Literatura del otro lado de la cordillera
Para Alejandro Zambra, la poesía fue el refugio de los marginados por el milagro chileno, ese que algunos compraron. Lo cuenta en su última novela, Poeta chileno.
Con una obra tan prolífica como diversa, el escritor chileno Alejandro Zambra (Santiago, 1975) se ha consolidado como uno de los autores fundamentales de la literatura latinoamericana posterior a la generación en la que, siempre tomando en cuenta los márgenes flexibles de la división en generaciones, se podría ubicar a Roberto Bolaño, Giannina Braschi, Fernando Vallejo, Alberto Fuguet, Andrés Caicedo o Jorge Volpi. Con un énfasis en la memoria, las búsquedas en torno al lenguaje y los vínculos familiares, trascendiendo las categorías y los géneros, y con una fuerte presencia del yo-narrador, ha construido una obra que también ha sido celebrada en Europa y Estados Unidos. Su última novela, Poeta chileno, explora la cotidianeidad, los vínculos, las masculinidades, y la propia idiosincrasia chilena en relación al mito en torno a la poesía y su significación cultural. Un obra que nace en el contexto del nacimiento de su primer hijo y de su mudanza a México, y que termina siendo marcada por estos hechos. Novela que plantea nuevos caminos en cuanto a su obra anterior pero que retoma obsesiones y formas, sumándose al conjunto de una obra que demuestra que a veces la gran novela es la suma de las pequeñas partes imperceptibles.
Pequeños hechos diarios
—Manuel Puig decía en una entrevista con respecto al uso de la cotidianeidad, del día a día, que lo que resultaba expresivo era la suma de las banalidades, la acumulación. ¿Coincidís con eso pensando en tu obra?
—Claro. Yo creo que es una cierta disposición a lo perecedero. Hay gente que elimina la información que les parece inútil, los rasgos circunstanciales, solamente ven constantes, permanencias. Y otros tendemos a atesorar los detalles, a coleccionarlos. La literatura no viene de la literatura, incluso si habla de literatura. Tiene que pasar por la vida, quedarse un rato contigo, diluirse en la experiencia, tal vez, para volver a ser literatura. Me gusta la idea de que lo que lees se queda contigo una temporada antes de que vuelvas a escribirlo. Igual, hay muchos escritores que reprimen, conscientemente o no, lo que no parece literario, lo que no se ajusta a unas presuntas reglas que nadie conoce pero que muchos creen conocer. Y al final se nota. Tal vez vieron algo pero no lo dicen porque en el fondo creen que no pueden decirlo. No creo que haya que pedir permiso, más bien hay que dejar crecer la rareza de la mirada propia.
—¿Sentís que escribir sobre esos temas, sobre sutilezas, sobre pequeños hechos diarios, está visto como un arte menor? Que todavía existe la presión de hacer la “gran” novela sobre “grandes” temas.
—Tal vez, pero qué importa. Hay una cierta melancolía en los diálogos sobre literatura. Peleamos, aunque estamos de acuerdo. Estamos de acuerdo, por ejemplo, en que la literatura debería tener más importancia e influencia de la que la realidad demuestra que tiene. Entonces hay que exagerar un poco. Por eso todo el mundo grita tanto, y habla de la gran novela y surge esa nostalgia por el canon, que no comparto. Prefiero que haya muchísimas discusiones simultáneas que condescender al peso de una sola mirada autoritaria. Que cada cual haga sus listas. En realidad el problema es que todo ese ruido sustituye a la literatura misma. Y eso es lamentable. Hay demasiados profesores tratando de explicarle a sus alumnos qué es la literatura, qué es la poesía. Yo no quiero que me digan qué es la poesía, quiero leer un poema. Si leo un poema bueno, ese poema me va a llevar a una idea de la poesía, o va a hacer que yo redefina lo que pienso sobre la poesía. De repente te preguntan sobre la gran novela latinoamericana o la gran novela sobre la dictadura y yo ni siquiera sé muy bien qué es una novela.
—A la hora de trabajar con materiales de tu pasado, ¿cómo te parás en relación a los conceptos de realidad, ficción, verosimilitud o fidelidad?
