David Uip - O Globo (GDA)
La revista científica The Lancet publicó recientemente un estudio alarmante. Se estima que más de 39 millones de personas en el mundo podrían morir en los próximos 25 años debido a infecciones resistentes a los antibióticos, infecciones causadas por "superbacterias". Se proyectan nada menos que 1,56 millones de muertes anuales como resultado de este fenómeno.
Estas infecciones, que no pueden ser tratadas con los antimicrobianos actuales, superarán las muertes causadas por el cáncer y afectarán a más personas que enfermedades como el SIDA y la malaria. Es algo alarmante que requiere medidas inmediatas.
La preocupación por los microorganismos lleva mucho tiempo. Algunos hábitos de la población, las prescripciones médicas incorrectas y el mal servicio prestado por algunos "pseudomédicos" explican por qué el número de casos de resistencia a los antibióticos aumenta cada año.
El principio es el mismo que en la teoría de la evolución. A medida que los organismos son expuestos a una sustancia determinada, se adaptan para poder sobrevivir y reproducirse.
La vigilancia médica y epidemiológica es fundamental para determinar, mediante cultivos de sangre, orina y otros materiales, la sensibilidad o resistencia a los antibióticos disponibles. La prescripción debe ser correcta, en las dosis adecuadas, en intervalos regulares y durante el tiempo apropiado.
Durante la pandemia de COVID-19, motivado por la gravedad de muchos casos, el uso de antibióticos se amplificó, a veces de manera inadecuada, contribuyendo aún más al surgimiento de agentes infecciosos intratables.
Adicionalmente, existe una forma simple y eficaz de evitar la propagación de las bacterias, algo que muchas veces se subestima: lavarse las manos. La higiene adecuada evita que estos microorganismos se reproduzcan y se transporten de un lugar a otro.
A pesar de numerosas campañas y entrenamientos para los profesionales, este sigue siendo un problema persistente. Un acto tan simple puede prevenir una serie de enfermedades.
En 1928, Alexander Fleming descubrió el primer antibiótico, la penicilina. Muchos imaginaron que sería el fin de las infecciones bacterianas. Lo que se ha visto durante todos estos años es el desarrollo de nuevas clases de antimicrobianos.
Sin embargo, también como una cuestión de supervivencia, han surgido bacterias y hongos multirresistentes que están presentes entre nosotros, en los hospitales, las unidades de cuidados intensivos y los centros quirúrgicos, entre otros ambientes, poniendo en riesgo numerosos procedimientos que antes se consideraban seguros. No es raro que infectólogos y médicos se enfrenten a la identificación de un agente infeccioso con pocas o ninguna opción terapéutica.
El sector del agronegocio utiliza antibióticos en sus actividades, algo muchas veces indispensable, pero que puede comprometer la eficacia de los tratamientos disponibles, lo que refuerza la importancia de este tema entre los líderes globales.
La microbiología moderna, las pruebas moleculares y otras tecnologías, lamentablemente, no están al alcance de la mayoría de la población, lo que crea una brecha cruel entre quienes pueden y quienes no pueden pagar. Los estudios en esta área no son baratos y suelen avanzar más lentamente que la evolución de los microorganismos.
La racionalización del uso de antimicrobianos es una exigencia inaplazable. Para que sea efectiva, es esencial el compromiso total de los hospitales públicos y privados, seguido de un control riguroso de las prescripciones, incluyendo consultorios médicos y centros ambulatorios del Sistema Único de Salud.
Termino con un llamamiento vehemente a quienes se preocupan por minimizar esta amenaza a la salud, que ya está entre nosotros: es fundamental que exista una política pública global eficiente, fuerte y duradera. Se necesita la concienciación de todos los ciudadanos, además de grandes inversiones de la industria farmacéutica y los gobiernos.
Millones de vidas pueden salvarse. Depende de todos nosotros, y no hay más tiempo que perder.
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