A raíz de un tema que grabó en colaboración con el trapero español C. Tangana, nuestro gran Jorge Drexler declaró algo para el diario La Nación que me dejó pensando: “La neofobia es una estructura de discriminación igual a cualquier otra discriminación. El miedo a lo nuevo es discriminación etaria muy peligrosa para mí. La premisa es: ‘Ah, no, esto no es música, porque música era la nuestra’. Esa música a la que esos señores llaman ’nuestra’ también fue discriminada en los setenta. Siempre intenté eludir la neofobia”.
Recibí las palabras de Jorge como una plancha en el pecho. Hace más de 40 años que vengo despotricando públicamente contra expresiones musicales que califico de decadentes y degradantes, desde las viejas cumbias sexistas de los 80 (y su peor expresión, la cumbia villera de los 90 y los 2000), hasta el malón de reguetones que hoy lidera cuanto ranking anda en la vuelta.
En mi solitaria prédica, en más de una oportunidad polemicé con colegas que saben más que yo, pero que no lograron torcer mi vasca tosudez. Cuando Montevideo fue Capital Iberoamericana de la Cultura, celebré que la Intendencia hubiera hecho un video con artistas de todos los géneros, pero excluyendo a los de la llamada “música tropical”. Recuerdo que mi amigo Fernando Santullo se indignó por mi talante discriminador. Otro amigo, el sociólogo Néstor Da Costa, me hizo notar en aquella oportunidad que el origen del tango fue similar, con estructuras compositivas elementales y letras procaces. Más recientemente vino un arduo debate con un columnista de La Diaria que criticaba mi lema de “más Mozart y menos cánticos de barrabravas”, que alguien en las redes sociales simplificó humorísticamente con la consigna “menos cumbia y más Mozart”…
Además de ser un creador excepcional, Drexler es un estudioso del arte compositivo, como lo demuestra en una charla TED donde explica la versificación en décimas y su componente rítmico, que se encuentra en YouTube y recomiendo ver.
Tiene razón cuando apunta contra quien rechaza las nuevas manifestaciones populares.
No solo pasó con el rocanrol en los 60 y 70. Ocurrió también con los orígenes del tango y del jazz, en ambos casos identificados con la vida prostibularia.
Lo interesante, a mi juicio, es que estos géneros no quedaron encerrados en una subcultura. Las letras de los primeros tangos hacían ostentación del mal gusto: la original de El choclo contenía referencias sexuales explícitas. Pero el género supo evolucionar e incorporar a poetas sublimes como Alfredo Le Pera, Cátulo Castillo, Homero Manzi y Horacio Ferrer. Sus primitivas melodías originarias dieron paso al lirismo impresionante de las de Gardel, Troilo, Castellanos, Mores y Piazzolla. Y lo mismo puede decirse del jazz, cuando despega en las partituras de George Gershwin, Cole Porter y tantos otros.
Será entonces que, para no pecar de neófobos, a los autores reguetoneros tenemos que darles un poco más de tiempo. Por ahora, no puedo ocultar mi cara de espanto cuando escucho algunas de sus letras. Veamos por ejemplo el caso de Callejero Fino, uno de los artistas que estaba actuando en la rambla de Montevideo hace unas semanas, cuando se produjo una batalla campal entre los espectadores: “Quiero una rochita solterita que mueva hasta abajo el culo / Dale, turrita, que hoy se pica y quiero que muevas el culo”. Para más dato, el título de la canción es ese: “Culo”. Sutil…
Erran de palo a palo quienes suponen que esta música chatarra se identifica con niveles socioculturales bajos: se baila en celebraciones de todas las clases sociales. Incluso hace años que se denuncia que en muchas fiestas escolares, hay maestras que preparan coreografías donde las niñas “perrean” y he leído que lo reivindican con expresiones tales como “si es la música que les gusta a ellas, ¿qué quieren que les haga bailar? ¿El pericón?” La verdad que sí, un poco de pericón no les vendría mal.
Debo ser claro: que toda esa escatología musical me parezca detestable, no significa que promueva su censura. Por supuesto que la libertad es libre y todo el mundo tiene el derecho a producir y escuchar lo que le venga en gana.
Lo que sí creo es que quienes tenemos capacidad de influir sobre la sociedad, ya sea como formadores de opinión o desde la gestión cultural, debemos asumir una militancia activa que contrapese estas expresiones. Los liberales a ultranza abominan de toda política cultural. Los marxistas a ultranza, en cambio, la usan como instrumento de propaganda. Ni lo uno ni lo otro: al Estado compete promover una cultura amplia y plural.
Amplia, para que al fin los amantes del reguetón descubran que también existe Mozart. Y que elijan qué escuchar, conociéndolo.
Plural, para que en ella tengan cabida todas las visiones del mundo y no solo las que promueve quien gobierna. Para que nadie utilice ni manipule a la gente.
Combatir la neofobia, de acuerdo, pero también la neofilia. Alentar que la cultura evolucione, sin simplificaciones embrutecedoras ni monopolios conceptuales.