La serie Adolescencia impacta por su retrato crudo del mundo adolescente. Pero hay un personaje que genera especial desconcierto: Jamie, un adolescente retraído que asesina a una compañera sin mostrar culpa ni angustia. La serie no lo presenta como un villano, sino como un misterio clínico y humano. ¿Cómo entender, desde la psicología, a alguien que comete semejante acto sin remordimiento?
Desde mi formación como psicóloga clínica y neuropsicóloga, el caso de Jamie permite reflexionar sobre un fenómeno poco frecuente pero profundamente inquietante: los trastornos de personalidad con rasgos de insensibilidad emocional en la adolescencia.
Víctima y victimario
Jamie es un adolescente aislado, con escasa conexión social y un mundo interno opaco. Pero también es una víctima: en el colegio sufre cyber bullying, en especial por parte de la chica a la que finalmente asesina. Sin embargo, lo que desconcierta no es solo el acto en sí, sino su reacción posterior: no hay culpa, ni angustia, ni ningún tipo de registro emocional del daño cometido.
Una escena clave permite ver esto con claridad. Luego de un episodio de violencia contra su psicóloga, ella lo observa desde la cámara Gesell. Jamie está calmo, distante, sin rastros de arrepentimiento. Esa frialdad no es autocontrol: es desconexión afectiva. No puede empatizar con el sufrimiento ajeno, ni siquiera reconocerlo.

Insensibilidad emocional: el núcleo del problema
Desde lo clínico, este perfil encaja dentro de lo que se conoce como rasgos de insensibilidad emocional, una categoría que sustituye al término “psicopatía” en menores de edad. No hablamos de un adolescente “malo” ni simplemente indiferente. Hablamos de un patrón estable de insensibilidad, ausencia de remordimiento y desconexión emocional.
Este tipo de funcionamiento no se forma de un día para otro. A veces se detecta en la infancia, con señales tempranas como crueldad hacia animales, manipulación o falta de reacción ante el dolor ajeno. En el caso de Jamie, la violencia sufrida en la escuela pudo actuar como detonante, pero no como causa única. La frialdad con la que actúa apunta a una estructura emocional previamente alterada.
Bases neuropsicológicas del comportamiento
Desde la neuropsicología, sabemos que ciertos circuitos cerebrales están involucrados en el procesamiento moral y afectivo. La amígdala, que detecta emociones como el miedo o la culpa, suele estar hipoactivada en adolescentes con estos rasgos. También se ha observado disfunción en la corteza prefrontal, encargada de la regulación emocional y de las decisiones morales.
Estos hallazgos ayudan a entender por qué algunos jóvenes pueden actuar con crueldad sin sentir remordimiento. No se trata de justificar el daño, sino de comprender el tipo de funcionamiento cerebral que lo permite. Esto es especialmente importante en la adolescencia, una etapa en la que el desarrollo neurológico y emocional aún está en proceso.
Frialdad premeditada y entorno rígido
Jamie no actúa desde la desesperación ni como reacción impulsiva. Observa, procesa y ejecuta con aparente calma. Esa frialdad desconcierta porque desarma el relato habitual del agresor como producto exclusivo del maltrato o la marginalidad. Jamie parece criado en un hogar funcional, pero con un modelo de masculinidad donde el dominio y la fuerza son valores centrales, mientras que la sensibilidad o el dolor son vistos como signos de debilidad. Este entorno puede haber reforzado su desconexión emocional, dificultando aún más su capacidad para reconocer el sufrimiento propio y ajeno.
Hablar de psicopatía en la adolescencia es terreno delicado. El DSM-5 no utiliza este término en menores. En su lugar, contempla el “trastorno de conducta con rasgos de insensibilidad emocional”. Este subtipo se ajusta a casos como el de Jamie, aunque debe diagnosticarse con prudencia, mediante evaluaciones clínicas y neuropsicológicas profundas.
La clave está en no estigmatizar, pero tampoco minimizar. No todos los adolescentes con comportamientos disruptivos entran en esta categoría. Pero cuando estos rasgos están presentes, el pronóstico puede ser complejo y la intervención requiere una estrategia específica.

¿Qué se puede hacer?
Los abordajes terapéuticos tradicionales suelen tener poco impacto. Sin embargo, existen programas específicos orientados a fortalecer habilidades socioemocionales, trabajar la toma de perspectiva y fomentar el desarrollo de la conciencia moral. Estos enfoques deben iniciarse tempranamente y mantenerse en el tiempo, con equipos especializados.
A nivel social, la clave está en la detección precoz. Cuando un niño no parece registrar el sufrimiento ajeno, o responde con frialdad a situaciones que generan empatía en otros, es importante intervenir. El bullying, como en el caso de Jamie, puede agravar un cuadro preexistente, pero rara vez lo explica por sí solo.
No confundir ni etiquetar
Es fundamental recordar que no todo adolescente con actitudes frías o con dificultades para expresar emociones está en riesgo de desarrollar este tipo de trastorno. La adolescencia, por definición, es una etapa de cambios, exploración de identidad y desequilibrios emocionales temporales. Etiquetar a un joven como “peligroso” o “incapaz de sentir” puede ser tan dañino como ignorar señales de alarma reales.
Por eso, el desafío para las familias, las instituciones educativas y los profesionales de la salud mental es doble: no mirar para otro lado cuando hay indicadores claros de desconexión emocional persistente, pero tampoco caer en diagnósticos apresurados ni en estigmatizaciones que cierran más puertas de las que abren.
Un sistema que escuche, no que castigue
Necesitamos sistemas de salud mental infantojuvenil que escuchen más y castiguen menos. Espacios terapéuticos que puedan contener incluso a quienes generan rechazo, porque son esos casos los que más ayuda necesitan.
La empatía —esa que Jamie no logra sentir— debe estar del lado de los adultos. Porque si no podemos comprender la oscuridad de algunos adolescentes sin condenarlos, difícilmente podamos ofrecerles una salida.