Novela de la autora irlandesa
Las prostitutas, madres solteras, enfermas, indigentes y abusadas tenían un refugio en Irlanda, que en realidad era una prisión. Claire Keegan escribió con ellas una novela.
En 1993 comenzó a destaparse un escándalo de proporciones que sacudiría a Irlanda, y no tenía que ver con el IRA. Se trató del descubrimiento de una fosa con 155 cadáveres de mujeres, hallada cuando una parte de los terrenos de un convento fue vendida a una constructora. El predio pertenecía a las Hermanas de la Orden de Nuestra Señora de la Caridad, y el asunto fue silenciado por algún tiempo. La orden era una más de las que integraban una vasta red de ayuda a mujeres caídas (terminología moralista que incluía prostitutas, madres solteras, enfermas, indigentes, abusadas, etc.) conocida como Asilo de las Magdalenas o Lavandería de las Magdalenas, en obvia referencia bíblica. Muchos de esos lugares pasaron a convertirse de refugios transitorios en prisiones definitivas, y las mujeres que allí llegaban soportaban reglas de silencio, trabajos forzados y castigos corporales que podían terminar en la muerte. En esa realidad se inspiró la irlandesa Claire Keegan (n. 1968) para escribir su segunda novela, Cosas pequeñas como esas, una pieza de cámara fulminante como una granada de fragmentación.
Niñas que piden ayuda
La historia de esta nouvelle se ambienta en la Navidad de 1985 en el pueblo de New Ross, al sureste de Irlanda, en plena era de Margaret Thatcher. El protagonista es Bill Furlong, un vendedor de carbón y madera, cuarentón, casado con Eileen y padre de sus cinco hijas. El número lleva a una repentina asociación con las cinco hermanitas Lisbon de Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides, pero pronto se ve que Keegan va por otro camino (aunque quizá al mismo lugar). El drama de Furlong es económico —un país en apuros, con empresas cerradas y despidos masivos— y familiar: en el presente un matrimonio gastado, y en el pasado el dolor vergonzante de ser el hijo bastardo de una mucama adolescente. Las aspiraciones del protagonista son criar bien a sus hijas, mantener el equilibrio delicado de la pareja aunque más no sea en el cumplimiento de roles y acaso averiguar de alguna manera quién fue su padre. Sobre esa base tibia de drama se superpone el conflicto pesado, que tiene que ver con la conciencia moral del individuo e irrumpe cuando Furlong ve algo que no debería haber visto. Entre sus mejores clientes se encuentran las monjas del convento del Buen Pastor, que dirigen una lavandería y un colegio de formación para niñas. El negocio hacia afuera parece próspero y limpio. Puertas adentro, Furlong se encuentra con niñas que le piden ayuda para suicidarse. En ese punto el relato se dispara.
Una habilidad de Keegan consiste en saber separar el discurso del narrador, su pulso firme, determinado y eficaz, del discurso de los personajes, que actúan y hablan con un horizonte más acotado. Así, diálogos que parecen banales y estirados no lo son, porque están al servicio de una descripción interior precisa y elocuente. Y porque cuando precisan concisión la obtienen. En el momento en que Furlong le cuenta a su esposa lo que vio, esta responde: “Si quieres triunfar en la vida, hay cosas que debes ignorar para poder seguir adelante”. Y cuando Furlong le argumenta que esas chicas podrían ser sus propias hijas, Eileen contesta que “no lo son”. El concepto de empatía pasa a ser el pivote alrededor del cual girará la historia y las tribulaciones del protagonista. La mención a Charles Dickens y su famoso “Cuento de Navidad” (1843) se justifica con creces. Igual que en ese antecedente, la acción transcurre en las previas de Navidad, y si bien Furlong, aun lavándose las manos, no es el avaro y desagradable Scrooge, la sociedad de fin de milenio en la que vive tiene esas características. La decisión final que toma también viene meditada por “fantasmas” de infancia, y siendo redentora, previsible y políticamente correcta, se mantiene a salvo de la sensiblería.
Un nombre
El prestigio de Claire Keegan se cimenta en tan solo cuatro obras, todas traducidas al español por Jorge Fondebrider y publicadas en Eterna Cadencia. Son los libros de relatos Antártida (1999) y Recorre los campos azules (2007), y dos breves novelas. Una es esta, la otra es Tres luces (2010), que de algún modo la anticipa. En Tres luces —elogiada por Richard Ford, nada menos— Keegan contaba una historia de sentimientos y economía, universos que están más cerca de lo que se quiere ver. La narradora protagonista era una preadolescente a la que sus padres (que esperan el hijo número no sabemos cuánto) no pueden mantener y envían a pasar una temporada a casa de unos familiares, los Kinsella, que perdieron a su único hijo y viven sin apremios en la Irlanda rural. En ese escenario la chica descubre sensaciones que no conocía y se parecen mucho a la calma y la felicidad, y aprende a reconocer otras más cercanas a la maledicencia y la hipocresía.
Considerada floja, esta primera nouvelle de Keegan, releída ahora, es todo menos menor. La razón, que también abarca a Cosas pequeñas como esas, puede radicar en que la Keegan de las novelas y la Keegan de los relatos no toca, en apariencia, los mismos acordes. El punto de sobriedad y sutileza de las primeras contrasta con las cotas de velocidad y morbo de los segundos. Basta pensar en el relato “Antártida” de su primer libro, en el que una mujer “felizmente casada” va a la ciudad a comprar regalos navideños y de paso a conseguir un amante de una noche, y termina cayendo en las redes de un psicópata de alta gama. La tensión del cuento es digna de un Stephen King horrorífico, además de puntuar como un ejercicio de eficacia narrativa impecable donde nada sobra ni falta. El decorado religioso de ese relato clásico (en el sentido de perfecto, acabado) también está en estas novelas breves, solo que aquí el telón envolvente de la sociedad se explicita. Lo que en los relatos podemos inferir acá lo vemos: la mirada culpabilizadora sobre un Furlong que pretende salvar a una chica del convento aunque eso signifique poner en riesgo la estabilidad precaria, económica y social, de sus propias hijas; o la invasión indiscreta sobre los Kinsella solo porque habiendo sufrido una desgracia la remontaron y son capaces de dar una lección de amor.
Las dos novelas transcurren en los ochentas del siglo XX, pero parecen pertenecer a una atmósfera previa (apenas hay datos de un freezer, por ejemplo, como novedad). Se pueden sacar por lo menos dos conclusiones de esto: que el vértigo de las últimas décadas es por knock out, y que no todo el mundo, en todos los lugares, vive en la misma época. Keegan ha mostrado la Irlanda profunda sin necesidad de apelar a grandes historias, pero enfocando con inteligencia las pequeñas.
COSAS PEQUEÑAS COMO ESAS, de Claire Keegan. Eterna Cadencia, 2021. Traducción de Jorge Fondebrider. Buenos Aires, 94 págs.