La invasión rusa a Ucrania ha vuelto a poner sobre el tapete la idea de que existe un Occidente que defiende ideas y valores distintos a los de otros países, en el escenario actual, claramente enfrentadas a las de Rusia y China. El concepto tendió a desaparecer en el discurso político luego del fin de la guerra fría. Las arengas en favor de los ideales occidentales tan típicos de los exitosos gobiernos de Thatcher y Reagan pareció quedar atrás en un mundo en que la democracia liberal y la economía de mercado parecieron pasar a ser la opción por defecto para todos los países. Hoy parece estar recobrando su sentido, al menos en una de sus posibles interpretaciones.
El historiador Norman Davies en su voluminoso libro Europa: Una historia, comenta que han existido a lo largo de los siglos distintas interpretaciones sobre lo que es Occidente, rastreables incluso a la Antigua Grecia. Una de las primeras fue la asociada al Imperio Romano, en particular, sería occidentales los países que estuvieron bajo su zona de influencia y podían reclamar su legado. Luego vino la distinción religiosa a medida que Europa se identificó con el cristianismo, lo que posteriormente tuvo se vertiente católica y finalmente una protestante a partir del declive de España y el ascenso del Reino Unido.
Existió también una versión francesa en los siglos XVII y XVIII, con su particular versión de la Ilustración y el avance del francés como el idioma dominante entre las elites europeas. Davies también identifica una variante imperial durante el siglo XIX y una espejo de tipo marxista, esperando que el desarrollo capitalista traería una inevitable debacle y revolución.
Luego tenemos una primera versión alemana, cercana a la primera guerra mundial, centrada en su control de Europa Central. También ubica una versión WASP (White Anglo-Saxon Protestant) surgiría de la comunión de intereses británico-americanos durante la primera guerra y de la anglofilia de los segundos. Davies plantea una versión nazi que tuvo como característica distintiva el racismo y posteriormente, una bajo el liderazgo norteamericano a partir de la segunda guerra mundial que incluiría países de distintas regiones del mundo, como Japón o Australia. Finalmente, ubica una versión centrada en la reconciliación de Francia y Alemania y la búsqueda de la prosperidad de la Comunidad Europea.
El repaso de Davis, más allá de los matices que puedan plantearse, viene bien para entender que la idea de una civilización occidental ha sido variable a la lo largo de la historia, no se le puede atribuir un fin determinístico y tiene una plasticidad que ha servido a muy diversas ideologías e interpretaciones.
Ahora bien, ¿tiene alguna utilidad en nuestros días? Sí, en la medida que nos recuerda que Occidente se construyó sobre los valores de la civilización greco-romana y judeo-cristiana y muchos de sus problemas contemporáneos se deben a su rechazo en aras de una presunta “liberación” de sus “prejuicios” que lleva a una cultura de la cancelación mucho más cerrada que el mal que proclama combatir.
Mirando el vaso medio lleno, Occidente reaccionó mejor a lo esperable frente a la invasión rusa, mirando el medio vacío, el liderazgo norteamericano no es consistente, entre un Partido Demócrata radicalizado por la cultura “woke” y un Partido Republicano trumpista que es la antítesis del reaganiano.