Letras de España

Con el hombre que renovó el cuento contemporáneo: “Ese mundo triste (de Onetti) me hace muy feliz”.

Eloy Tizón cuenta los secretos de sus técnicas creativas, y las describe

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Eloy Tizón © Isabel Wagemann 2.jpg
Eloy Tizón
(foto Isabel Wagemann/ detalle)

por Leonardo de León
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Llega puntual a la cita en un café madrileño, junto a la fuente de Neptuno. Viene relajado, informal, las manos en los bolsillos, la mirada atenta barriendo el paisaje. A primera vista se diría que el autor de Velocidad de los jardines camina mientras rumia en secreto su propio jardín, al margen de la velocidad. Un muchacho de 60 años. Un herido leve en la multitud. Es Eloy Tizón (Madrid, 1964), novelista, ensayista, articulista, considerado uno de los grandes renovadores del cuento contemporáneo.

—Tus cuentos parten de una anécdota pero la utilizan como coartada para poner al discurso en circulación o derrame. ¿De dónde nace esta forma díscola tan cercana a la poesía y al ensayo?
No sabría decirte con exactitud. No hay un plan premeditado. La escritura avanza a golpes de intuición, de un modo poco definido. Suelo partir de un hecho ligado a mi historia sentimental, a cierto momento de mi biografía. Puede ser algo nimio. Entonces busco habitar ese misterio nebuloso y a partir de ahí voy tirando de los hilos que me ofrece ese planteamiento inicial. Ese suelo va quedando cada vez más lejos por efecto de los poderes de la imaginación. Para mí el cuento es una forma del asedio, de rodear ese centro que al final tampoco queda del todo claro.

—Como si dibujaras un planeta a partir de todos los otros que lo orbitan.
Así es. Tengo la sensación de que en el centro del cuento hay un vacío. El lenguaje se organiza alrededor de una oquedad, e increíblemente eso que no está es lo que da el sentido. Quizá al lector le suene un poco esotérico, pero cualquiera que escriba lo sabe muy bien. Un agujero negro pauta el baile de la constelación.

—Se parece a lo que decía Roberto Juarroz sobre la poesía. De hecho, tus textos son la confirmación de que se puede ser poético sin escribir en verso. ¿Qué es la poesía a esta altura de tu vida y de tu obra?
Es difícil decirlo. No la asimilaría a un género literario. Me parece que la sacaría de esa casilla y la llevaría más al terreno de la mirada. Es una manera de enfocar el mundo y de enfrentarse a él. La poesía está regida por un rigor implacable, a la vez que abre espacio al delirio. En esa tensión podemos encontrar chispas poéticas, que para mí son como fogonazos de deslumbramiento. Sería agotador que aparecieran todo el tiempo en el texto, pero si no estuvieran me sentiría muy huérfano a la hora de escribir. Es el “centro de gravedad permanente”, como diría Franco Battiato. Eso que me impulsa en la persecución no de una historia sino de una textura, que en muchas ocasiones se perfila puramente verbal, lingüística, idiomática. Necesito entrar en un ritmo, en una melodía peculiar. Una vez un lector me preguntó si ese ritmo de alguna forma determinaba el contenido de las historias. Yo no lo había pensado, pero creo que ese ritmo de lenguaje, en efecto, impone su tutela y marca una dirección. Si utilizara otra rítmica, seguramente eso me conduciría a otro tipo de paisaje.

—¿Se podría decir entonces que la poesía se expresa, para usar el título de una de tus novelas, en “Parpadeos”?
Te agradezco la mención, sobre todo porque en ese libro aparece una obsesión neurótica por la mirada. No concibo una literatura que no esté atravesada por el eros del mirar, por cierta bulimia de imágenes. También tengo la sensación de que la literatura rescata a la imagen del desgaste del tiempo y le otorga una permanencia, siempre dentro de la modesta permanencia a la que podemos aspirar como seres humanos.

