Terremoto, tsunami, y desastre nuclear
La literatura japonesa ha logrado mostrar lo que las noticias sobre Fukushima no muestran: el lado humano del sufrimiento cuando se convive con la radiación.
Las olas del tsunami alcanzaron los 43 metros de altura y cayeron sin piedad sobre las casas que aún quedaban en pie. Antes, un terremoto de magnitud 9 había hundido terrenos, modificado caminos, aplanado edificios. A este apocalipsis de carácter bíblico se sumó, más tarde, la falla en el sistema de enfriamiento de la central nuclear de Fukushima. Ese 11 de marzo de 2011, tres reactores se fundieron (no uno, como en Chernóbil) y liberaron a la atmósfera su radiación mortal. Murieron, hasta hoy, casi 16 mil, con 330 mil desplazados.
El primer impacto del triple desastre —terremoto, tsunami, radiación nuclear— fue cubierto por los medios tradicionales, radio, TV, diarios, o los videos caseros de Internet en sus diversas redes, o los breves tweets. El devastador daño estructural tuvo su exposición repetida en los medios. Luego la crónica y el documental siguieron a los desplazados para registrar sus caras de desconcierto, el desasosiego, el dolor, su primer duelo, la incertidumbre de la intemperie. Después, poco y nada. El interés del público disminuyó. Sólo la misma columna de humo que se elevaba de la central nuclear... El show entonces cambió de canal, porque el espectador siempre quiere adrenalina, emoción.
Los japoneses, sin embargo, no podían cambiar de canal. Muchos estaban en viviendas provisorias o precarias, otros en las zonas contaminadas (se quedaron). Debían convivir con la radiación, con su violencia lenta, insidiosa, sin fecha de caducidad. Mientras, el resto de los japoneses veía cómo una nueva generación de hibakusa, de víctimas de la radiación atómica, se instalaba en el imaginario junto a los ancianos sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki. Pero pocos sabían qué ocurría en sus cabezas, cómo sobrevivían el día a día sin perder la razón.
La narrativa del holocausto nuclear lo reveló. Diez años más tarde se ve claro el impacto que el desastre atómico tuvo en la producción literaria japonesa. A los cuentos y poesías de los primeros días les siguieron diarios, nouvelles o novelas que intentaron capturar la complejidad de la catástrofe. Un buen acercamiento a ese enorme fenómeno narrativo es el libro Fukushima Fiction de Rachel DiNitto (en inglés, 2019), trabajo que renueva incluso toda la narrativa de catástrofes. Pero poco de la producción allí mencionada se ha traducido al castellano. De lo poco que hay, algo que a DiNitto se le pasó por alto es el diario de Takashi Sasaki, traductor de Miguel de Unamuno al japonés, que fue traducido como Fukushima, Vivir el desastre (Satori, 2013). Recoge las entradas de su blog del día previo al terremoto, 10 de marzo, hasta el 6 de julio de 2011. Sasaki vivía a 25 kilómetros de la central nuclear, en zona contaminada, y se quedó a vivir allí.
A su vez, sin traducir al castellano (sólo al inglés), está la novela Horses, Horses, in the End the Light Remains Pure (Caballos, caballos, en el final la luz permanece nítida) de Hideo Furukawa (2011), que DiNitto destaca en su estudio. Es una novela experimental, sutil, que combina ficción, autoficción, crónica, poesía e historia, y que logra reflejar la complejidad del impacto de la catástrofe en la vida de los vecinos de la central nuclear.
Contra el nacionalismo
La novela de Furukawa, Horses, Horses... es un libro de viaje, un road trip donde sus protagonistas atraviesan los círculos concéntricos del desastre en torno a la planta de Fukushima (círculos definidos por el grado de contaminación). Mientras narra, explora la historia de la región de Tohoku, desde la construcción de sus castillos medievales hasta la instalación de la planta nuclear que explotó, a sólo 160 kilómetros de Tokio.
Fue una de las primeras novelas, del mismo año 2011, que además buscó neutralizar y relativizar las arengas que se instalaron desde Tokio, el poder central, las del “¡Luchen por Japón!”, “¡Luchen por Fukushima!”. Así, Furukawa se convirtió uno de los pocos autores “que cuestionó la narrativa nacionalista vacía” de entonces, señala DiNitto. Una que volvía a dejar de lado a los habitantes de esa región, largamente olvidados, siempre tratados como japoneses de segunda clase (como los de Okinawa), con un largo historial de sufrimiento y sacrificio por la nación japonesa, nunca reconocido. La exclusión en zonas radiactivas, dictaminada por el poder central, reforzó ese sentimiento de aislamiento histórico, de condición de parias. Horses, Horses... es, entonces, una novela de la resistencia de lo local frente a las arengas nacionalistas totalizadoras.
