por José Arenas
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Es indiscutible que el creador de la figura de “La voz” en el tango es Carlos Gardel, un artista que funciona como emblema y faro para cantores, músicos, arregladores, bailarines, y todos quienes participan dentro de la música popular orillera. Gardel es como un indicio; se piensa en él para medir calidades y potencias. El autor de obras imbatibles como “Golondrinas”, “Cuando tú no estás” o “Amores de estudiante”, es el fantasma del Rey Hamlet persiguiendo, benigna y peligrosamente, a todo el que intente poner su voz a una canción de corte orillero. Decía —el tremendamente gardeliano cantor— Horacio Molina que Gardel era como hablar de un “metro”, era la medida universal, y quien se atreviera a competir con él o a imitarlo iba a salir perdiendo de manera inevitable. Es que el Zorzal fue todo: cantor criollo, figura de cine, estrella mundial, compositor inigualable, voz milagrosa, sex symbol, creador del marketing de sí mismo, inventor del “tango canción”, marca de estilo y tendencia y, de yapa, el creador, junto con su inseparable letrista y guionista de cine, Alfredo Le Pera, de la canción de amor más importante del siglo XX. No hace más que escuchar en cualquier versión las primeras notas que traen consigo el “acaricia mi ensueño” para encontrar en “El día que me quieras” la marca de Gardel por todo el mundo.
Matices, volumen, registro. Antes que el tango canción o el tango cantado apareciera, la figura que se estilaba era la del “Cantor Nacional” encarnado, además de en Carlos Gardel, en figuras tan relevantes como dos de sus colegas, Agustín Magaldi, hombre de repertorio acriollado de índole más festiva, con cierta alegría de ave campera, e Ignacio Corsini, figura más lírica, dueño de un repertorio fino de melodías dulces y letras populares que cantaban, entre otras cosas, la épica de Federales y Unitarios nacidas de los versos de Héctor Pedro Blomberg y las melodías perfectas de Enrique Maciel. De allí, el éxito indiscutible de “La pulpera de Santa Lucía”.
En el lado femenino del tango estaban cambiando parte de la historia del género mujeres como Azucena Maizani o Mercedes Simone, colocando su impronta en la evolución cantada del tango, por más que luego, cuando se escribiera parte del decurso del género se las bautizara como “cancionistas”, con un dejo desagradecido.
Pero la tríada antes mentada, como Cantores Nacionales, tenía, al principio, un bagaje de obras criollas y algunas más urbanas que no terminaban de decidirse por ser tangos.
Gozando de enorme popularidad —ya con el género consolidado en canción como lo conocemos desde 1917 con el estreno del tango “Mi noche triste”— ninguno de ellos logró el misticismo mítico de Gardel, no solamente por el aura fantasmática que dio su temprana muerte. Antes de ello, El Zorzal ya era portador de una voz que trascendía fronteras, idiomas, géneros. Los cantores de boleros, de salsa, de merengue, de baladas, de antiguo folklore, los maestros de canto, quienes cantaran en inglés, en francés, o en fogoso caribeño por aquel entonces, todos querían tener los dones de Gardel.
Gardel manejaba la técnica vocal a la perfección. Tenía el oído de un músico y el swing de un compositor. Dominaba los diferentes registros que el ser Cantor Nacional le había dado a su engole y, luego, podía incorporar a su repertorio criollo y tanguero obras de inspiración anglo-europea como foxtrots, shimmys, canciones francesas e italianas, fados, rumbas españolas y tropicales. Domaba como un jinete que cabalga fuego sin inmutarse los ritmos criollos y su voz pasaba del naif festivo de gatos, tonadas, cifras o rancheras al melancólico grave de los estilos, al dramatismo poético y melódico de obras como “Guitarra, guitarra mía” o “Mirála cómo se va”. Allí en su repertorio estaban las obras que le permitían hacer uso de los matices, del volumen, de un registro bien cuidado y dotado de amplio espectro. A la hora de interpretar tangos se sumergía sin ningún tipo de exageración o teatralidad mal encarada en la tristeza de obras arduas como “Sus ojos se cerraron” o “Volvió una noche”, a la vez que cantaba con la garganta luminosa la parte en modo mayor de “Melodía de arrabal”. También mostraba posibilidades casi líricas en “Lejana tierra mía” y un poético modo de lo amoroso que lejos estaba del cache en canciones como “Cuando tú no estás”.
El canto de Gardel tiene tantos colores como su figura, tantos matices como su carácter seductor, tantas posibilidades inefables como un Aleph. No sólo en los dones, sino en la sabiduría para aplicarlos, está gran parte de la perfección gardeliana.
No era Gardel. Decir que el cantante uruguayo Julio Sosa es el reverso de Gardel puede sonar, en principio, cruel o exagerado, pero lo cierto es que, analizando su esencia los puntos que sostenían el “ser” artístico de cada uno de los cantantes, podrá verse que ambos estaban bien alejados. Sus caminos se bifurcaban de una manera impiadosa, más allá del enorme talento que los dos tenían.
Alejandro Szwarcman, poeta y uno de los letristas de tango contemporáneo más importantes, aporta algo relevante. En un juego borgiano del destino escribió dos letras a los cantores en pugna, una a Gardel, “La última tentación de Gardel”, y la otra a Julio Sosa —la mejor escrita hasta ahora— “Milonga para un Varón”.
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—¿Cómo reparte su cuore Szwarcman entre Gardel y Julio Sosa?
