Por fin pude visitar el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry. Entendí cabalmente la importancia cultural de esta iniciativa, en la que el arte y la arquitectura se jerarquizan en un entorno único.
Al encanto de recorrer el parque de esculturas -una experiencia que al atardecer puede tornarse sublime- se suma el impacto de las salas de exposiciones, donde realzan las obras de Atchugarry junto a las de otros célebres artistas contemporáneos del país y del exterior: desde Cúneo, Battegazore, Barcala, Iturria, Ramos, Podestá, Freire y Costigliolo hasta Wilfredo Lam y Linda Kohen. Dos experiencias sobrecogedores: la futurista capilla que alberga la versión de “La piedad”, una pieza donde la innovación formal y la potencia expresiva se entrelazan para demostrar cómo los tópicos del arte universal pueden resignificarse, en una síntesis perfecta de dos conceptos aparentemente contradictorios: tradición y ruptura.
Y en segundo lugar, uno no puede menos que emocionarse al ver la primera escultura en mármol del artista, acompañada de un par de fotos donde lo vemos muy joven, pelilargo, tan diferente al Pablo de hoy pero con la misma mirada penetrante que desvela la estética de la piedra, que la descubre en ella, que la despoja de todo lo que sobra para hacer visible la belleza. Una de las fotos es simpática y a la vez simbólica: Pablo con un look bien hippie empujando la piedra por la calle sobre un cochecito de bebé. Su materia prima, su proyecto, en el mismo soporte donde se lleva a un hijo; la creación artística como metáfora de la vida.
El sábado pasado fue un día particularmente mágico para el MACA.
El Primer Festival Internacional de Teatro que organizaron allí Eliana Recchia y Sebastián Bednarik presentó a sala llena su función de cierre con el espectáculo argentino “Pampa escarlata”, de un jovencísimo autor y director que se las trae, Julián Cnochaert.
Además de sorprendernos con la calidad de esa propuesta -donde la actriz Lucía Adúriz maravilla con una demostración de histrionismo pocas veces vista sobre un escenario- tuvimos la suerte de asistir a un homenaje a nuestra gran Estela Medina.
Ella, con sus más de 90 jóvenes años, caminó al centro del escenario con su timidez de siempre y recitó el soneto “Lo inefable” de Delmira Agustini. Fue uno de esos momentos que uno agradece a Dios o al azar o a lo que sea que exista, si es que existe algo, por haberlo vivido.
De vuelta del MACA pensaba en cómo algunas personas que sueñan en grande, logran superar la finitud de sus propias vidas. Pensé en Delmira, que murió tan joven y de manera trágica, pero dejó unos versos que más de un siglo después nos siguen estrujando el alma. Pensé en Estela, que como toda actriz genera emociones perecederas, y sin embargo ya ha dejado una huella permanente en la cultura del país. Pensé, claro, en Pablo Atchugarry, un artista a quien no conozco personalmente pero que con ese impresionante museo, regala a su patria un tesoro que trascenderá al tiempo.
Y por asociación, también pensé en su hermano Alejandro, a quien sí tuve el honor de conocer y admirar. Vaya si habrá inmortalizado su influencia, después de salvar al país de la mayor crisis de su historia. Hoy la ruta que conduce al MACA lleva su nombre. Herencia bendita de dos vascos que los uruguayos celebraremos para siempre.