En lo referido a violencia social los uruguayos no podemos sentirnos tranquilos. Los homicidios siguen aumentando y existen barrios en la capital, en su mayoría asentamientos, donde transitarlos constituye un desafío. Piénsese entonces lo que significa vivir en ellos, o peor aún, criar una familia en medio de espacios hogareños inexistentes, faltos de privacidad, con pisos de tierra, faltos de agua potable, carentes de saneamiento y a menudo electricidad, en suma pobreza y enfermedad más inseguridad. Algo similar ocurre en el interior donde los antiguos “barrios de ratas” fueron sustituidos por guetos, o asentamientos, con mera ganancia semántica.
No se trata de un problema de éste o del anterior gobierno. La oposición mantuvo quince años el poder y poco hizo para resolverlo. Sin olvidar tampoco que en el 2005 recibió un gobierno, que habiendo gobernado al país durante décadas tampoco lo había superado. Tal como pobreza, indigencia y la temática habitacional adosada, fuera un mal incurable, sin posibilidades, fueren cuales fueren los propósitos, de hallar una cura para los más de seiscientos mil orientales que la sufren. Compatriotas que no solo viven en condiciones zoológicas, sino que inevitablemente su condición (lenguaje, vestido, actitud general) los aislara del resto de la ciudadanía desde hace décadas. Expresar impotencia no significa omitir que su superación no es sencilla, implica modificar raigalmente a más de doscientos agrupaciones de vivienda en todo el territorio nacional y al tiempo dejar atrás pobreza e indigencia, invirtiendo miles de millones de dólares de los que el país carece. Por más que no todos los uruguayos que habitan asentamientos sean pobres absolutos, la mayoría de ellos lo son cultural y sicológicamente. Ello hace que la estigmatización territorial que sufren, junto a su carencia de medios para superarla, los estimula a estrategias de evitamiento que exacerba su aislamiento y los procesos de ruptura social. Cuando no a delinquir.
El Ministerio de Desarrollo Social acaba de publicar estadísticas sobre lo ocurrido en este capítulo durante 2022. La pobreza disminuyó y la indigencia se estabilizó. Volvemos a cifras similares al período anterior a la pandemia, un fenómeno que arrasó con toda previsión. No obstante, siendo ésta una buena noticia, los homicidios, la cara más temible y atroz de la delincuencia, drogas mediante, siguen aumentando. Particularmente en estos reductos urbanos. Esto pese a que la disminución de la indigencia debería, en teoría, implicar una baja en todos los delitos, ello no suele ocurrir con los homicidios, en tanto ambos índices (pobreza e indigencia y homicidios), pertenecen, pese a algunas coincidencias, a diferentes realidades causales.
Por eso combatirlos -como hace este gobierno- es una estrategia correcta pero insuficiente. Poco se logrará mientras sus destinatarios sigan viviendo en espacios donde marginalidad y criminalidad impliquen ghetos socioculturales. Cárceles sin rejas. Lograrlo, más allá de lo que se está haciendo, implicaría un gran acuerdo nacional, donde todos, en plazos a fijar, acordemos un plan conjunto y coordinado que supere a los gobiernos. Algo de esto parecería insinuarse.