Y sí… Mientras en Narnia, el debate educativo más sonado es sobre unos estudiantes que no quieren cambiar de salón gremial, en el mundo real se discute sobre el colapso humanista que puede provocar el avance de la inteligencia artificial.
Recomiendo leer el análisis que realizó Julia Rodríguez Larreta en su columna de este diario del sábado pasado. El riesgo ya no se limita -como yo mismo creí en un principio- a la algoritmización del pensamiento, al achatamiento de la creatividad, sino que va más allá. Está creciendo en los expertos la convicción de que el avance no regulado de los hallazgos en inteligencia artificial puede volverse incontrolable a escala humana.
Lo dice Julia con una elocuencia atemorizante: “El lenguaje es el medio operativo de la cultura (…) Así que al dominar el vocabulario, la IA puede ‘hackear’, utilizar y torcer al gran vector de la civilización. Se ha apoderado de una llave maestra”.
Esa inquietud, que en un principio podía resultar exagerada e influida por la imaginería de la ciencia ficción, se confirmó con una reciente declaración suscripta por más de un millar de personalidades influyentes de la ciencia y tecnología. Piden que los sistemas de Inteligencia Artificial sean “más precisos, seguros, interpretables, transparentes, confiables y leales”.
Me impresionó este último adjetivo. ¿Será que llegamos a tal grado de revolución tecnológica que debemos reclamar lealtad a las máquinas? ¿Tendremos que aceptar que la distopía de Yo, robot” de Isaac Asimov puede hacerse realidad?
En momentos como este, de transición hacia lo impensado, es cuando más importa volver a las verdades que las grandes obras de arte tienen para lanzarnos a la cara.
Con la historia del cine pasa algo curioso: hay películas que formulan situaciones distópicas adelantándose a su propio tiempo. Tal fue el caso del clásico mudo Metrópolis (1927), dirigido por el alemán Fritz Lang, que misteriosamente preanunció el surgimiento del nazismo. Y el ejemplo emblemático al que me quiero referir en esta columna es el que acertadamente mencionó Julia el sábado pasado: 2001: odisea del espacio (1968), una película de Stanley Kubrick a partir de un cuento de Arthur C. Clarke que, por lo visto, se adelantó en más de 50 años a la probabilidad ominosa que hoy golpea nuestra puerta.
2001 formula una inquietante hipótesis antropológica. En la primera parte, presenta a una tribu de hombres-mono herbívoros, que viven escapando de las acechanzas naturales, y cómo el descubrimiento de un arma con la que agredir a otras tribus y cazar animales, los convierte en carnívoros y dominadores del entorno. Es un enigmático monolito el que parece instruirlos para dar ese salto cultural, que vuelve a aparecer en las tres partes siguientes de la película, jalonando distintas etapas de la evolución humana. Ese objeto puede interpretarse como una antena que recibe conocimiento del universo y lo difunde a los hombres, o simplemente como un mojón metafórico en la evolución de la especie.
Lo más perturbador que nos plantea la película es que, desde el origen de la creación hasta la última evolución tecnológica de la humanidad, los saltos cualitativos siempre estuvieron pautados por la agresión, por la capacidad de dominar en forma violenta a un otro que nos subyuga. Con la primera arma -el hueso de un animal-, la tribu de hombres-mono arrebata a sus adversarios el acceso al agua que necesitaba para sobrevivir. Triunfante, su líder arroja el hueso al cielo y este se convierte mágicamente en una nave espacial: la primera herramienta y la última, creadas por el hombre para el afianzamiento de su supervivencia.
La escena más importante de la película es aquella en que un astronauta desconecta a la supercomputadora HAL 9000, la inteligencia artificial que comandaba a su nave y que (tal como advierten los firmantes del manifiesto reciente) resultó ser “desleal” con quienes la crearon y utilizaron.
La idea que transmiten Kubrick y Clarke es cristalina: si la supervivencia dependía en el pasado del enfrentamiento a muerte entre las personas, la del mañana dependerá de derrotar a las máquinas, a esa inteligencia superior que nosotros mismos forjamos sin comprender que un día nos superaría y se abocaría a reemplazarnos. En nuestra misma vocación de progreso está el germen de nuestra autodestrucción.
Una vez más, como con Metrópolis y el nazismo, la intuición artística se adelantó a la realidad histórica.
Por mi parte, ayer le pregunté al ChatGPT si coincidía con el augurio de 2001. Vean su respuesta: “La idea que la IA supere a la inteligencia humana en términos de inteligencia y control es una posibilidad que no se puede descartar. Sin embargo, es importante abordar los desafíos técnicos y éticos que surgen a medida que la tecnología avanza, y reflexionar sobre el papel que la humanidad debe desempeñar en el futuro de la tecnología y la sociedad”.
No hay caso: ya está programado para responder con corrección política.