La novela rompe con las formas tradicionales del género, y se mueve entre la ficción y la no-ficción, lo autobiográfico y lo mítico. Por ejemplo, el propio Furukawa viajó hacia la zona del desastre a un mes de ocurrido, y vuelca en modo crónica esa experiencia en la novela. Registra la destrucción, pero también sus propias sensaciones y reacciones íntimas ante lo inimaginable. Vuelve también a una anterior novela suya, The Holy Family (La sagrada familia) y trae de allí a un personaje, un viajero del tiempo, para invocar la historia de los señores samurai en torno a Fukushima, un linaje de 700 años de antigüedad. Una región, además, habitada por caballos nativos, los del título de la novela, animales que pastan allí desde tiempos inmemoriales y que han sobrevivido a todo tipo de guerras, epidemias y desastres. El protagonismo de los caballos, sobre todo de uno que deambula como sobreviviente entre los escombros de esta última devastación, le otorga al relato una fuerza poética de evocaciones múltiples.
Destrucción del tiempo
El narrador de Horses, Horses... es nativo de Fukushima, es un habitante local aunque hace años que no vive allí; apenas ingresa, sin embargo, siente que lo perciben como a un extraño. Su presencia es más que inadecuada, “es inevitable sentir que esto es una violación” dice. El personaje revela así la principal preocupación del novelista: cómo representar a las víctimas, cómo darles voz sin traicionar la esencia de su experiencia, es decir, sin que hablen a través de relatos trillados, sin autenticidad, contaminados. El tesoro más valioso para cualquier cronista o novelista es hallar a un protagonista o lograr crear un personaje que hable desde la pureza, que refleje la experiencia humana intacta, no invadida por los discursos o por el bla bla políticamente correcto de las redes sociales.
Claro que eso exige estrategia. Cuando la premio Nobel Svetlana Alexiévich ingresó a las zonas contaminadas de Chernóbil para escribir su magnífico reportaje Voces de Chernóbil, supo que, para hallar a esos protagonistas “auténticos” debía conjurar algo muy importante. Una de las entrevistadas de Alexiévich le contó, en el living de su casa, que un equipo de televisión alemana vino a entrevistarla y que el entrevistador no quiso tomar ni probar nada de lo que ella le sirvió por miedo a contaminarse de radiación. Alexiévich probó y comió todo el té y los dulces que le sirvieron, y así logró hallar esos protagonistas inolvidables, como es el caso de la esposa embarazada de uno de los primeros bomberos fallecidos, luego recreada en la miniserie de HBO Chernóbil (2019).
Otro problema mayor que afecta a las víctimas, y que la novela Horses, Horses... ilustra, es el de la destrucción del tiempo. Los uruguayos en pandemia algo de esto han vivido por el encierro, sobre todo cuando miran hacia atrás y las semanas parecen meses, y los días.... Entre las víctimas de un desastre nuclear esto se agrava, porque la vida promedio de los elementos radiactivos contaminantes es de miles de años. Qué se puede esperar cuando falta tanto para que suceda algo, escribió una vez César Aira. El narrador de Horses, Horses... se desespera; “Experimenté un día como si fuera una semana. O tres días que se sintieron como un mes (...) No era el único que había perdido la noción de los días de la semana. Yo no era la única persona para quien las fechas del calendario desaparecieron”.
Buscando la verdad
El traductor de Miguel de Unamuno al japonés Takashi Sasaki tuvo un día normal aquel 10 de marzo de 2011, sobre todo atendiendo los menesteres de su esposa anciana enferma, con un principio de demencia. Vivían en Minamisoma, a 25 kilómetros de la central. Llevaba un blog en la web a modo de diario que tituló, honrando a Unamuno, Monodiálogos. Respecto al blog dice en la “Nota del autor” de Fukushima, Vivir el desastre que “no sé si eran apuntes diarios, pequeños ensayos o una colección de pensamientos diversos”. Los había publicado en papel en varias oportunidades, sea con el apoyo de una editorial, o en ediciones caseras.
Pero al día siguiente, 11 de marzo, todo cambió. Cuando la explosión a las dos de la tarde, los libros de su casa cayeron en avalancha y las puertas salieron volando, sin que su esposa o él sufrieran daño. Su casa no se derrumbó por el terremoto o el tsunami; siguieron teniendo agua y electricidad, escribe seis días después. Tuvo problemas con Internet, pero por su culpa: el router estaba desenchufado.
