ruandeses, pero eso no importaba.
El origen del odio y la confrontación entre estas tribus es difícil de precisar pero lo innegable es que ese día la violencia alcanzó su punto máximo y ya nada fue igual.
Constance recuerda con detalles lo que sucedió en esos 100 interminables días. Lo sabe porque le pasó de todo, porque se salvó infinitas veces y de mil maneras. Lo sabe porque los traumas no se olvidan y porque el tiempo nunca le devolverá a su marido, que fue asesinado uno de esos días, en algún lugar, a manos de alguien, nadie sabe bien.
La tensión estaba presente en la sociedad hace décadas pero la mañana en la que comenzó el genocidio, su marido entró a la casa con la bolsa de las compras y le dijo “Se terminó para siempre. Tenemos que escondernos. Hay barricadas por todo el país, están revisando a todos los tutsis y asesinándolos. No podemos salir”.
Las pandillas genocidas estaban compuestas por militares ruandeses pero también por civiles hutus, que habían sido fogueados con propaganda anti tutsi durante años y que eran acusados de traidores si no se sumaban a la limpieza étnica.
“Casi nadie fue ajeno al genocidio de Ruanda: si no eras víctima, tenías que ser victimario. Por eso, el vecino que un día cuidaba a tus hijos mientras salías a trabajar, al día siguiente venía a matarte”, explica Constance.
Nos cuenta que junto a sus cinco hijos se refugiaron un rato en su casa pero las milicias comenzaron a vencer la puerta y tuvieron que escapar a lo de otro tutsi a través de un agujero en el alambrado. Ahí habían otras familias, que también se sumaron al escondite mientras buscaban algo mejor.
Esa noche sobrevivieron pero la matanza volvió a empezar a la mañana siguiente. Constance y sus hijos siguieron cambiando de escondites y sobreviviendo varios días, mientras su marido traía comida de afuera y buscaba una salida para todos.
Durante esos 100 días se salvaron por las razones más diversas: porque el hutu que iba a asesinarlos había sido ayudado por la familia de Constance y los reconoció justo a tiempo, porque cuando estaban parados frente a la fosa común llegaba una orden superior de postergar todo hasta el otro día, porque un segundo antes de que les dispararan alguien descubrió que asaltaron el camión de la milicia y de repente todos salieron a buscar a los ladrones. Así, muchas veces cada día, los 100 días. Uno de esos días, el marido de Constance no volvió.
La suerte fue pareja y muy mala para todos los tutsis del país. Algunos perdieron a todos los suyos, otros a casi todos. Constance logró sobrevivir junto a sus hijos, pero perdió a sus padres, hermanos y primos. Del lado de su marido, lo mismo: todos fueron asesinados.
Hoy, 29 años después, recorremos Ruanda y vemos un país que intenta pasar de página y tiene algunos resultados alentadores. Pero también es un lugar con un silencio atípico para África, con un dolor que se respira, con una paz que llegó porque ya nadie aguantaba más violencia, aunque nadie olvide lo que se vivió, lo que hizo el vecino, el compañero de trabajo o el amigo que se volvió enemigo. Ruanda es un país con paz pero sin perdón.
Así, con la sonrisa a medias, la confianza rota y la memoria que duele, Ruanda intenta salir adelante.
Lo mismo hace Constance, que perdió a casi todos pero adoptó seis hijos, todos huérfanos del genocidio. Porque intenta ganarle a la angustia y sacar alegría de alguna parte, porque mira hacia el futuro y avanza como puede, con 11 jóvenes que la impulsan y una historia de sufrimiento que quiere dejar atrás.