—Al recordar inventamos y al inventar recordamos, pero no estamos seguros de que lo que inventamos sea falso. Es absurdo que leamos una novela como si fuera un examen de verdadero o falso. La literatura se resiste a la versión definitiva, Freud celebraba justo eso. Si nos propusiéramos narrar la misma experiencia todos los días, todos los días usaríamos palabras distintas. Luego, sobre lo verosímil, es divertida esa palabra. Todos hacemos cosas inverosímiles todo el tiempo. Mi hijo de dos años dice cosas inverosímiles todo el día. Lo verosímil se redefine constantemente, como lo prueban estos meses de mierda que estamos viviendo.
—Hay una intención de buscar una mirada de la sutileza hasta en el recuerdo de hechos o períodos históricos, por ejemplo, más que hablar de la dictadura como algo cerrado se mencionan distintas formas de opresión. Hasta la infancia puede serlo.
—También es una dictadura la infancia, la dictadura de los padres. En el caso nuestro era una dictadura dentro de la dictadura. Y era muy fácil asociar la autoridad del padre a la autoridad del dictador. Justo a mí me interesaba hablar de la dictadura porque no podía distinguirla de la infancia. Sucedieron a la vez, y en la memoria están entremezcladas, una parece que está ligada a lo personal y la otra a lo colectivo, pero lo personal y lo colectivo están en constante tensión, sobre todo al intentar un relato retrospectivo preciso. La infancia siempre aparece como ficción porque no la recuerdas bien y porque tus recuerdos están intervenidos por documentos que otros, generalmente tus padres, interpretaron para ti.
—Se respira frustración, sobre todo en personajes que fueron adolescentes durante la transición democrática. ¿Es generacional esa frustración y tiene que ver con cierta decepción ante la democracia?
—Ante la versión de la democracia que nos tocó, claro. Una democracia vigilada y muy frágil, que incluía al dictador a cargo de las fuerzas armadas y luego convertido en senador vitalicio. En un relato de mi libro Mis documentos vinculo adolescencia y democracia porque también coincidieron. Nos tomó unos años comprender que la adolescencia era verdadera y la democracia no. Pero a veces las confundíamos o querían que las confundiéramos. La institucionalidad estaba obsesionada con mostrar a Chile como un país pujante, se vendió esa imagen y hubo gente de afuera que la compró, la economía milagrosa y todo eso. Todos estos milagros no tenían ningún correlato en la forma como vivíamos. Para los jóvenes también había promesas específicas, pero nos sentíamos lejos de esa prosperidad y buscábamos por otro lado, en la periferia, y ahí estaba la literatura, la poesía.
La flamante arrogancia
—¿Pensás en tener un estilo, lo buscas, lo respetas? ¿De qué forma esto influyó en el trabajo de Poeta chileno?
—Cuando empiezo un libro siempre siento que no sé escribir, que tengo que aprenderlo todo de nuevo. O desaprenderlo. Quizás necesito un poco esa trama, porque le da intensidad al presente. La idea de obra me parece un lastre, es pura parálisis, yo quiero sentir que estoy empezando, balbuceando, jugando, de ahí viene la energía verdadera. Por lo demás, de pronto pienso que he publicado otros libros y eso significa que en algún momento, antes de publicarlos, los terminé... Y me parece irreal haber escrito tantas páginas, porque la mayoría de mis libros son breves pero ya son un montón. Pero me preguntabas sobre el estilo y voy a tratar de responder. En los primeros años de universidad me sentía feliz de pertenecer a ese mundo de intelectuales, me encantaba la teoría (todavía me encanta) pero luego todo eso hizo crisis y me ganó el deseo de volver a vincularme con mi comunidad, que no era la universitaria, más bien estaba integrada por gente que no leía mucho. Gente que me importaba y que admiraba y que sin embargo no estaba relacionada, de ninguna forma, con la literatura. Yo quería que ellos me leyeran y estaba difícil, porque no leían. Hablo de esto porque creo que entonces surgió en mí una tensión apelativa que fue importante en mi idea del estilo. No en mi idea del estilo literario en general, sino de un estilo propio. Intentaba la simpleza máxima sin renunciar a la complejidad máxima. Y para ello luchaba contra mi propia flamante arrogancia. Todo esto ha cambiado de mil formas, pero de algún modo también se mantiene. No quiero imaginar con demasiada precisión el futuro del texto presente, que siempre sea un borrador. Abrazar la intensidad del ensayo, del borrón. Tratar de evitar atajos y que la frase llegue casi cruda. Este libro se parece mucho a como hablo, esa es su diferencia más evidente con los otros, que se parecen más bien a como escribo o escribía.
—¿Lo fuertemente oral que es esta novela tiene que ver con el lugar preponderante de la poesía en el relato?