—No comparemos, porque comparar resta. Siempre resta en el arte la “comparancia”, como dicen en el campo. Yo estuve muchos años peleado con Julio Sosa, y creo que esa milonga que hice, “Milonga para un Varón”, fue para amigarme con él. Pero más que nada fue un muy humilde homenaje al cantor oriental. Gardel siempre fue un consagrado, desde el primer momento, tanto es así que el tipo prácticamente inventa al tango, interviene directamente en la invención del tango moderno. Sosa tuvo un derrotero distinto. Y acá hay un símil de cómo interviene el materialismo histórico. Gardel llega a ser Gardel gracias a que se enanca en el auge del disco de pasta y en la radiofonía. Y Julio Sosa es el primer cantor de tangos que se enanca en el auge de la televisión como medio de difusión masivo. Gardel aparece reinventando, y Sosa reviviendo. Porque el tango en los 60 ya estaba en retirada. Digamos que después de Julio Sosa no hubo fenómenos masivos en el tango. Esto está clarísimo. ¿Qué los iguala? La muerte prematura. ¿La forma de cantar? No, claro que no.
En la recién publicada biografía Julio Sosa: Pa´que sepan cómo soy de Milton Santana, parece que el autor quiere forzar los destinos de ambos cantantes, y este juego de superstición entrelazada resulta, aún con los puntos que Santana señala, caprichoso. El libro mismo se contradice al dibujar una figura de recio varón bien distinta a la de cantor popular tierno y acriollado que resulta Gardel en su belleza primigenia.
Si en Gardel hay gracia y ternura, en Sosa hay reciedumbre amurallada detrás de su mote comercial. Si en el primero se puede disfrutar de una gama de matices infinita que lo camufla con éxito en todos los géneros y sus variantes, en el cantor pedrense hay, cuando mucho, una voz que varía el volumen, pero que suele agarrarse a la seguridad de un monocorde robusto con un trabajo de interpretación —léase en todo sentido— casi nulo.
Carlos Gardel es un cantor vanguardista que hace todo por ir más allá, por romper los límites de sí mismo y crear nuevas formas, estar a la altura de un tiempo que corre. Julio Sosa tiene más bien la estética reactiva de la mayoría de los cantores uruguayos: ningunea a Piazzolla, critica el boom del folklore norteño argentino, sus incursiones en el humor tienden a lo vulgar (téngase por referencia la milonga “En el corsito del barrio”) y, con la excusa de defender al género de la ola invasiva y archi comercial del Club del Clan, que fue contemporánea con su auge, se aferra a un discurso nacionalista cerrado que desprecia toda posibilidad de novedad en la canción popular de los años 60. Por otro lado, algunos de los arreglos de Armando Pontier o de Leopoldo Federico hechos para Sosa no dejan de incluir juegos riesgosos como el clarinete, la flauta, la percusión y los coros, con mejores o peores resultados.
En la historia cantada del tango, que quede claro, la figura de Sosa y su éxito son innegables e irreprochables. “El Varón del Tango” tenía algo que no se vende, ni se entrena, ni se estudia: la irrefutable seducción de su fulguroso carisma.
Sosa era Sosa. La muerte de Julio Sosa en 1964, en pleno auge de una carrera exitosa en un género que ya había olvidado los éxitos masivos, le da un espaldarazo importante: el misterio. Todo lo que toca la oscuridad del silencio en la belleza de su mejor momento se congela allí, en la tristeza de lo perdido y en el misterio de lo que no se vio. Claro que no puede reprochársele al ídolo popular el haber dado poco. En su década de estrellato grabó tangos que hoy son emblema en sus versiones, exceptuando las criaturas anómalas de “Cambalache” y “La cumparsita”, donde la letra tocada por Sosa los vuelve monstruos de Narciso Ibáñez Menta.
Más allá del cantor, en la biografía Julio Sosa: Pa´que sepan cómo soy hay un exhaustivo trabajo de investigación que pone al libro en un lugar de gran valía a la hora de mostrar una metódica manera de recolectar voces, datos, documentos y bibliografías para dar con la silueta de un artista. Al mismo tiempo —y este es un mal que padecen la gran mayoría de las biografías tangueras— hay un compromiso sentimental con la materia trabajada que romantiza a la figura y vela la narración poblándola de expresiones y vericuetos narrativos más bien ridículos o reflexiones que caen en el quejoso lugar común.
Nada de esto desmerece al texto y, especialmente, algo que enriquece de manera inestimable lo que pudo ser una biografía construida por fuera de un cuasi fanfiction, es el fragmento escrito por el investigador Hamid Nazabay —una de las personas que más ha aportado a la épica de la canción popular en nuestro país— quien, a raíz de un perfil psicológico de Sosa introduce al lector en un verdadero muestrario imperdible de análisis, información y formación.
Lo escrito por Santana, a pesar de su erudición, no crea un relato periodístico sólido por fuera del mundo “fan”. Es una auténtica biografía del “universo tango”, con todo lo que esto significa.
JULIO SOSA: “Pa´que sepan cómo soy”, de Milton Santana. Planeta, 2024. Montevideo, 285 págs.
Los mocos que se manda
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“Entiendo la potencia de su figura, su caudal vocal, ni hablar” dice de Julio Sosa el investigador y miembro de la Academia Nacional del Tango de Argentina, Matías Mauricio. “Pero voy a ser crudo, a pesar de que mucha gente lo ama: no le creo. Siento que todo el tiempo está montado en una caricatura sobre las obras que va tratando. Ahora, te voy a decir algo que sí me conmovió mucho, su libro. Ahí sí se desnudó. No hablo de lo poético, sino de la honestidad que bajó ahí. Para mí Gardel es todo lo contrario, tiene un millón de máscaras y todas son hermosas. No encuentro ninguna similitud. Otra cosa con Julio Sosa que funciona como expulsiva, para mí, son los mocos que se manda con los cambios de letra y esa cosa de estampa de varón inmutable, infranqueable”.