Qué hubiera pasado si, en lugar de ser el Dalai Lama quien le pidió a un niño que le chupara la lengua, hubiera sido el Papa Joseph Aloisius Ratzinger, más conocido como Benedicto XVI? Por qué se eligió para el ejemplo el fallecido papa y no el actual Francisco. Por obvias razones. El argentino es, como el Dalai Lama, políticamente correcto. Cosa que no era su predecesor. Y por eso es de esperar que una justificación como la que dio el círculo cercano de la reencarnación del Bodhisattva patrono del Tibet, no hubiera sido suficiente para terminar el tema como lo hizo el desconcertante: “Su Santidad a veces bromea con personas que conoce en una forma inocente y juguetona, incluso en público y ante cámaras”.
¿Qué hubiera pasado si, en lugar de ser José Mujica quien aseguró en un libro que “hay que juntarse y hacer mierda a esos gremios (los de la educación), no queda otra. Ojalá logremos sacarlos del camino”, hubiera sido otro ex presidente como Luis Alberto Lacalle o Julio María Sanguinetti? ¿O cualquier figura medianamente influyente de algún partido de la coalición republicana? Seguramente la reacción de los aludidos habría sido otra bien diferente a la que vimos en aquel momento.
¿Qué habría pasado si el que recibió la orden de cerrar el río San Juan para que un presidente fuera a pescar, se hubiera negado a cumplirla y las autoridades lo hubieran sancionado por insubordinación? ¿Habrían saltado los gremios a defender al compañere milique vulnerade en sus derechos? ¿Hubiera salido Yamandú Orsi a decir que le duele la libertad del funcionario? ¿Habría aparecido Carolina Cosse en televisión, con cara de circunstancia y un discurso mal memorizado a través del cual expresaría su solidaridad con quien se negó a acatar la orden?
¿Le pediría al presidente que la emitió que “reflexione y revierta la sanción”? ¿Y Mario Bergara? ¿Será que habríamos visto un firme tweet de su parte pidiendo “explicaciones a los responsables de la decisión”?
¿Qué habría pasado si el encargado de ejecutar la directriz de pintar de verde todos los semáforos de la capital, se hubiera plantado en rebeldía ante semejante adefesio estético con un: “yo no pinto nada”. ¿Habrían saltado los amigos de Adeom a defender el derecho de este buen hombre a poner su granito de arena en pos de una Montevideo menos ridícula?
La moral es un chicle que se estira para acomodarse a las necesidades de aquellos cuyos principios también son como goma de mascar. Necesidades que pueden ser espirituales, económicas, electorales o de cualquier índole. Y principios que se pueden manosear para aquí para allá a fin de evitar problemas de identidad o bien por lisa y llana falta de coraje. Por pudo miedo a ya no pertenecer o a que lo que uno creía como una verdad absoluta se derrumbe como castillito de arena.
Quien esto firma prefiere no correr el glúteo ante el embate de la jeringa y en cambio exclamar, a viva voz, que todo adulto que le pida a un niño que le chupe la lengua debería ser condenado sin contemplaciones ni justificativos de ninguna especie. Ni religiosa ni ideológica ni nada. Sea el Dalai Lama, un correligionario o un amigo de toda la vida.
Por otra parte, todo el que desee no cumplir con una orden de arriba, está en su derecho… a renunciar e irse a su casa.