La cuestión acerca de cuáles deben ser las reglas de organización de los gobiernos de las naciones y cuáles los objetivos a lograr a través de las mismas, desde la antigüedad, ha concitado el debate público con la participación de los mejores pensadores de cada tiempo.
Básicamente, la discusión siempre se enfocó a determinar a) cuál es la fuente de legitimación del poder de los gobernantes; b) cuáles son los objetivos más valiosos a perseguir desde el punto de vista moral y c) si los individuos mantienen algunos derechos que no pueden ser avasallados por los gobernantes o si -en cambio- los objetivos colectivos se sobreponen a los individuales, sin restricciones de ningún tipo.
En los últimos 200 años la polarización de las ideas políticas se concretó, entre -en un extremo- la democracia liberal, que implica elecciones periódicas de los gobernantes -con las libertades políticas garantizadas como derechos individuales invulnerables- esto es, la libertad de asociación política, la libertad de expresión del pensamiento, el sufragio secreto, la representación de las minorías y las garantías del Estado de Derecho y -en el otro extremo- la autocracia política, caracterizada por la existencia de un grupo o partido único que gobierna, invocando estar legitimado para hacerlo, por los objetivos e intereses colectivos que dice representar, ya sean los de la clase trabajadora revolucionaria, los de una proclamada raza superior o el destino histórico del Estado, sin respetar ninguna de las libertades políticas mencionadas, ni la existencia del Estado de Derecho.
En la naciones que han conseguido institucionalizar una democracia liberal, se plantea una cuestión de grado, que se pone de manifiesto en los diferentes objetivos de los partidos políticos que aspiran a gobernar, referidos a estos puntos fundamentales: en qué medida la mayoría que gobierna puede imponer -a través del Derecho- restricciones a las diversas libertades de los individuos, en aras del “interés general”, y en qué medida debe intervenir el Estado para proveer servicios públicos y asistencia a los más necesitados (trabajo, salud, educación, seguridad social, vivienda, etc.) procurando una mayor justicia social en términos de igualdad.
Pues bien, en ese escenario, conformado por un amplio abanico de opciones, se encuentra una posición ideológica difundida en el mundo occidental que se autodenomina “socialismo democrático” o “social democracia”, cuyo programa promueve -dentro de una economía de mercado- un incremento de la acción del Estado, en pos de una mayor igualdad en el bienestar de los ciudadanos.
Claro que, la generación histórica de esta formación política, se produjo a través de un parto largo y doloroso, de duros enfrentamientos con la parte del socialismo que abrazó el marxismo como dogma y praxis, a partir de la mitad del siglo XIX.
Los enfrentamientos no fueron sólo teóricos, pues incluyeron de parte de los marxistas, luchas cruentas, con persecuciones, purgas, proscripciones, fusilamientos, dictaduras y “terrorismo de Estado”.
En efecto, desde 1848, en que irrumpen Marx y Engels en el socialismo preexistente -con su teoría sobre el determinismo histórico, de la autodestrucción del capitalismo y del inexorable camino a la dictadura del proletariado- hasta la revolución bolchevique de 1917, se produjo, en el campo teórico, una marcada hegemonía del socialismo marxista, sobre el no marxista.
Sin embargo, luego de la revolución rusa, con la imposición de una brutal “dictadura del proletariado”, la subsiguiente aparición de Stalin con su peor sistema de represión colectiva durante 30 años, llegando a uno de los mas graves genocidios en la historia de la humanidad, con la imposición de un partido único, con pretensión de universalizarse, extendiéndose primero a la creada Unión Soviética y luego a todo Europa del Este, sojuzgándola por la fuerza de las armas, invocando la “solidaridad proletaria”, los partidos socialistas de Europa renegaron del marxismo y del método revolucionario, por tres razones esenciales: por el horror de las dictaduras comunistas, por el pésimo resultado -tanto económico como moral- de las economías dirigidas por el Estado -propietario de todos los bienes de producción y explotador de una nueva masa de proletarios- y porque, por encima de todo, advertían que los valores de la democracia liberal eran insustituibles e irrenunciables.
Con la posterior disolución de la Unión Soviética, la democratización de las naciones de la Europa del Este y el fracaso absoluto del modelo de economía comunista, la separación entre el socialismo marxista y el socialismo democrático, se hizo cada vez más evidente e irreversible, con la pérdida de peso electoral de los viejos partidos comunistas de Europa.
En nuestro país, sin embargo, nos encontramos con un fenómeno inverso en el seno del Frente Amplio: el Partido Comunista y el M.P.P., a lo que se les suma el Partido Socialista -también marxista-, dominan ampliamente los cuadros, mientras que los sectores de la izquierda democrática, esto es, los socialdemócratas y democristianos, que otrora conformaban la amplia mayoría de la “fuerza política”, se han transformado en una minoría decreciente, seguramente, porque sus votantes no les creen a los portavoces de los sectores dominantes, cuando falsamente se autoproclaman demócratas y defensores de la libertad y de los derechos humanos, habida cuenta del extenso prontuario de antecedentes con que cargan.
Máxime, cuando esos sectores, ahora dominantes dentro del Frente Amplio, nunca condenaron las atrocidades cometidas contra la libertad, en la Unión Soviética, en Europa Oriental, en China, en Cuba, Venezuela o Nicaragua.
¿Nos olvidamos que en febrero de 1973, a través de las páginas de El Popular (órgano de prensa del Partido Comunista), alentaron abiertamente el golpe de estado militar, con la clara intención de sumarse a la asonada porque pensaban que los conspiradores eran comunistas?
De allí el dilema: ¿no deberían separarse del lema padario, para recobrar su virtuosa identidad democrática?