The Conversation - Por José A. Morales García
Probablemente no les suene el nombre de Horace Wells (1815-1848), a pesar de que muchos de nosotros nos hayamos beneficiado, en algún momento, de su descubrimiento: la anestesia, palabra derivada del griego que significa “sin sensación”.
Y si de sensaciones se trata, hay una parte de nuestro organismo experta en ellas: el sistema nervioso. No en vano, recibe información sensorial las 24 horas del día procedente del exterior de nuestro cuerpo (información somática) y de los órganos internos (visceral). Está especializado en detectar estímulos, procesarlos y, lo más importante para nuestra supervivencia, emitir una respuesta.
Esto explica que nuestro organismo tenga gran cantidad de nociceptores –receptores sensoriales– capaces de distinguir entre estímulos inocuos y dañinos, es decir, aquellos que lesionan los tejidos o que podrían hacerlo. Y aquí es donde entra en escena el dolor.
Un sofisticado sistema de alarma
El dolor es una respuesta protectora que alerta al organismo de un daño o peligro inminente, permitiéndonos tomar una decisión para evitar lesiones. La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor lo define como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con una lesión tisular real o potencial”.
De esto se deduce que no es solo una experiencia sensorial, sino que además tiene componentes emocionales y subjetivos. Además, puede producirse sin causa somática que lo justifique.
El dolor surge, por tanto, cuando los nociceptores de la piel, tejidos, músculos y órganos internos detectan una amenaza. Es una reacción frente a diversos tipos de estímulos: térmicos, como temperaturas extremas (calor o frío); mecánicos, como presión intensa o daños físicos; y químicos, como sustancias liberadas por células dañadas o inflamadas.
Como no podía ser de otra manera, esos receptores se encuentran situados al final del axón de una neurona sensorial. O, dicho con otras palabras, tienen conexión directa con el sistema nervioso. Por eso, transforman el estímulo nocivo en una señal que las neuronas puedan comprender: una corriente eléctrica que se transmite a través de axones hacia la médula espinal.
Una vez allí, las señales empiezan a ser procesadas para, finalmente, alcanzar el encéfalo, donde se interpretan y se perciben como dolor. Son muchas las regiones cerebrales implicadas en ese procesamiento, como el tálamo (analiza e integra funciones sensitivas y motoras), la corteza somatosensorial (recibe y procesa fundamentalmente información táctil), el sistema límbico (relacionado con las emociones) y la corteza prefrontal (área de gran importancia para nuestra supervivencia y nuestra convivencia en sociedad).
En resumen, un flujo de información viaja desde el receptor que detecta el posible daño (como tocar una plancha ardiendo) hasta las distintas regiones de nuestro cerebro implicadas en procesar esa señal, lo que nos permite emitir una respuesta de supervivencia (retirar la mano).
Así funciona la anestesia
Queda claro que el dolor es imprescindible, porque nos informa de los daños o peligros para nuestro organismo. Aunque seguramente que no nos parezca tan beneficioso cuando nos sometemos a una intervención quirúrgica. Tranquilidad, que para eso tenemos la anestesia.
Su objetivo es inducir una pérdida temporal de sensación o consciencia con el fin de que los pacientes se sometan a cirugías y otros procedimientos médicos sin experimentar dolor. En definitiva, se trata de “desconectar” nuestro cerebro durante un rato. Y aunque los mecanismos exactos no se comprenden completamente, se sabe que involucran la interferencia del flujo de información (transmisión de señales nerviosas) desde los nociceptores hasta el sistema nervioso.
Curiosamente, un estudio reciente realizado en moscas del género Droshophila demuestra que los anestésicos no afectan por igual a todos los tipos de sinapsis (punto de comunicación entre dos neuronas). Por ejemplo, muchos agentes, como los barbitúricos y el propofol, potencian la acción del ácido gamma-aminobutírico (GABA, de sus siglas en inglés), el principal neurotransmisor inhibitorio del sistema nervioso central. Esos compuestos aumentan, pues, el “apagamiento” neuronal, lo que resulta en sedación, hipnosis y amnesia.
Otros anestésicos, como la ketamina, bloquean los receptores NMDA (N-metil-D-aspartato) involucrados en la transmisión excitatoria de señales nerviosas. Así se reduce la excitabilidad neuronal y se induce un estado de inconsciencia y analgesia.
Y para finalizar, los agentes anestésicos inhalados, como el sevoflurano y el isoflurano, actúan sobre los canales de potasio y de calcio, alterando el potencial de membrana y, por tanto, la transmisión sináptica (comunicación entre neuronas).
La consciencia se pone en modo off
Existen tres componentes relacionados con el dolor: la sensación, la emoción y la cognición. Por eso, un buen anestésico debe producir al menos estos efectos: amnesia (incapacidad de recordar lo sucedido), analgesia (suspensión de la sensibilidad ante el dolor), hipnosis (inconsciencia) e inmovilidad.
De todos ellos, probablemente unos de los aspectos más interesantes y –hasta ahora– misteriosos tiene que ver con la consciencia. O más bien, con la pérdida de ella.
En este sentido, un nuevo estudio realizado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en animales asegura que la consciencia depende de una comunicación extraordinariamente sincronizada a través de la corteza del cerebro, y que algunos anestésicos, como el propofol, interrumpen la llegada de información sensorial procedente de los nociceptores a las diferentes partes de la corteza implicadas en el procesamiento del dolor.
Es decir, al cerebro anestesiado le estarían alcanzando todo tipo de estímulos –sonoros, táctiles, olfativos, etc.–, pero esa información no llegaría a los centros corticales superiores encargados de procesarlos. Los estímulos se quedan a mitad de camino, lo que sugiere que la consciencia necesita la coordinación entre todas las regiones corticales implicadas en su procesamiento.
Este tipo de estudios plantean la hipótesis de que el estado de inconsciencia inducido durante la anestesia no surge de un “adormecimiento” total del cerebro, sino del corte del flujo de información entre las distintas áreas.
Este hecho quizá explique lo que ocurre en el llamado “despertar intraoperatorio”, también conocido como conciencia intraoperatoria, cuando un paciente recupera la consciencia durante una cirugía y puede tener memoria del evento. Durante estos inusuales pero graves episodios, la persona puede experimentar distintos grados de consciencia, desde la sensación de estar despierto pero sin poder moverse (debido a los efectos de los relajantes musculares) hasta sentir dolor o incomodidad.
Una ventana a los enigmas de la mente
A pesar de los enormes beneficios que reporta, la investigación en el campo de la anestesia aún guarda numerosas incógnitas. Más allá de las aplicaciones médicas, su estudio podría abrir nuevas puertas en el conocimiento del cerebro humano, permitiéndonos, quizá, explorar los enigmas más profundos de la mente y la percepción.
¿Podríamos llegar a entender, con total claridad, procesos como el sueño, el coma o la propia anestesia? O, incluso, conceptos más filosóficos como el dualismo cuerpo-mente.
Un campo dedicado a adormecer la mente podría, paradójicamente, ser la clave para desvelar los secretos de nuestra consciencia.
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