Cincuenta años no es nada

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Hugo Fontana

Ediciones de la Banda Oriental está cumpliendo cincuenta años. Fundada en 1961 a impulsos de un grupo de jóvenes en su mayoría vinculados a la Facultad de Arquitectura, hoy es la editorial más longeva del país, habiendo sobrevivido a los más diversos avatares. A su frente, con su mentada fama de hombre huraño y de pocas palabras, Heber Raviolo mantiene una actividad incesante. Nacido en 1932 en el Cerrito de la Victoria, en el seno de una familia de condición modesta, su figura resulta inseparable de la empresa y de los libros en general.

"Mi padre había hecho hasta segundo año de escuela, mi madre hasta cuarto... Hasta mi adolescencia, en mi casa no había un solo libro ni nada que pudiera emparentarse con una actividad intelectual", cuenta, recordando su infancia. "Tengo que agradecer a la escuela de aquella época mi acercamiento a los libros. Fui a la escuela Ecuador, en la calle Ángel Floro Costa, a una cuadra del Palacio Legislativo, una vieja casa quinta que todavía existe. Había empezado a funcionar como escuela de señoritas en el siglo XIX, y a ella, a principios del XX, ya convertida en colegio mixto, concurrió mi padre, aunque solo cursó dos años porque se dedicaba a hacerse la rabona, en el verano se iba a la playa de la Aguada y en invierno al Prado. Allí fue donde empecé a interesarme por la lectura, por los libros que nos daban los maestros. En ese entonces leí Las aventuras de Tom Sawyer de Mark Twain y Miguel Strogoff de Julio Verne. La maestra de cuarto nos leía Saltoncito de Paco Espínola, y la enciclopedia El tesoro de la juventud, que tuvo gran importancia en mi formación. Ella mostró un día uno de los tomos y yo quedé tan entusiasmado que les pedí a mis padres que me lo regalaran. Era medio descabellado, porque se trataba de veinte tomos encuadernados. Y me acuerdo que ellos pusieron unas caras medio dramáticas, pero averiguaron el precio y al final me lo compraron; valía 139 pesos de la época y lo pagaron en diez cuotas. Y allí empecé a conocer un montón de cosas; leí una parte dedicada a la poesía española y me gustaron Manrique, Lope de Vega, me entusiasmaba La vida retirada de Fray Luis de León. Y luego, a mi pedido, el primer libro que entró a casa fue Tarzán de los monos, de Edgar Rice Burroughs. Ese fue el libro con que comencé mi biblioteca."

Raviolo cursó el liceo en el Miranda viejo, en la calle Sierra (Fernández Crespo), donde encontró buenos y malos profesores. Para ese entonces, su madre luchaba para que hiciera una carrera universitaria. "Ella venía de una familia muy pobre, una pobreza distinta a la de ahora porque nunca nos faltó ni techo ni comida. Techo, un caserón que había construido mi abuelo en Arenal Grande y Martín García, con unos techos de zinc y unas piezas enormes donde en invierno te morías de frío y en verano, de calor. Pero al mismo tiempo era una casa alegre, con un jardincito, un patio abierto, una parra. Ella quería que estudiara, tanto que me convertí en un inútil para las manualidades; no me dejaba hacer nada. En un principio, cuando terminé el IAVA (Instituto Alfredo Vázquez Acevedo), me metí en la Facultad de Derecho y estuve dos o tres años pero apenas di Derecho Civil, que era la materia que salvaba todo el mundo. Enseguida me di cuenta de que la carrera no era para mí. Y entonces decidí hacer el profesorado de Literatura en el IPA, más por la literatura que por la docencia, aunque después tuve algunos momentos muy hermosos, sobre todo cuando di clases en Las Piedras, allá por el 60, 61, hasta que me echaron en 1975."

"El IAVA era una maravilla por la calidad de los profesores, aunque también los había malos. Allí fue cuando tomé contacto con la vida gremial. En el 49 se creó la ARU, Agrupación Reforma Universitaria, que tenía un perfil anarquista, un poco disimulado, porque en la época el anarquismo era mala palabra por algunos antecedentes como los de los anarquistas expropiadores. La agrupación, paradójicamente, fue creada por Gerardo Gatti y Germán Rama, que después tuvieron actuaciones muy divergentes. En esa época también descubrí Marcha y empecé con más contactos de índole intelectual."

