Eva María Rosa Martínez & Carmen Berenguer, The Conversation
Las ciudades están cada vez más llenas de gente. La población urbana se duplicó del 25 % en 1950 al 56,2 % en 2020. Es más, se prevé que siga aumentando hasta el 58 % en los próximos 50 años.
Paralelamente, los trastornos mentales han pasado de 654,8 millones de casos en 1990, a 970,1 millones en 2019, lo que corresponde a un aumento de 48,1 %. Y la sospecha de que puede estar relacionado ha hecho que aumenten las investigaciones sobre la relación entre urbanización y salud mental.
Los estudios indican que vivir en la ciudad se asocia con una mayor actividad de la amígdala, pieza esencial de la respuesta al estrés y la ansiedad. De hecho, la tasa de prevalencia de muchos problemas de salud mental es mayor en las ciudades que en zonas rurales: aproximadamente un 40 % más de riesgo de depresión, un 20 % más de ansiedad y el doble de riesgo de esquizofrenia.
Demasiados vértices y patrones geométricos repetitivos nos estresan.
En el pasado, las ciudades se planificaban atendiendo a intereses comerciales y productivos, sin tener en cuenta el bienestar de sus habitantes. Pero actualmente es preciso un cambio de paradigma, sobre todo después de las grandes crisis mundiales generadas por el cambio climático y la pandemia del covid-19.
Existen diversos factores de la vida en las ciudades que pueden actuar como estresores: el hacinamiento, el ruido, la contaminación, y, cómo no, el propio diseño urbano.
Si al mirar a nuestro alrededor observamos un exceso de patrones repetitivos y geométricos como los de los edificios, eso nos puede generar estrés visual. De hecho, un predictor del estrés urbano percibido es el número de vértices isovistas, es decir, el número de vértices visibles para un individuo situado en una determinada localización.
Por el contrario, el entorno natural parece tener una mayor complejidad fractal, lo que implica un menor número de fijaciones oculares y, por tanto, menor esfuerzo en el procesamiento de la información visual.
No obstante, no todo lo que nos aporta la ciudad es negativo para nuestra psique. Una buena accesibilidad al transporte público, sumado a una estructura urbana densa (en lugar de extendida), aumentan las oportunidades de tener una vida social activa y contribuyen a reducir el riesgo de depresión, especialmente para las personas mayores y con necesidades especiales.
Con zonas verdes nos sentimos mejor.
Las condiciones ambientales urbanas, como la falta de luz natural o el escaso contacto con la naturaleza, pueden afectar al estado de ánimo y las emociones. Los beneficios de incorporar zonas verdes en los entornos urbanos han sido repetidamente demostrados. Dichos beneficios están relacionados principalmente con la posibilidad de desarrollar actividades físicas en espacios verdes. Es más, la mera exposición a elementos naturales, como el cielo, los árboles, el agua, la luz natural o la brisa reducen la percepción del estrés.
Y no es solo algo que verbalicemos (lo que en la jerga se conoce como medidas de autoinforme): hay marcadores fisiológicos que lo corroboran. Ver el cielo o pasear entre árboles es suficiente para disminuir la presión arterial, la frecuencia cardiaca, los niveles de la hormona del estrés (cortisol) y la actividad neuronal en áreas cerebrales vinculadas a las enfermedades mentales.
¿Qué dosis de naturaleza necesitamos exactamente? Sorprendentemente, con solo cinco minutos de exposición a zonas verdes se produce una recuperación significativa del estrés.
¿Cómo pueden contribuir la psicología y la neurociencia al diseño urbano?
Las soluciones arquitectónicas que alivian el estrés urbano se consideran parte de la estrategia sostenible para planificar ciudades amigables con los seres humanos, lo cual está en línea con el Objetivo de Desarrollo Sostenible 11 que la Organización Mundial de la Salud se ha fijado para 2030. En concreto, con la meta 1.3 (urbanización inclusiva y sostenible), y la meta 11.7 (proporcionar acceso a espacios verdes públicos, seguros e inclusivos).
Investigar el impacto que los distintos factores del entorno construido tienen sobre la respuesta de estrés de las personas, en particular las más vulnerables, es imprescindible para definir unos criterios de urbanización saludables. La psicología y la neurociencia disponen de las herramientas adecuadas para evaluar la percepción del entorno a través de las respuestas conductuales de los individuos, de técnicas de seguimiento de movimientos oculares, de respuestas fisiológicas como la tasa cardiaca o la presión arterial e incluso de la actividad fisiológica del cerebro medida con técnicas como la resonancia magnética.
Existen iniciativas como la de la Fundación 7 Senses, en Australia, que trabaja para desarrollar vecindarios más saludables exigiendo el diseño multidisciplinar de los espacios públicos.
Lo que parece indiscutible es que el estrés urbano es un problema multifactorial que puede prevenirse con la colaboración entre los responsables de la planificación urbana y los investigadores de la psicología y la neurociencia para diseñar ciudades que promuevan la salud mental a través de elementos protectores.
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