Argentina ante un desfile de miserias

En “La invención de la Argentina”, Nicolás Shumway señala el mito decimonónico de “la grandeza frustrada por enemigos de adentro”. Ese rasgo de la política argentina señalado por el intelectual norteamericano que dirige el Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Texas, es usado hasta el absurdo por el kirchnerismo.

Sobre la utilidad de señalar conspiraciones para estigmatizar y cargar sobre “enemigos” las culpas propias, han escrito muchas mentes lúcidas. En su novela “El Cementerio de Praga”, Umberto Eco plantea literariamente lo que abordó de manera directa en su ensayo “Construir al Enemigo”: es necesario tener siempre a mano un enemigo y, si no existe, hay que inventarlo, porque resulta imprescindible para cargar sobre él defectos propios y para zafar de situaciones apremiantes.

En “Construir al Enemigo”, el filósofo y novelista italiano sostuvo que la desaparición del “evil empire” que había descripto Ronald Reagan en un recordado discurso de 1983, generó un desconcierto que desdibujó la identidad norteamericana, hasta que Osama Bin Laden “tendió su mano misericordiosa y le proporcionó a Bush la ocasión de crear un enemigo”.

Tener un enemigo sirve para convertirlo en chivo expiatorio, para desviar la atención de situaciones graves y para que la sociedad cierre filas en torno a liderazgos cuestionados. Pero el kirchnerismo, al hacerlo en sobredosis, debilitó su efecto. El gobernador de Buenos Aires Axel Kicillof, lanzando la sospecha de que el asesinato de un colectivero fue una conspiración urdida contra su gobierno y que Patricia Bullrich está detrás de ese complot criminal, entró de lleno en la dimensión del absurdo.

El uso desproporcionado de la creación del enemigo comenzó con Néstor Kirchner culpando de salvajismo neoliberal a dos figuras con las que había estado políticamente asociado: Carlos Menem y Domingo Cavallo.

La campaña para culpar al gobierno de Mauricio Macri y, específicamente, a su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, por la muerte de Santiago Maldonado, después de que cincuenta peritos certificaran que murió ahogado de manera accidental, fue uno de los hitos más descarados en la aplicación de ese método conspirativo. Pero a esta altura, el abuso de la estratagema le hizo perder potencia. Ya ni en las filas propias logra el efecto buscado. Por el contrario, deja aún más expuesto el derrumbe del oficialismo por el fracaso del gobierno.

Como si las desopilantes insinuaciones sobre el vínculo de Bullrich con el último asesinato de un colectivero no fueran suficiente muestra de catástrofe ética, el ministro bonaerense Sergio Berni agregó estropicios a los que ya había protagonizado por abocarse a la demagogia escénica en el escenario de una tragedia.

A la detención de dos colectiveros tratándolos como si fueran Pablo Escobar y el Chapo Guzmán, le sumó sobreactuados operativos policiales en los ómnibus.

Tan patética deriva plantea interrogantes inquietantes: ¿Por qué ni Cristina Kirchner ni Axel Kicillof se deshacen de ese personaje que siempre fanfarronea con posiciones políticas que están en las antípodas de las banderas kirchneristas?

Que los líderes del kirchnerismo lo toleren y sostengan, aún ostentando mano dura y definiéndose como un peronista de “derecha” mientras fracasa ruidosamente como ministro de Seguridad, hace pensar en alguna razón oscura.

Desde los tiempos del poder provinciano en Santa Cruz, Sergio Berni parece tener un poder sobre la familia que lidera el movimiento en el que tan a menudo da la nota disonante. La naturaleza de ese poder es enigmática, pero por los rasgos del personaje, es posible imaginarla oscura.

Todo suena como horribles crujidos en el oficialismo. Pero por suerte para el presidente, la vice y la dirigencia kirchnerista, en lugar de contrastar con esas postales ruinosas dando muestras de alta política, la oposición exhibe sus propias miserias.

Horacio Rodríguez Larreta está perdiendo elegancia y mostrando opacidades en su enfrentamiento con Mauricio Macri y Patricia Bullrich. Pero Macri no pudo siquiera simular que su paso al costado en la fórmula presidencial no fue un gesto de grandeza, sino una aceptación resignada de lo que vaticinan las encuestas. A la hora de retener poder posicionando a sus alfiles más leales, no tiene límites y lo demostró acusando de traidor al sublevado Rodríguez Larreta.

Al fin de cuentas, en el contexto existente, decir que el gobernante porteño le causó “una profunda desilusión” equivale a acusarlo de cometer “una grave traición”.

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Claudio Fantini

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