El campo y la ciudad. En marzo de 1948 apareció el primer número de la revista Asir, fundada en la ciudad de Mercedes. Fue el comienzo de una intensa actividad intelectual que tendría como contrapartida montevideana a la desarrollada por el grupo creado en derredor de la revista Número. En el primero, con una fuerte impronta de la literatura del interior, fueron habituales las firmas de Arturo Sergio Visca, Domingo Bordoli, Guido Castillo y Dionisio Trillo Pays, entre otros. En Número, los más destacados integrantes de la llamada Generación del 45 pugnaban por una estética decididamente urbana.

-¿Cuándo tomás contacto con la gente de Asir?

-Cuando ingresé al IPA, en 1956, un IPA que también fue fundamental porque era de altísimo nivel: los profesores de literatura eran Bordoli, Guido Castillo, José Pedro Díaz, Carlos Real de Azúa.

-A quienes más tarde editaste...

-Sí, a muchos de ellos. Entonces fui alumno de Bordoli y empecé a ir a su casa de la calle Coquimbo, como muchos de sus alumnos. Y también estuve vinculado con los últimos números de la revista, cuando salieron dos o tres números aislados.

-¿Había un enfrentamiento real con los integrantes de Número?

-Era relativo. Había, sí, diversas concepciones, pero no eran solo los de Asir y Número sino que también había gente que no se adscribía a ninguno de los dos grupos, como Ángel Rama, José Pedro Díaz, Carlos Maggi. Pero había un vínculo generacional y lo demuestra que cuando los de Asir, en el 60, 61, se plantearon sacar una colección de libros, integraron prácticamente a todos, una colección que empezó con Sendero solo, de Bordoli, pero donde también apareció El infierno tan temido de Juan Carlos Onetti, El país de la cola de paja de Mario Benedetti, Tierra sin mapa de Rama. Se puede decir que los tres grupos están representados en esa colección, de manera que más allá de las polémicas, que también a veces se registraban dentro de los propios grupos, había una suerte de conciencia generacional que luego nunca se repitió con tanta fuerza.

En 1958 Raviolo dio un concurso en la Facultad de Arquitectura y empezó a trabajar como funcionario. Allí fue donde se vinculó con algunos alumnos que ya conocía de la actividad gremial y de la FEUU. De ese núcleo saldría al poco tiempo la idea de fundar una editorial.

-Había un vacío. Habían existido editoriales importantes como Barreiro, pero para entonces no era más que un sello. Y aquella fue una época en que se empezaron a dar conferencias, mesas redondas relativas a algunas de las problemáticas de Uruguay, pero sin material editado. Quien quisiera estudiar cualquier tema sobre la historia del país, no encontraba nada, no había más que dos o tres títulos.

-Entonces surge la idea de fundar Banda Oriental…

-Sí. Quienes la fundamos, habíamos tenido una experiencia previa en la revista Tribuna Universitaria, que sacaba la FEUU pero que era bastante ortodoxa. Entonces intervinimos con Mariano Arana y Lorenzo Garabelli, y le dimos un giro totalmente distinto. Fue cuando comenzaron a colaborar Carlos Martínez Moreno, Methol Ferré, Vivián Trías, Enrique Iglesias, Buchelli... Pero se hizo tan poco ortodoxa que empezó a crear resistencias en la propia FEUU, lo que nos llevó a pensar en una editorial.

-¿Por qué el primer libro que editan es Uruguay, realidad y reforma agraria, de Eliseo Salvador Porta, un médico que vivía en Bella Unión...?

-José Claudio Williman, que era amigo nuestro, profesor de Economía en la Facultad, manejaba una especie de folleto a mimeógrafo que le había acercado Porta, de quien además era pariente. Y nos lo acercó pensando que nos podía interesar. Nos gustó y resolvimos publicarlo.

-Porta no coincidía demasiado con el pensamiento tradicional de la izquierda en lo referente al tema agrario; él reivindicaba la estancia.

-Sí, pero fue precisamente eso lo que nos gustó, que no era una mirada ortodoxa; nosotros no lo éramos, queríamos ver si se podía renovar un poco el pensamiento de la izquierda.

Viaje hacia Morosoli. Más allá de ser una de las figuras más importantes de la cultura uruguaya, y de haber editado más de tres mil títulos abarcando todos los géneros literarios -nacionales e internacionales, contemporáneos y clásicos- y las más variadas expresiones de las ciencias sociales y políticas, Raviolo fue el responsable de haber rescatado y dado a conocer la obra de tres escritores clave de la literatura nacional: Juan José Morosoli, Anderssen Banchero y Héctor Galmés.

