Todo empezó de madrugada, un día de mayo de 2023. Santiago Andrada, por entonces de 17 años de edad, se despertó con unos fuertes dolores en el estómago. Ese día, le tocaba entrenar fútbol, pero cuando llegó al entrenamiento le dijo al director técnico que no iba a poder hacer lo que siempre hacía.
Como los dolores no cejaban aunque pasaran los días, acudió a la emergencia del Hospital Policial, contó sus síntomas, y le recetaron unas gotas. Con eso se fue a casa, pero las gotas no ayudaron. Los síntomas seguían.
Tras unos días, volvió a la emergencia del Policial. Entre la primera y la segunda visita a ese hospital, los dolores abdominales continuaban, e iban empeorando. Los médicos pidieron dos exámenes, uno de sangre y una tomografía. Cuando los profesionales conversaron sobre los resultados de la prueba de sangre con la madre de Andrada, ella se alarmó. Eran valores que no eran los habituales para alguien como él. “El examen de sangre fue a las seis de la mañana, y la tomografía iba a ser a las seis de la tarde”.
Para cuando llegó el resultado de la tomografía, vino con la peor noticia: había un tumor en un intestino, y era imperativo internarlo en el Centro de Tratamientos Intensivos. A él le costaba dimensionar lo que estaba ocurriendo. “Pensé que me tendría que quedar una noche, y que al día siguiente regresaría a mi casa”.
A menudo, el diagnóstico de una enfermedad grave -en su caso, el veredicto médico fue linfoma de Burkitt, una forma de linfoma no Hodgkin de muy rápido crecimiento- puede dejar a alguien en un estado de shock, lo que contribuye a esa dificultad para tomar plena conciencia de lo que ocurre.
Pero no fue solo por eso. Según cuenta, su mamá no compartía todo lo que ella sabía para no sumarle preocupaciones y nervios, algo que Santiago ya de por sí tenía en abundancia.
Lo que él pensaba inicialmente sería una noche se extendieron a nueve jornadas, alguna de la cuales le resultó imposible dormir por el dolor en el estómago. Se determinó que debía permanecer internado a la espera del resultado de una biopsia, que podía demorar hasta un mes. La madre no quería esperar tanto, y quiso el azar que la hermana de Santiago comentara algo de su situación en su lugar de trabajo.

Alguien le comentó a su hermana sobre la Fundación Pérez Scremini, y ella —tras consultar en Internet— envió un correo electrónico a la organización. “Yo cumplía 18 en noviembre, pero por entonces -junio de 2023- seguía siendo menor de edad, y me admitieron”, relata.

Fue ingresado una vez más a un Centro de Tratamientos Intensivos. “Seguía muy nervioso, y empezó el tratamiento de quimioterapia”, cuenta. Por vía intravenosa le administraban los fármacos pertinentes —“Por suerte, no me tuvieron que operar”— para lidiar con el linfoma, y el muchacho de físico desarrollado y musculoso empezó a marchitarse. “Perdí pelos, cejas, peso.... Hasta 20 kilos bajé. Estaba tan débil que me despertaba y a los 15 minutos me volvía a dormir”, recuerda ahora.
Al impacto físico de la quimioterapia se le agregó el golpe anímico. “Estaba muy bajoneado”. Era como un espiral descendiente: sus músculos iban desapareciendo, y con ellos el ánimo que hasta entonces era parte de su personalidad, y que desplegaba en su círculo social y entre sus compañeros de equipo en los entrenamientos de fútbol.
Así pasaron tres semanas, y finalmente salió del CTI, pero aún faltaba otra etapa, en otra parte del edificio de la fundación, donde tenía que recomponerse tras la quimioterapia. “Cuando salí del CTI me sentía un poco mejor, pero me deprimí. Además, me agarré varicela y neumonía por tener las defensas tan bajas, y tuve que volver al CTI. Fue una semana muy dura”.
Aún en esa situación, miraba a su alrededor y veía casos de niños y adolescentes que atravesaban dificultades tanto o más graves que las suyas. Cuando trae a colación esos recuerdos su voz pierde algo de vigor, como si esas memorias oscurecieran sus palabras. “Pero hice muchos amigos. Algunos de mi edad, otros mayores, otros más chicos, y nos seguimos viendo”, cuenta y agrega que la experiencia -ahora que se recuperó- lo cambió de manera fundamental. “Ahora me siento muy bien, y abrí los ojos. Me preocupo menos por algunas cosas, y no tengo tanta angustia como antes. Me expreso más, porque antes era tímido y me aislaba. Ahora, todo lo contrario. Me di cuenta de que si no tenés salud, no importa todo lo demás”.
La doctora Fabiana Morosini explica que la particular variante de cáncer que tuvo Santiago es una de las más frecuentes entre pacientes de su edad, pero que es curable, y aporta otros datos sobre la lucha contra esa enfermedad en Uruguay. “Llevamos un registro de los casos de cáncer infantil, en coordinación con el Instituto Nacional del Cáncer, y el Ministerio de Salud Pública.
De acuerdo al recorte más reciente que tenemos, la tasa de curación para todos los tipos de cáncer infantil es de 80%, totalmente comparable con la de los países más desarrollados”. De acuerdo a Morosini, son varios los factores que explican esta tasa de éxito comparativo (en la conversación, ella también menciona que una de la metas para la Organización Mundial de la Salud es llegar a una tasa de curación de 60% a nivel mundial).
“Somos un país relativamente pequeño, sin grandes dificultades geográficas o culturales. No tenemos grandes dificultades de acceso a técnicas de diagnóstico, y tratamiento”. Justamente en relación a técnicas de diagnóstico, la jefa del Laboratorio de Biología Molecular de la fundación, Lucía D’Andrea, aporta que recientemente, y gracias a una donación de Barraca Uno y Club De Leones, se cuenta con un “sorter”, un aparato de alto desarrollo tecnológico y médico que permite separar células sanas de enfermas, y estudiarlas con mayor rigor y precisión. Todo para contar con las mejores herramientas disponibles, poder realizar diagnósticos certeros y rápidos, y recomendar tratamientos que contribuyan a la ya mencionada tasa de curación que tiene Uruguay en comparación internacional.