—A veces el milagro reside en el mirar, y a veces en la oscuridad del parpadeo…
Es la base del cine, ¿no? Una consecución de imágenes a un ritmo que no da tiempo a ver el corte. El arte literario tiene mucho que ver con la interrupción. Intento aprender ese arte de los que saben. Hay mucha sabiduría en saber dónde cortamos. Creo que los buenos narradores (no digo que yo lo sea) son esos que poseen la intuición para reconocer cuándo o dónde dejar de hablar. Cosa nada fácil, porque una vez que tomas el ritmo lo natural es seguir hablando.

—¿Y qué poetas visitas más regularmente como lector?
El ya mencionado Roberto Juarroz ha sido un gran descubrimiento. En principio, tendía a leer poetas más exhibicionistas del lenguaje. Recuerdo la fuerte impresión que me causó el poema “Piedra de sol de Octavio Paz. Lo mismo ocurrió en la adolescencia con César Vallejo. Sigo siendo fiel a ellos, pero con Juarroz descubrí una poesía sin juegos de artificio, casi con pobreza lingüística, aunque con una riqueza semántica inagotable. Es algo que percibo ahora, con los años. A lo mejor en la adolescencia no lo hubiera entendido bien. Por suerte lo descubrí más tarde.

Tus cuentos están salpicados por oraciones deslumbrantes. Por ejemplo: “El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero”.
No sé si es buena idea introducir esos epigramas en una estructura narrativa. Lo que pasa es que no puedo resistirme. Es una debilidad (se ríe). Son frases que surgen, a veces al hilo de la propia historia, y a veces de otro lado. Me gusta el aforismo y esa capacidad cortante que tiene. En contraste con una escritura que en ocasiones se muestra un poco divagante, ese tipo de frase funciona como un corte nítido e inapelable en medio de la nebulosa. Necesito esa dialéctica entre lo vaporoso y lo perfilado, aunque no sé si el lector lo necesita tanto como yo. Para mí es esencial. Si no, sería como entrar a una sauna. No veríamos nada…

Euforia de lenguaje.
—¿En qué piensas cuando nombro al Uruguay?
Aunque se trate de un país que no he tenido la suerte de visitar, para mí Uruguay es literatura. La patria de Felisberto, de Onetti, de Mario Levrero, por mencionar a tres monstruos (sé que hay muchos más). Descubrí a Felisberto Hernández siendo bastante joven, e inmediatamente me pareció un interlocutor maravilloso. En especial por esa manera un poco sonámbula que tiene para escribir y deslizarse por la memoria, siempre rompiendo las estrategias habituales, sin giros claros o finales sorprendentes. Descubrí con él un camino no tradicional que yo podía entender y tal vez incorporar. Onetti me parece un superdotado del castellano, como ha habido pocos. Lo primero que cayó en mis manos fue El astillero, y me dejó K.O. Describe un universo epilogal, en sus finales, pero escrito con tal euforia de lenguaje que me produce felicidad. Ese mundo triste me hace muy feliz.

—Onetti hablaba del placer de escribir a mano. ¿Cómo escribes tú?
Muy física. Papel y bolígrafo. Me agrada ese formato artesanal porque mi escritura sigue la lógica del “corta y pega”. Antes escribía fragmentos, los cortaba, elegía cuidadosamente cada uno, los pegaba en una hoja… La introducción del ordenador interrumpió esa tarea sensual. Lo lamento y lo siento como una pérdida, pero a la vez ahora contamos con una capacidad de corrección y limpieza casi infinita. Recuerdo que el propio Onetti contó alguna vez que él paraba de escribir cuando sentía un calambre en la muñeca, cosa que yo nunca he llegado a sentir. Para eso se requieren siete u ocho horas de trabajo. Yo soy incapaz de concentrarme más de dos o tres.