-Nunca conocí personalmente a Morosoli. Por supuesto que cuando se creó la editorial ya lo había leído, siempre me había interesado mucho, pero me deslumbré con su obra cuando leí Tierra y tiempo; entonces me di cuenta de que era un escritor absolutamente excepcional. El primer objetivo de Banda era editar libros de ensayo, pero también nos parecía importante darle un lugar a la literatura nacional. Y enseguida surgió el nombre de Morosoli. Para ello fue importante mi vinculación con Visca, que había comenzado a través de Asir. Él comentó que había inéditos de Morosoli y me ofreció algunos datos de cómo podía encontrar ese material en la Biblioteca Nacional, en las carpetas del Ineal que había creado Roberto Ibáñez, en algunas publicaciones como el almanaque del Banco de Seguros del Estado, y de esa forma reuní los cuentos incluidos en El viaje hacia el mar.

-Morosoli había sido bastante maltratado por la Generación del 45.

-Había sido incomprendido. Rodríguez Monegal primero lo destrató, como lo hizo con Armonía Sommers y con Felisberto Hernández, aunque después cambió un poco. Benedetti hizo un análisis más equilibrado de su obra, aunque de cualquier manera no termina de reconocerlo por completo. Lo mismo Ángel Rama: le erró como a las peras cuando hizo la crítica de Tierra y tiempo, el título de la nota lo dice todo: "La retórica de un creador". Él decía que Morosoli se estaba repitiendo y era exactamente lo contrario, era la culminación de toda su obra. Por ese tiempo le escribí a la viuda, Luisa Lupi de Morosoli, que inmediatamente me contestó entusiasmada. Después tuve una maravillosa relación con ella, con sus hijas y con toda su familia. Curiosamente una de las hijas estaba estudiando arquitectura pero yo prácticamente no había tenido contacto con ella. Y en la casa encontré todo el material inédito con el que luego armé el libro La soledad y la creación literaria. Morosoli ya había publicado en Marcha algunos artículos como "La cansera del hombre de campo" y "El sieteoficios", lo que también es una pauta de que las distancias de grupo a grupo no eran tan cerradas. Es cierto, eso dependía de quién dirigiera la página literaria; en aquel momento era Trillo Pays.

-¿Él había dejado mucho material inédito?

-La primera vez que fui a Minas fue justamente a revisar sus papeles. Me acuerdo de la enorme casona de la calle Williman donde pusieron todo a mi disposición. Entonces era bastante trabajoso transcribir los manuscritos; por suerte Morosoli escribía con una letra grande y muy clara, con cualquier cantidad de faltas de ortografía. Pero había que pasar todo eso. Me iba con mi máquina portátil, y en determinado momento, como ellas vieron el trabajo que me daba, me dieron el material y me lo fui trayendo para la editorial. Recuerdo una vez: se acercaba la fecha de una publicación y yo estaba pasando todo eso. Usaba un papel finito y hacía cinco o seis copias; en aquel momento en Montevideo había un solo lugar donde hacían fotocopias, en la calle 25 de mayo, que era donde iba a copiar los planos que se usaban en la Facultad de Arquitectura. Había que dejarlos de un día para otro y te preguntaban si querías que las fotocopias salieran con fondo azul o rosado, y era muy caro. Recuerdo que habíamos planeado publicar el libro para fin de año, para que estuviera en la Feria de Libros y Grabados, y surgió la posibilidad de un paseo a una cabaña en Villa Serrana que tenían dos socios de la editorial, Mariano Arana y Mario Spallanzani. Agarré mi mochila, los originales de Morosoli, la máquina de escribir y me fui para allá. No teníamos auto: había que ir a Minas en ómnibus y tomar un servicio local que te dejaba al pie de un cerro donde estaba el chalé, y después subir el cerro que tenía como trescientos metros, trepando por un sendero, cruzándome con un rebaño de cabras, pasando al lado de las vertientes, un paisaje maravilloso.

-En uno de tus prólogos decís que Onetti escribe en el diario Acción la nota por la muerte de Morosoli, y comenta que este pensaba empezar a escribir una novela unos días más tarde. ¿Creés que tenían algún tipo de relación personal?

-Tenían una relación cordial, se conocían. No creo que tuvieran una amistad estrecha, pero se tenían mutuo respeto. No tengo la idea de que Morosoli fuera un lector muy entusiasta de Onetti, pero se respetaban.

Dos tipos distintos. Casi simultáneamente a las primeras reediciones de la obra de Morosoli, Banda Oriental publicaría en 1963 Mientras amanece, el primer libro de cuentos de Anderssen Banchero.

