Celeste llega a terapia exhausta. Es médica, trabaja en un hospital y, además, dicta clases en la universidad. Dice que nunca se siente lo suficientemente preparada. Antes de presentar un informe, lo revisa diez veces. Si recibe un elogio, piensa que fue suerte o que no es para tanto. Siempre siente que podría haberlo hecho mejor. Cada logro que alcanza le da un alivio fugaz, pero rápidamente se disuelve en una nueva meta que debe superar. ¿Te suena familiar?
El perfeccionismo es una trampa. A simple vista, parece una virtud: ser detallista, exigente y dar lo mejor de uno mismo. Pero cuando se convierte en una lucha constante por la validación externa, puede volverse agotador.
Lo paradójico es que, lejos de garantizar éxito y satisfacción, muchas veces conduce al estrés, la ansiedad y el famoso síndrome del impostor, esa sensación de no ser lo suficientemente bueno, incluso cuando las evidencias dicen lo contrario.
Perfeccionismo y validación externa: una combinación peligrosa
En un mundo que premia la excelencia y la productividad, es fácil caer en la trampa de medir nuestro valor en función de los logros. Esto se refuerza desde la infancia: si las felicitaciones llegan sólo cuando sacamos buenas notas o cumplimos expectativas, aprendemos que el afecto y la validación dependen de nuestro desempeño. Así, de adultos, nos cuesta aceptar el descanso, delegar o sentirnos merecedores de nuestros logros.
Un estudio realizado en distintas universidades del Río de Plata encontró que el perfeccionismo desadaptativo -aquel que se centra en la autocrítica extrema y el miedo al error- está relacionado con altos niveles de ansiedad y síntomas depresivos en jóvenes adultos (López Steinmetz & Fong, 2021).
Además, la investigación sugiere que esta autoexigencia excesiva puede generar una sensación constante de insatisfacción, ya que las personas perfeccionistas rara vez sienten que lo que hacen es suficiente.
Otro estudio realizado en América Latina analizó la relación entre el perfeccionismo y el síndrome del impostor en profesionales de alto rendimiento. Los resultados mostraron que quienes presentaban niveles elevados de autoexigencia también experimentaban una mayor dificultad para atribuirse sus logros, lo que los llevaba a trabajar de manera excesiva para evitar “ser descubiertos” (Freudenberger & Ricciardi, 2020).
Este patrón no solo afecta la salud mental, sino que también contribuye al agotamiento profesional o “burnout”.
El perfeccionismo también puede afectar a emprendedores, artistas y deportistas. Los emprendedores, por ejemplo, suelen sentir una gran presión para sobresalir en un mercado competitivo, lo que los lleva a trabajar sin descanso y a dudar de sus capacidades.
Mientras, en el mundo del arte, muchos creadores sufren parálisis por perfeccionismo. Esto los lleva a pensar y sentir que su obra nunca está lista para ser mostrada o que no pueden subirse a un escenario. Y en el ámbito deportivo, la autoexigencia extrema puede traducirse en una insatisfacción constante, incluso cuando se obtienen buenos resultados. Lo hemos visto en grandes estrellas de los Juegos Olímpicos, por ejemplo, que han visto sus carreras comprometidas a causa de una exigencia que termina siendo devastadora.
Sin embargo, el perfeccionismo no es exclusivo de estos grupos de personas o de esas actividades. Te puede atacar a vos, a mí y a cualquiera de nosotros.
Desde la neurociencia, se ha demostrado que la hiperactividad en la corteza prefrontal medial, asociada a la autoconciencia y la evaluación del desempeño, está fuertemente implicada en la tendencia al perfeccionismo y al síndrome del impostor (Kumar & Zeleznikow, 2022). Esto sugiere que, más allá de un problema de actitud, estas dinámicas tienen bases neurobiológicas que refuerzan los circuitos de estrés y ansiedad.

Cómo salir de la trampa del perfeccionismo
La buena noticia es que el perfeccionismo no es una condena. Se puede aprender a vivir con estándares altos sin caer en la autodestrucción. Aquí te comparto algunas estrategias que pueden ayudarte a enfrentar esta situación y salir adelante:
- Redefinir el éxito: En lugar de buscar siempre la perfección, apuntar a la mejora progresiva. No todo tiene que ser impecable para ser valioso.
- Cuestionar la voz crítica interna: Si un amigo dijera de sí mismo lo que nos decimos en momentos de autoexigencia, ¿lo consideraríamos justo? Responderse con compasión es clave.
- Aceptar el error como parte del proceso: Equivocarse no nos define ni nos invalida; es parte del aprendizaje.
- Darse permiso para descansar: El rendimiento sostenido requiere pausas. No somos máquinas, y la productividad no es estar todo el tiempo ocupado.
- Regular la necesidad de aprobación: Practicar la validación interna, reconociendo los propios logros sin depender exclusivamente de la aprobación ajena.
- Cuestionar el miedo a ser “descubierto”: Registrar logros y evidencias de éxito puede ayudar a contrarrestar la sensación de fraude.
- Practicar la flexibilidad cognitiva: Cuestionar pensamientos rígidos del tipo: “si no es perfecto, no sirve” y ampliar la perspectiva para disminuir la presión.
- Buscar ayuda: La terapia, especialmente la Terapia Cognitivo Conductual (TCC) y técnicas como la reestructuración cognitiva, son útiles para cambiar pensamientos disfuncionales.
A ellas se pueden sumar prácticas como el mindfulness, que ayudan a observar y aceptar pensamientos y emociones sin juzgarse, reduciendo la presión interna y favoreciendo la autocompasión.

En mi experiencia clínica, pacientes como la que dio origen a esta columna han logrado mejoras notables al ser más flexibles con sus expectativas y disfrutar del proceso, sin enfocarse exclusivamente en el resultado final.
Celeste, después de varias sesiones, comenzó a notar cómo su autoexigencia la llevaba al límite. Aprendió a celebrar sus avances sin desmerecerlos y a confiar en sus capacidades sin la necesidad de probarlo todo. Dejó de correr detrás de una vara que siempre se movía un poco más lejos. Porque la verdadera perfección está en abrazar lo imperfecto.
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