—Y a tus 60 años de edad, ¿qué extrañas más?
A mi edad uno ya ha sufrido algunas pérdidas humanas. Personas importantes que quisiera que estuvieran, y que no están. Me tocó sufrir la muerte de una hermana dos años mayor que yo. Falleció joven, a los 30 años. Quizá ese haya sido el desgarro mayor de mi vida. Luego hay otras cosas que dejas atrás, más ligadas a lo material —como casas o vecindarios— que en todo caso producen una añoranza más ligera. No me perturba demasiado. Cuando se trata de personas, ese eco de la pérdida, claro, se hace mucho mayor.

—Tus personajes piensan mucho en la muerte. ¿A ti te preocupa en lo personal?
Pienso bastante en ello. Condiciona la vida humana para bien y para mal. Tener conciencia de la finitud, del fin, nos debería hacer más compasivos, pese a que no siempre ocurre así. He sido consciente de la brevedad de la vida desde niño, y esa conciencia me ha llevado a intentar no malgastar el tiempo. Tampoco creo que deba tornarse en una obsesión, pero en definitiva me conduce a escribir, a intentar hacer cosas, dejar una huella creativa antes de la caída del telón. Es cierto que mis personajes son muy autoconscientes de todo esto, pero quiero pensar que ellos se equivocan más que yo (ríe). A veces toman decisiones que veo con cierta piedad. Me gusta acompañarlos en sus defectos, en sus errores, y motivar al lector a pensar: “¿Pero por qué haces esto? Lo estás haciendo mal”. Se produce así una empatía entre el personaje y el lector muy estimulante para trabajar.

—¿Lees a tus contemporáneos?
Me interesa la literatura de los más jóvenes porque sé que me aportarán una perspectiva distinta y me contarán cosas del mundo que yo desconozco. Tiendo a estar muy atento y en general soy muy curioso: en la literatura, en el cine, en el arte, en la vida. Me sigue ilusionando descubrir una nueva voz. Conviene estar abierto y receptivo. Ahora me interesa mucho, por ejemplo, el trabajo de Santiago Craig, un cuentista argentino que reúne todo lo que amo del cuento y del que he aprendido mucho. Bebe de los grandes maestros (Borges, Cortázar, etc.) a la vez que incorpora elementos muy contemporáneos. Animales y 27 maneras de enamorarse me parecen libros excelentes.

—¿Cómo ha sido tu relación con el mercado editorial?
No sufrí la experiencia del vía crucis editorial; tampoco creo que esté mal pasarla. La literatura que yo hacía era un poco insólita en la España de los años 90. Dominaba un modelo documental o realista, más pegado a los hechos. Me había hecho a la idea de que la publicación de mi primer libro llegaría —si llegaba— a largo plazo, hasta que por medio de un amigo común lo envié a Anagrama. Me preparé psicológicamente para el no, y curiosamente al cabo de unos meses me dijeron que sí. Con un solo monosílabo desarmaron toda mi estrategia psicológica. Mis libros en Anagrama fueron discretamente acogidos, con benevolencia, generosidad, pero desde un lugar más marginal que otra cosa. Poco a poco sentí que quizá mis libros podrían estar más cuidados, más arropados, y por el camino me crucé con Juan Casamayor, quien venía levantando Páginas de Espuma, un sello centrado en el cuento. Me pareció el lugar adecuado. En España los libros de cuentos no solo se publican, también hay que defenderlos, y Juan Casamayor debe ser la persona más trabajadora que conozco.

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Autor desde los márgenes
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Eloy Tizón es autor de cuatro libros de cuentos, Plegaria para pirómanos (2023), Técnicas de iluminación (2013), Parpadeos (2006) y Velocidad de los jardines (1992 y 2017); de tres novelas, La voz cantante (2004), Labia (2001) y Seda salvaje (1995); y del ensayo literario Herido leve. Treinta años de memoria lectora (2019). Tiene obra traducida al inglés, francés, italiano, alemán, esloveno, finés y árabe.

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