O Globo - GDA
Los Juegos Olímpicos de 2024 fueron escenario de una acalorada discusión en la modalidad de boxeo femenino, provocada por una alegación de la Asociación Internacional de Boxeo (IBA) sobre dos atletas: Imane Khelif (Argelia) y Lin Yu-ting (Taiwán).
La IBA, una entidad no reconocida por el Comité Olímpico Internacional (COI), hizo declaraciones confusas e inconsistentes sobre el sexo de las atletas, alegando en ocasiones niveles hormonales por encima de lo “normal” y en otras insinuando que se había realizado una prueba genética que mostraba la presencia de cromosomas XY, típicamente encontrados en hombres.
La IBA no presentó las supuestas pruebas, por lo que es necesario dejar claro que no existe evidencia alguna sobre la genética o la endocrinología de las atletas. El COI declaró que las boxeadoras nacieron mujeres, tienen certificado de nacimiento como mujeres y han competido como mujeres durante años.
El caso trae a colación una pregunta científica interesante. ¿Es el binarismo sexual genético que aprendemos en la escuela –XX es mujer, XY es hombre– una realidad absoluta? La respuesta es no. La conexión automática entre cromosomas y sexo funciona como una aproximación didáctica, pero el mundo real es más complejo.
La diferenciación sexual, mediante la cual el embrión humano desarrolla características físicas masculinas o femeninas, o una combinación de ambas, es un proceso complejo. Involucra genes, señalizadores y reguladores que influyen en la liberación de hormonas y en la sensibilidad de las células y tejidos a cada una de ellas.
El proceso tiene dos etapas: la “determinación sexual”, donde se forman los tejidos fetales que se diferenciarán en las gónadas propiamente dichas (en la gran mayoría de los casos, testículos u ovarios), y la “diferenciación sexual”, cuando estos tejidos fetales secretan señalizadores que inician el desarrollo de la genitalia interna y externa (pene, clítoris, vagina).
En cada etapa, pueden ocurrir eventos que desvían el proceso de su curso esperado. Estos eventos inesperados pueden implicar alteraciones en genes, reguladores o en la capacidad de producir o responder a hormonas.
La conexión automática entre cromosomas y sexo funciona como una aproximación didáctica, pero el mundo real es más complejo.
La literatura médica ya reconoce al menos cuatro tipos principales de Trastorno del Desarrollo Sexual (DSD, por sus siglas en inglés) del tipo XY, que comprenden fallas en el desarrollo de las gónadas, en la síntesis de testosterona, en el metabolismo de testosterona y en la sensibilidad a andrógenos (incluida la testosterona). Se han descrito más de doce genes, en diferentes cromosomas, incluidos los sexuales X e Y (pero no solo en ellos), que, por diversas razones, pueden desviar el proceso de diferenciación sexual hacia un camino inesperado.
Existen DSD que efectivamente llevan a una desconexión total entre el sexo del bebé y lo que la genética XY original permitiría prever, con genitalia completamente femenina, a veces incluso con útero y trompas, pero sin ovarios. Otras veces, la desconexión es solo parcial.
Una desconexión completa puede ser resultado de genes divergentes o de una total insensibilidad a los andrógenos, es decir, una falta de respuesta a hormonas como la testosterona. En este caso, la persona es XY, pero presenta fisiología completamente femenina: es una mujer. Tienden a ser más altas y delgadas que la media. No responden a la testosterona, que puede circular en altos niveles en la sangre: el cuerpo es incapaz de aprovechar la hormona.
Las mujeres XY generalmente solo sospechan que tienen algo diferente a las demás en la pubertad, cuando no menstrúan. No ovulan. Aun así, localizar la causa genética no es trivial. El hecho es que nacen mujeres, son mujeres y se perciben como mujeres. Tratarlas como cualquier cosa diferente a eso es cruel y prejuicioso. La frecuencia estimada de DSD del tipo XY es de aproximadamente un caso en cada veinte mil nacimientos. Raro, pero no tanto.