-El cuarto volumen de la colección había sido El viaje hacia el mar y el sexto fue Mientras amanece. Yo conocía a Banchero de mentas a través de Bordoli, porque había sacado una mención en un concurso de Asir y luego había publicado un par de cuentos en la revista. No lo había visto nunca, y un día Hugo Cores, a quien conocía de mi militancia estudiantil y que trabajaba con él en el Banco de Seguros, se me apareció con originales de Banchero, los leí y me pareció muy interesante. Entonces concertamos un encuentro en un boliche de la diagonal Agraciada, como le decíamos entonces a la Avenida del Libertador, frente al Banco de Seguros, un boliche de donde salían los ómnibus de Cita. Ahí nos conocimos.

-¿Qué impresión te dio?

-El propio Cores me había advertido que a veces podía ser medio áspero, pero fue una reunión muy tranquila. Banchero se automarginaba. Salvo esa relación circunstancial que tuvo con el grupo Asir, jamás estuvo en ninguna peña intelectual ni iba a conferencias ni a mesas redondas.

-¿Él toleraba que le corrigieras los textos?

-Sí, sí, yo le advertía, mirá que te corregí puntuación, alguna palabra te la saqué o te la cambié, pero él lo permitía. De todos modos, nunca abusé de eso.

-¿Y en el caso de Héctor Galmés?

-Bueno, Galmés y Banchero eran casi una antítesis uno de otro. Galmés era un hombre de una cultura realmente fabulosa. Era profesor de literatura y había entrado a Secundaria tras un monstruoso concurso de oposición: había que preparar más de cincuenta autores, no libros sino obras completas. Una bolilla era Shakespeare, otra Cervantes, La Biblia, y podían poner cualquier tema. Fuimos con Bordoli el día que Galmés dio el concurso, que era público. Entonces lo conocí leyendo su concurso, un trabajo brillante que salió número uno. Sabía latín, alemán, algo de griego, pero era un tipo cualquier cosa menos ostentoso de su conocimiento.

-¿Cuándo te trajo el cuento "Un puente romano"?

-Cuando publicamos sus cuentos, ya habían salido las novelas Necrocosmos (1971) y Las calandrias griegas (1977). Él era muy amigo de Alejandro Paternain, quien me acercó los manuscritos de Necrocosmos. Galmés era un ejemplar de intelectual puro, pero sin embargo le entusiasmaba salir de campamento; cuando empezamos a ir a Valizas a un rancho que compramos con unos amigos, siempre era el más entusiasta en acompañarnos.

-¿Tenías con él una relación similar a la de Banchero? ¿Lo corregías?

-Alguna corrección le hacía, pero en general era muy prolijo, alguna coma, alguna palabra.

-¿Qué opinión tenés de Gordon Lish, el editor que le reescribió el final de algunos cuentos a Raymond Carver?

-Tengo el libro que salió con los cuentos de Carver sin la edición de Lish, pero no he tenido tiempo de leerlo para saber la dimensión de las cosas que le hacía. Yo te puedo asegurar que jamás hice una cosa parecida. A Galmés una vez le hice una corrección grande, pero él la aceptó: cambiarle el final de Las calandrias griegas. En el final, Adonis, que es el personaje, terminaba en plena playa, que evidentemente era Valizas, y en medio de una cantera abandonada se pone a escribir, cuando uno de sus problemas era ser una especie de escritor frustrado. Y yo le dije: mirá, la novela me gustó muchísimo pero hay una cosa que no me convence, este boludo nunca se va a poner a escribir. Y él se rió, nada más, y cuando me trajo las pruebas corregidas, le había cambiado el final.

Momentos difíciles. Por invitación de Eduardo Galeano, en los `60 Raviolo se hizo cargo de la página literaria del diario Época, donde colaboró durante tres o cuatro meses. "Allí", confiesa, "descubrí que mi vocación no estaba ni cerca del periodismo. Se había formado un buen equipo, estaban Cores, Diego Pérez Pintos, Alicia Suárez (la hija de Peloduro), pero siempre me parecía que me faltaba tiempo cuando tenía que escribir". También fue en 1974, tras el concurso ganado por Nelson Marra y por no más de cuatro números, el encargado de la página literaria del semanario Marcha, "cuando estaba en las últimas boqueadas. Estuve primero en dos números, la clausuraron, y después en los últimos dos hasta que la cerraron definitivamente". Entonces fue la última vez que vio a Onetti, a quien le hizo un reportaje que apareció en la contratapa del último número de Marcha, cuando él había vuelto de un viaje a Europa y todavía no había decidido irse.

-Uno de los primeros títulos que publicó la editorial fue Tierra de nadie. Conocí a Onetti en el castillito del Parque Rodó, donde trabajaba como director de la biblioteca; entrar al castillito y encontrarse con él era medio surrealista. Habíamos ido a pedirle El pozo; nos atendió muy bien y dijo que por el momento no quería publicarlo, creo que lo debía tener comprometido con Ángel Rama porque no mucho después lo editó Arca. Y entonces me ofreció Tierra de nadie, le hizo algunas correcciones y creo que nuestra edición fue la definitiva. Después publicamos la primera edición en libro de "Jacob y el otro" y de "Un sueño realizado". Y después vino Carmen Balcells y arrasó con los derechos.