Su tono es crítico. El 18 de marzo se queja que las “fuerzas de autodefensa” de Japón no están preparadas para actuar en una catástrofe. El vecindario está vacío, en silencio, la gente se fue. Los servicios colapsan, no hay quien atienda los hospitales, los centros de ancianos. “Voy a decirlo con claridad, aunque aquí nadie habla con claridad: lo que han hecho es un abandono del puesto de trabajo en toda regla. Han dejado tirados a los ancianos para ponerse a salvo ellos mismos”. Entiende que la baja peligrosidad no justificaba tal estampida, pero luego empatiza, y su relato remite a su propia historia familiar, cuando debieron huir despavoridos de Manchuria, China, en 1945, para salvar sus vidas.
Se queja de la improvisación, del sinsentido, y de la gente que reacciona sin pensar. “¿Cómo es que los japoneses, que saben lo que es el caos y la confusión de una guerra, hayan degenerado en un pueblo de espíritu tan débil e influenciable? Es lamentable” (19/3). Al día siguiente un camión de una empresa privada deja en una plaza del centro de Minamisoma una carga de varias toneladas de verduras, y luego huye despavorido por donde vino. Un vecino les trae una caja de esas verduras a la casa. Mientras tanto, Sasaki logra publicar notas o ser entrevistado por los principales diarios nacionales. Mucha gente se comunica con él por email. Se queja de la frivolidad con que los presentadores tratan la realidad de las zonas contaminadas en la televisión.
Su hermano le envía un paquete, pero éste queda en una ciudad vecina. No hay forma que lo traigan, pues ellos están dentro del “círculo” de 30 kilómetros. Les escribe aclarando que él es el “famoso” que sale en prensa y que preferiría que, cuando las aguas vuelvan a su cauce, “no hubiera ningún motivo de crítica contra ellos” (23/3). El paquete le llega un rato más tarde.
Consulta de forma permanente las mediciones de radiación del agua. Un ministro de Estado habla por televisión y pide asumir la “verdad”. Le responde: “Para nosotros no puede haber nada más horripilante que esa llamada ‘verdad’. Porque lo que ha ocurrido en esta ciudad ha ocurrido precisamente cuando esa llamada ‘verdad’ se ha desbocado e hipertrofiado. Así que le ruego que antes de difundir esa llamada ‘verdad’ averigüe usted cuál es la verdad de esa ‘verdad’” (25/3). Su blog es leído por miles.
Se siente sitiado en su propia casa. Bajan de forma lenta las mediciones de radiación. Aun así el Correo no se anima a entrar. Agita a sus seguidores para que los denuncien. Mientras tanto corren rumores de que el mundo dejará de importar insumos o productos de Japón. Comienza a pensar en el significado de la palabra país. “¿Qué es para nosotros un país?” se pregunta (4/4); “es ese bello conjunto de condiciones geográficas y climáticas (evito a propósito el término ‘territorio nacional’) que dan cobijo a las almas de nuestros antepasados, y las gentes que viven en tales condiciones. El Estado japonés ha convertido esta bella comarca costera que llamamos Hamadöri en un enjambre de centrales nucleares. El Estado es incapaz de ver el rostro vivo de la gente”. Agrega el 12/4:_“En condiciones normales no somos conscientes de la enorme distancia que indiscutiblemente existe entre el Estado y el individuo”. Casi un mes después, el 11/5, reitera: “Que este gran terremoto nos dé al menos una ocasión para recobrar nuestra humanidad”. El 30 de mayo se confirma una orden constitucional que obliga a los funcionarios públicos de todo Japón a ponerse de pie cuando suena el himno. Sasaki reflexiona: “Es asfixiante vivir bajo la sombra de la radiación, pero ¿no hay una sombra más ominosa todavía que amenaza con abatirse sobre Japón?”
Sasaki nunca dejó Minamisoma. Falleció en 2018 mientras trabajaba en la traducción al japonés de La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset.
Dos libros
El libro Fukushima, Vivir el desastre, recopila los diarios escritos en un blog por el traductor de Miguel de Unamuno al japonés, Takashi Sasaki. Fue traducido al castellano por F. Javier de Esteban Baquedano, y se consigue en Uruguay.
La novela Horses, Horses, in the End the Light Remains, de Hideo Furukawa (en inglés, no traducida aún al castellano) es la que mejor retrata el efecto de la devastación en los seres humanos.