Francisco Javier Saavedra Macías/The Conversation
En mayo del año 1097, los cruzados catapultaron cabezas decapitadas de prisionerospor encima de las murallas de Nicea. El objetivo de la acción fue aterrorizar a los defensores y lograr la conquista de la ciudad. Y seguramente les funcionó, porque el 19 de junio de ese mismo año la tomaron.
La difusión del terror para conseguir ventajas tácticas o estratégicas por parte de estados, grupos políticos, militares y religiosos ha sido una constante durante toda la historia de la humanidad. Y nuestro mundo del siglo XXI no está habitado por mejores seres humanos, solo más sofisticados.
Siguiendo con el ejemplo histórico, únicamente los que vivían junto a las murallas sintieron el estupor de ver cabezas humanas lanzadas al aire. Los habitantes de ciudades cercanas a Nicea no recibieron la noticia de los terribles hechos del asedio hasta semanas o incluso meses después. Y desde luego, solo escucharon narraciones más o menos detalladas de lo acontecido, sin imágenes ni vídeos que reprodujeran exactamente lo sucedido en el asedio. El poder de difusión del terror en el siglo XI era limitado.
En el mundo actual, las ubicuas tecnologías de la comunicación permiten que nos “catapulten cabezas” a todos en tiempo real y con un poder de difusión del cual es casi imposible escapar. Como ocurre hoy con las imágenes de las masacres en Israel y Palestina, o como pasó con los terribles atentados terroristas de las últimas décadas, o como acontecerá, desgraciadamente, con los conflictos que vengan.
Para colmo, las empresas de la comunicación deben competir en un mercado feroz por las audiencias y los clics, y saben que el miedo y el sensacionalismo constituyen un buen reclamo para atrapar nuestra atención.
Imágenes que pueden hacer que nuestro cuerpo secrete mucho cortisol.
Recientemente se han empezado a estudiar las consecuencias psicológicas de fenómenos como la “exposición continuada a noticias” (news information overload, en inglés) o la “contemplación generalizada de eventos traumáticos” (generalized trauma event witnessing).
Experimentar una situación extrema, como puede ser el asesinato de una persona, aunque sea solo por la pantalla del móvil, activa la rama simpática del sistema nervioso autónomo. Nuestro organismo responde segregando al torrente sanguíneo una serie de hormonas como la adrenalina, la noradrenalina y el cortisol –la conocida hormona del estrés–. Estas hormonas atraviesan la barrera hematoencefálica y penetran en nuestro cerebro.
Con ellas circulando por las arterias nuestra fisiología cambia: aumentan nuestras pulsaciones y sube la tensión sanguínea para poder luchar o huir de los estímulos amenazantes o las situaciones de pérdida. Se trata de cambios adaptativos a corto plazo. Pero a largo plazo y de forma crónica, como es bien sabido desde hace décadas, pueden provocar graves problemas de salud.
¿Y cuál es el efecto de esta exposición constante a estímulos amenazantes en nuestro cerebro? ¿Corremos el riesgo de que nuestra manera de pensar se transforme?
Mala memoria y falta de control.
Desde hace solo algunos años tenemos constancia de que, tanto en humanos como en animales, el estrés continuado produce cambios sistémicos en nuestro cerebro. Bajo situaciones de estrés agudo se inhiben las memorias dependientes del hipocampo y también se cancela el control ejercido por el córtex prefrontal. Al mismo tiempo, nuestras emociones privilegian el desencadenamiento de hábitos y rutinas a través de una región llamada estriado dorsal, regulada por la amígdala, el centro del miedo.
Estos cambios tienen sentido porque están, en principio, destinados a ayudarnos a afrontar situaciones estresantes concretas a corto plazo. Cuando nos enfrentamos a una amenaza, lo urgente es reaccionar rápido y no que la memoria se tome un tiempo en recordar situaciones relacionadas para analizar los factores contextuales. Pero si se perpetúan, puede conllevar graves consecuencias cognitivas a medio y largo plazo.
¿Por qué? En esencia, lo que ocurre con el estrés crónico es que dificulta el funcionamiento adecuado de nuestra memoria y aprendizaje, afectando esencialmente a la especificidad de la memoria, la flexibilidad y la reconsolidación.
1. Especificidad. La información procesada en situaciones de estrés es más abstracta y está mal contextualizada. Se estrecha la atención con el fin de priorizar las partes esenciales del evento estresante y procesar solamente la información esencial.
2. Flexibilidad. Con el estrés prácticamente se anula la capacidad de integrar información novedosa en esquemas previamente establecidos. También se limita la utilización de esquemas previos para procesar de forma más adecuada estímulos que estamos recibiendo por nuestros sentidos. Eso nos impide transferir información previamente adquirida a contextos recientes. Digamos que, bajo tensión, no podemos aprovecharnos con la misma eficacia de la experiencia acumulada.
3. Reconsolidación. Nuestra memoria no es rígida, sino que nos ayuda a adaptarnos a nuevas condiciones contextuales y facilita el aprendizaje. El proceso de actualización y reestabilización de nuestra memoria se denomina reconsolidación. Pero el estrés dificulta la actualización, y, por lo tanto, la reconstrucción de nuestras huellas de memoria mediante la integración de nueva información.
Si estos cambios sistémicos en nuestros procesos psicológicos se perpetúan en gran parte de la población –y la exposición continuada a escenas violentas ayuda a ello–, la toma racional de decisiones políticas y sociales por parte de la ciudadanía y sus dirigentes se verá dificultada.
Y el auge de los populismos, la polarización, el aumento de los conflictos violentos y, en consecuencia, la crisis de las democracias liberales puede agudizarse debido a esta incapacidad para afrontar a largo plazo y racionalmente los retos que nos acucian.
Porque mientras que nos caen cabezas, es imposible tomar decisiones lógicas. Quizás por eso nos las arrojan.