—Es que el narrador de esta novela anda con ganas de conversar. Es conversador, interpelador, chismoso, cariñoso, despiadado, y sin embargo está ausente, borrado la mayor parte del tiempo. Y además, como dices, la oralidad es un tema de la poesía chilena; sobre todo desde el primer Parra, la poesía chilena reivindicó el habla, la calle, y en ese sentido separó aguas con la narrativa. También los tonos de esta novela se relacionan con mi nostalgia de Chile. No quería que la nostalgia se volviera parálisis, quería que sirviera para proliferar. Solo descubres o recuperas palabras propias, solo sabes cuáles son tus palabras, tus tonos, cuando los pierdes, cuando no funcionan.
—¿Y de qué forma esa nueva lengua se ha metido en tu escritura?
—De mil formas, yo trato de sentirlas, de entenderlas. Llevo casi cuatro años viviendo en mexicano, aunque todo se ha vuelto más vertiginoso desde que mi hijo aprendió a hablar, me está enseñando mexicano. O lenguaje, en general. Asistir a su adquisición del habla ha sido lejos lo más hermoso que me ha pasado en la vida. Me ha obligado a pensar el lenguaje entero de nuevo. Alcancé a escribir esta novela plenamente en chileno, pero supongo que en adelante todo va a cambiar o a seguir cambiando, y a decir verdad me parece un problema excelente para alguien de mi edad.
—El mundo de la poesía está muy atravesado por dualidades en la novela. Por un lado una necesidad de estar fuera del sistema de aislamiento, de diferenciarse, pero por otro lado hay una búsqueda de pertenecer. Son muy competitivos, endogámicos, pero a la vez son algo realmente genuino, no alienadas y libres.
—Creo sobre todo que hay una voluntad de convivir con la contradicción y tratar de resolverla. Un deseo de ver, de mirar, de ir contra la corriente, de bosquejar comunidades posibles que funcionen autocríticamente. En los 90 el sistema era impenetrable, ajeno, y querías pertenecer pero a una tribu, a un grupo que jugara en otras canchas y discutiera otros problemas y así fue como surgieron esas comunidades con una mezcla de entusiasmo y derrota. Con un ánimo fervoroso, pero también beligerante y casi siempre excluyente. Ahí se pudre todo. Digo, si estabas solo y tuviste la suerte de encontrar a tus pares y construir una comunidad, es natural que dejes la puerta abierta. Y no siempre es así, muchas veces la literatura funciona como un club privado, inaccesible. Por eso me interesa esa frontera, esa barrera. Describirla y no perder la esperanza de derribarla.
—No sólo porque la historia gira mucho en torno a la relación de un hijo y su padrastro sino también por lo patriarcal que se presenta todo el ambiente de la poesía. ¿De qué forma las tensiones en torno a la masculinidad actuaron a la hora de escribirla?
—Para mí es una novela sobre esas tensiones, justamente. Siento que estamos en vías de construir vínculos más plenos, más verdaderos. Las relaciones entre hombres siguen siendo muy competitivas todavía, pero todo se está moviendo y esos movimientos abren oportunidades valiosas. Aún hoy, cuando les pasa algo horrible o vergonzoso, difícil de hablar, la mayoría de los hombres ni se plantean compartirlo con otros hombres, la confidente es casi siempre una mujer. Y también hay muchos que no hablan con nadie. La novela quiere rehacer esos diálogos, por suerte mis personajes tienen la poesía como excusa. Por eso me interesa, también, la figura del padrastro, que confía en sí mismo, en sus intenciones, en su forma de ver el mundo, pero no confía en otros padrastros. Hay mucha angustia, creo yo, en la ridícula diatriba de Gonzalo contra los padres biológicos, porque tampoco puede reconocerse en un grupo, sentirse parte de algo. Me interesa una literatura autocrítica, la literatura demasiado afirmativa, incluso si estoy de acuerdo con lo que afirma, me interesa muy poco.
Mezcla potente y bellísima
“Poeta chileno” contiene varias novelas. Una historia de paternidades, familia, crianza y masculinidades, pero también, siguiendo búsquedas al estilo de Bolaño o César Aira, se transforma en una radiografía sobre el ambiente de la poesía chilena. Desnuda las relaciones de poder, los fantasmas, el canon, lo íntimo y sutil, más lo colectivo, lo político, lo simbólico en una mezcla potente y bellísima.