Cada principio de semestre me pasa lo mismo. Preparo mis clases en la universidad, hago mis mejores esfuerzos por transmitir con claridad y cómo hacer que los estudiantes sean participantes activos de la clase. Mi principal desafío, todos los años, suele ser el mismo: sacar a los estudiantes de la idea de que las decisiones se resuelven con un cuadro de doble entrada que te dice qué hacer en cada momento o de respuestas mágicas. Evidente spoiler-alert: no existe tal cuadro. A los problemas complejos no les podemos pedir respuestas simples. Si tomar decisiones fuera tan simple, todos lo haríamos bien y es una tarea sumamente difícil.
Sin embargo, solemos caer en esa trampa. Tener respuestas simples y propuestas salvadoras es lo que nos gusta y, contrariamente a la realidad, cualquier otra cosa suena a desconocimiento. Queremos respuestas que nos calcen como pieza de puzzle a las preguntas complejas que son multicausales.
Basta con darse una vuelta por una librería: “las 10 claves del éxito”, “los 20 pasos para ser feliz”, “los 30 hábitos de las personas eficientes”. A pesar de ser plenamente conscientes de que la vida es sumamente complicada, buscamos recetas simples que aplicar a los grandes problemas.
La falacia narrativa, concepto introducido por el filósofo y estadístico Nassim Taleb, ocurre cuando proyectamos lo que esperamos del futuro en base a historias (generalmente dudosas y subjetivas) del pasado, como intento de dar sentido al mundo. Estas historias explicativas cuanto más convincentes, son más simples y concretas, centrándose en unos pocos acontecimientos. Es por eso que nos dan mayor significación: al éxito, al fracaso, al talento, a la estupidez y a las intenciones. Los humanos constantemente nos engañamos construyendo explicaciones endebles del pasado que creemos verdaderas para poder construir un relato y, así, sentir certidumbre de lo que puede pasar.
Esto se potencia con otro sesgo cognitivo que es el efecto halo, que consiste en inferir destrezas, capacidades o atributos de una persona o de una cierta circunstancia, a partir de la primera impresión que tenemos de ésta. Esto contribuye a que nuestras narraciones explicativas sean simples y coherentes, exagerando la consistencia de nuestras evaluaciones: la buena gente sólo hace cosas buenas y las malas solo hace cosas malas. Y tendemos a presuponer que los expertos reconocidos en un área, pueden opinar con igual propiedad de los demás temas.
Cualquier inconsistencia reduce la sencillez y la claridad de nuestro pensamiento, lo que se ve potenciado en un contexto histórico de redes sociales, donde titulares en 280 caracteres y una foto son el centro de un mensaje.
Tendemos a construimos la mejor historia posible partiendo de la información disponible y si la historia es buena, la creemos. Porque es más fácil construir una historia coherente cuando nuestro conocimiento es escaso. Nuestra consoladora convicción de que el mundo tiene sentido descansa sobre un fundamento seguro: nuestra capacidad casi ilimitada para ignorar nuestra ignorancia.
Entender cómo funciona el mundo da trabajo. Tomar decisiones y, ni que hablar, opinar con rigurosidad, no resiste procesos abreviados.