Después de su breve desencuentro con Washington (que se mantuvo reservado) su relación se recompuso al serle conferido el mando de tres batallones en la decisiva batalla de Yorktown, donde con arrojo y capacidad conquistó un clave reducto británico, fundamental en la eventual victoria de las fuerzas franco norteamericanas.
Hamilton acababa de casarse con la vivaz, inteligente y poco pretenciosa, Elisabeth, hija del general Schuyler, un encumbrado personaje del estado de New York. (Tuvieron nueve hijos, incluyendo una adoptada). Cuando estaba con su familia, les dedicaba atención, calidad de tiempo y cariño. Todos sus hijos aprendieron francés.
Eliza era buena compañía en la intensa vida social que los ocupaba y además, entre sus múltiples ocupaciones regenteaba un orfanato que ambos organizaron después de la guerra. El matrimonio donaba con frecuencia a obras de beneficencia.
Al terminar la guerra, Hamilton, ya General de División, fue clave en desbaratar la incipiente rebelión del ejército revolucionario que, no sin razón, imploraba se les pagara los sueldos atrasados. En algunos casos con demoras de hasta seis años. Muchos soldados habían perdido sus hogares, su salud, pero el Congreso de la Confederación resultaba reticente o incapaz de aprobar los medios (impuestos o tierras) necesarios para remunerar a los soldados. Era urgente e importante calmar la peligrosa efervescencia que animaba al ejército, pronto a ser desmovilizado. Consecuencia de la paz recién firmada entre GB y los EE. UU. en 1783.
La situación recalcaba la convicción de Hamilton (y de Washington) de dotar al país de un gobierno central y no la unión confederada de 13 estados soberanos, postura de George Clinton, el poderoso Gobernador de New York y otros como Jefferson, todavía embajador en Francia. Así comenzó a forjarse la división que se fue acentuando y que culmino, casi un siglo después, con la guerra civil.
Hamilton rápidamente terminó sus estudios y se convirtió en un prestigioso y popular abogado en NY que no escabullía el ocuparse de asuntos conflictivos. Como la de abogar por los derechos de quienes simpatizaron con los ingleses, sobre quienes caía la venganza y la expropiación de sus bienes. Temía las consecuencias de un masivo éxodo a Canadá o regreso a GB. Se ocupaba igualmente de las personas de pocos recursos y de mujeres desamparadas en busca de justicia; en pleitos mercantiles y del rubro penal. Varios prestigiosos jueces dejaron constancia de su capacidad para convencer al jurado y lograr el triunfo de sus causas, al igual que su profundo conocimiento de la ley.
Dejó la espada, pero al tomar la “toga” siguió siempre imbuido en constantes luchas. Fue determinante en forjar la estructura necesaria para convertir a su patria adoptiva en una nación poderosa. Sus armas fueron su elocuente voz y pluma.
Aunque Hamilton aborrecía la esclavitud, tratar de abolirla manteniendo la unión era misión imposible. Priorizó lo segundo convencido de que la sociedad no estaba dispuesta todavía, a luchar por la liberación de los esclavos. (Hubo que esperar cuatro generaciones y el desenlace de una terrible guerra civil, para lograrlo). Mientras tanto, había que forjar la Unión y enfrentar al mismo tiempo una avalancha de temas más pedestres. Por ejemplo, reconocer, estructurar y afrontar el pago de la deuda externa contraída durante la guerra. Crear una moneda y un sistema bancario. Había mucha oposición a esto. Otra consecuencia inmediata de la independencia fue, el caos comercial, la suba de precios y la incertidumbre creada. Cada Estado comenzó a gravar el tránsito de mercancías (entre sí) con el agravante suscitado por los derechos sobre la navegación de los ríos. Las incipientes aduanas internas entorpecían el flujo de bienes que hacían subir los precios.
Hamilton fue el hombre providencial para encausar y resolver estos desafíos. Creó ”The Bank of the United States” (similar al BROU original, con derecho a emisión) y “The Bank of New York” cuya carta orgánica/estatutos redactó de puño y letra.
Para resolver el caos interestatal se convocó a una reunión en Annapolis con el objetivo de recomendar medidas para corregir los problemas comerciales fluviales y aduaneros donde los principales delegados, Hamilton (N.Y.) y Madison (Va.) terminaron dando recomendaciones que excedían ampliamente el mandato original de la comisión. Esto precipitó el fin de la Confederación, iniciandose la elaboración de la Constitución de los EE.UU.
Pero había que hacer entender a la ciudadanía la conveniencia de un gobierno central, con un congreso (o parlamento) que dictara leyes, un poder ejecutivo que las implementara y un poder judicial que velara por la correcta aplicación y donde necesariamente los estados (originalmente 13) cederían gran parte de su soberanía. A Hamilton le preocupaba que se produjeran hostilidades estaduales.
Para lograr el consenso (una vez aprobado el texto de la carta magna -cosa que no fue nada fácil) se convino que debía ser ratificada por 9 de los 13 estados. A esa importantísima labor se dedicó Hamilton, en colaboración con Madison y Jay, publicado en forma periódica y anónima “The Federalist Papers”, 85 cortos ensayos de filosofía política apoyando su ratificación en un estilo periodístico, el sistema de pesos y contrapesos que garantizarían las libertades promulgadas. Un esfuerzo ciclópeo de educación cívica. Hubo que convencer o neutralizar a varios gobernadores y políticos que temían perder relevancia y poder y luchaban denodadamente contra su ratificación.
El ambiente para su aprobación en la legislatura de NY era negativo. Convenía contar con una masa crítica de estados que la aprobara previamente. Hamilton, hizo variedad de cosas, entre ellas, con su bolsillo estableció un correo para coordinar esfuerzos. Además logró se debatiera y se votara artículo por artículo su texto, retrasando al máximo el proceso hasta que llegó a todo galope un mensajero desde Virginia (el otro estado clave) con la noticia de Madison de que su estado la había ratificado. Para no quedar aislado, con pocas ganas por parte del gobernador y sus adeptos, NY ratificó entonces la Carta Magna.