-¿Cómo te sentís ante el hecho de que la editorial haya cumplido 50 años? ¿Te preguntaste alguna vez acerca de la fuerza que tuviste para llevar adelante todo este proyecto?

-No lo siento demasiado distante ni tampoco muy cercano. La vida es una continuidad. Mentalmente, de alguna manera uno sigue siendo el mismo, aunque haya cambiado, por supuesto. Si hay algo que no soporto es a esas personas que dicen que piensan exactamente lo mismo a los 60 años que lo que pensaban a los 15 o a los 20. Yo he cambiado, por supuesto. Por ejemplo, no creo en el anarquismo como creía cuando tenía 18 años; me parece que políticamente es un callejón sin salida. Por supuesto que a ninguno de los que pensamos la editorial en aquella época se nos ocurrió ni remotamente que cincuenta años después Banda Oriental iba a seguir, y con las dimensiones que hoy tiene, porque además no se creó como una empresa comercial. Aquella era una época de efervescencia: el año anterior había aparecido Alfa, al año siguiente Arca. Nosotros empezamos como algo absolutamente informal. Cuando se legalizó, de los primeros doce fundadores quedaron nueve y después se integraron Alcides Abella y Ariel Villa, que falleció hace unos años. Al principio era una especie de labor colectiva, nos reuníamos hasta para corregir los libros, pero después cada uno se fue recibiendo, dedicándose a su profesión, y el que quedó en la editorial fui yo.

-¿Cuáles fueron los momentos más difíciles que atravesó la editorial?

-Hubo muchos. En el inicio no fue tan difícil. Hay que reconocer que había algunos apoyos estatales muy importantes, básicamente los préstamos para editar que el Banco República daba a los autores, a cinco años y con intereses muy bajos. Los sacaba el autor y la editorial se hacía cargo de pagar las cuotas. En la comisión del Banco estaban Paco Espínola, Carlos Maggi e Íbero Gutiérrez, el padre del poeta, que era profesor de literatura. Gracias a esos créditos pudimos editar la Historia rural del Uruguay moderno, de José Pedro Barrán y Benjamín Nahum, dos tomos enormes. Después sí, con la crisis económica y política hubo años terribles: teníamos que andar corriendo de un lado a otro para poder pagar los cheques. Siempre digo que la colección Lectores da una gráfica de cómo fue la evolución de la industria editorial uruguaya: empezamos editando, en 1978, libros de hasta 128 páginas, después fuimos bajando a 96, 80, llegamos a sacar un libro de 72, y luego volvió a crecer y en este momento estamos sacando libros de hasta 200 páginas.

-¿Cuáles son los nuevos desafíos de este tiempo?

-Estamos ante el gran desafío del libro digital, aunque por el momento se da la paradoja de que nunca se ha publicado tanto, tantos títulos, lo cual, a su vez, nos puede poner ante una crisis. Antes, el peor enemigo del libro era la fotocopia, y lo sigue siendo en todo lo que es material de texto. Pero ahora el gran enemigo del libro es el propio libro: se sacan tantos títulos que por un lado es imposible leer, y por otro las librerías no pueden tenerlos ni exhibirlos. Las librerías reciben cajones de libros en consignación y los devuelven casi sin abrir.

-¿Qué repercusión tuvo la llegada de los sellos multinacionales?

-En ese aspecto ha sido totalmente funesta. Por un lado provocaron la necesidad de emularlas en el plano del arte editorial, de mejorar la calidad del libro e incluso de la promoción; nos obligaron a ser más eficientes. Pero transformar el libro en un objeto comercial, que importa nada más que por la rapidez y la cantidad de ejemplares que se vendan, lleva a que estén continuamente con la maquinita, dándole y dándole y dándole y sacando cualquier cosa.

-¿Es muy tedioso el oficio de editor?

-No, no es tedioso.

-¿Nunca te abrumó estar leyendo cosas que de pronto son de muy escaso valor?

-Bueno, en ese sentido sí, a veces uno se siente abrumado. Y lo más abrumador es que, a lo largo de cincuenta años, uno no ha podido cumplir con esa especie de sueño de encontrar a un autor desconocido, y encontrarse con el gran libro...

-¿Tuviste hijos?

-No. Me casé tardíamente y no tuve hijos. Pero estoy muy contento de haberme casado.

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