Todos podemos sentir la necesidad de controlar diferentes áreas de nuestras vidas, y la intensidad de esta necesidad varía según el temperamento de cada uno de nosotros, de nuestras experiencias previas y de nuestras circunstancias actuales. Sin embargo, existen algunas áreas comunes donde la necesidad de control tiende a manifestarse con mayor frecuencia.
En nuestras rutinas, por ejemplo, algunas personas sienten una gran necesidad de mantener su entorno limpio, ordenado y organizado. Esto puede manifestarse en una obsesión por la limpieza, la simetría o la disposición de los objetos. Si hablamos de horarios y rutinas, la costumbre de controlar el tiempo y las actividades diarias puede llevar a la creación de rutinas rígidas y a la dificultad para adaptarse a cambios o imprevistos. La necesidad de controlar el entorno también puede estar relacionada con la búsqueda de seguridad y evitar cualquier riesgo. Esto puede manifestarse en comportamientos como verificar constantemente las cerraduras o la evitar los lugares concurridos.
Cuando miramos a nuestro alrededor, o dentro de nosotros mismos podemos reconocer el hábito de controlar a nuestra pareja, nuestros hijos o incluso a nuestros amigos, traducido en celos, comportamientos posesivos, intentos de manipular o influir en sus decisiones, o la necesidad de saber constantemente dónde están y qué hacen. Esto puede llegar hasta la crítica constante o la dificultad para delegar responsabilidades.
Es inevitable pensar en aquellas personas que viven pendientes de dietas restrictivas, obsesionadas por el peso o la figura, o entregadas a la práctica excesiva de ejercicio físico. También puede ser una forma de controlar el cuerpo y la salud, llegando incluso a la adicción al ejercicio. La hipocondría o la preocupación excesiva por la salud pueden ser expresiones de la intención de controlar el propio cuerpo y evitar enfermedades.
Mantener control sobre el futuro y eliminar la incertidumbre resulta una quimera, pero es difícil no caer en ella. Parece lógico sentir aversión al riesgo, pero esto puede limitar nuestras oportunidades y privarnos de experiencias felices, además de convertirnos en personas poco flexibles. La creencia de que podemos controlar los resultados futuros de nuestras acciones presentes puede generar ansiedad y frustración cuando las cosas no salen como se habían planeado.
Cierto grado de control puede resultarnos útil e incluso necesario en ciertos contextos, como el trabajo o la planificación de proyectos. Sin embargo, cuando se vuelve excesivo e interfiere con la vida diaria, los vínculos o el bienestar emocional, debemos prestarle atención.
El origen de este comportamiento orientado al control puede residir en nuestras experiencias pasadas, en rasgos de perfeccionismo de nuestro carácter, en nuestra educación o en factores culturales.
Lo importante es comprender que no podemos controlar todos los aspectos de nuestras vidas y aprender a fluir con las circunstancias es crucial por varias razones, tanto para nuestro bienestar emocional como para nuestra calidad de vida en general:
- Intentar controlar lo incontrolable genera una gran cantidad de estrés y ansiedad. Aceptar que hay cosas que escapan a nuestra intervención, disminuye la presión autoimpuesta y nos permite vivir con mayor tranquilidad.
- Cuando entendemos que no podemos controlarlo todo, nuestras expectativas se ajustan a la realidad. Esto reduce la probabilidad de sentirnos frustrados o decepcionados frente a resultados imprevistos.
- Fluir con nuestras circunstancias nos permite desarrollar la capacidad de adaptarnos y recuperarnos ante la adversidad. Nos volvemos más flexibles y capaces de superar los obstáculos con mayor facilidad.
- Aceptar que nuestra vida está signada por el continuo cambio y que nada es para siempre (ni lo bueno, ni lo malo) nos conduce a una mayor aceptación de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Esto construye nuestra paz interior y un estado de mayor serenidad.
Al liberarnos de la necesidad de control, experimentamos una mayor sensación de libertad y bienestar, que se traduce en una mayor capacidad para disfrutar del presente.
Menos control, más felicidad
Cuando aprendemos a dejarnos llevar con los vaivenes de la vida, nos volvemos más flexibles y adaptables a los cambios. Esto nos otorga mayor confianza y apertura para afrontar nuevas situaciones, y nos hace más tolerantes, comprensivos y empáticos. Por consiguiente, nuestros vínculos personales y nuestro comportamiento en situaciones sociales mejoran.
A medida que somos capaces de abrirnos a nuevas posibilidades y experiencias, nuestra creatividad aumenta y nos encontramos, paulatinamente, viviendo de forma más espontánea y auténtica. Cuando dejamos de preocuparnos por suprimir las amenazas del futuro, nos concentramos en el presente y disfrutamos de las pequeñas cosas de la vida.
Las dificultades y los cambios inesperados pueden ser oportunidades para aprender y crecer. Aceptar los altibajos y gestionar lo bueno de la vida junto con los desafíos que conlleva, nos hace crecer y evolucionar.
El cerebro es la herramienta
Todos nosotros contamos con una combinación de capacidades cognitivas y emocionales que nos permiten gestionar nuestro deseo de controlarlo todo:
- Conciencia de la realidad para evaluar objetivamente una situación, reconociendo los hechos tal como son, sin negarlos ni distorsionarlos.
- Pensamiento flexible para adaptarnos a nuevas situaciones, cambiar de perspectiva y encontrar soluciones alternativas cuando los planes originales no funcionan,
- Razonamiento lógico para comprender por qué ocurren ciertas cosas y discernir entre lo que podemos y no podemos influir.
- Toma de decisiones para evaluar las opciones disponibles, considerando los riesgos y beneficios y elegir el curso de acción.
- Autoconocimiento para reflexionar sobre nuestras propias fortalezas, debilidades, valores y creencias, e identificar patrones de pensamiento.
Junto con lo anterior, nuestra capacidad de reconocer, comprender y gestionar las emociones propias y ajenas nos permite conectar con nuestras necesidades emocionales y las de los demás, facilitando la empatía y la comunicación efectiva.
Cuando trabajamos para mejorar nuestra habilidad de experimentar las emociones sin juzgarlas ni intentar evitarlas, gestionándolas y modulando su intensidad y duración, desarrollamos las fortalezas necesarias para adaptarnos al cambio y a lo inesperado.