Claudio Invernizzi sobre el derecho a ser cobardes

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Claudio Invernizzi. Foto: Leonardo Mainé.

Novela del uruguayo

La novela transcurre en dictadura, en Puerto Vírgenes, y trata de un grupo guerrillero que roba una reliquia histórica. Casi como el robo de la bandera de los 33 Orientales.

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En una vieja casa reciclada de Cordón, en una habitación cercada por dos patios con plantas coloridas y exuberantes, entre el aroma a café y torta de chocolate, y con algunos libros a mano, Claudio Invernizzi escribe. Está terminando el último libro de una trilogía ubicada en un sitio llamado Puerto Vírgenes, con personajes a los que recurrió años atrás y de los que no se quiso desprender, y con historias que remiten a su vida, sus amigos, su Piriápolis natal. La fascinación —casi adicción— que le ha provocado la escritura lo tiene alejado de la publicidad temporalmente. Tras La memoria obstinada de Puerto Vírgenes (Estuario, 2019), presentó El pasado es un montón de cosas inconclusas (Estuario, 2021). Antes de que vea la luz el final de esta saga de tres, habló del estilo, la inspiración, la búsqueda y lo terapéutico de su obra más reciente.

Un robo del 73

—¿Este es un libro a partir de tus vivencias en la dictadura?
—En realidad es un libro en el que cuento la historia de un robo en el año 73, en Puerto Vírgenes. Se trata de un grupo guerrillero, una escisión que nace en el propio balneario, que roba un banco y un sable; en algún momento se pensaba que era el sable corvo de San Martín. A la semana esa columna es desarticulada pero lo que se pierde es el dinero, y no se llega a él. El sable solo le importa a la familia, porque pertenecía a un caudillo blanco que había peleado en la batalla de Arroyo Grande. Tiempo después, el sable es entregado en una noche de copas.

—Suena parecido al robo de la bandera de los 33 Orientales en 1969. ¿Hay un paralelismo pretendido?
—No, es más: uno de los comandantes guerrilleros se enoja muchísimo con el robo del sable porque es útil para las fuerzas represivas, pero además lo que más le duele es que había sido un hecho plagiado del hecho concreto —el robo de la bandera—, por lo cual el impacto propagandístico era una gran tontería.

—¿Qué subyace a ese relato, entonces?
—Van cayendo historias de la época, del 73, que de alguna manera nos hace pensar que debajo de esta historia hay dos cosas de las que no estaba previsto que yo fuera a escribir, pero que los personajes me pedían que hablara de eso, por más edulcorado que suene. Una es la verdad, sobre la cual digo allí que es un canto, una piedra que va rodando hasta hacerse polvo en la inmensidad del tiempo. Hay tantas verdades como respiraciones existen en el mundo. Son verdades que no remiten a la información; la información es otra cosa. La otra es el derecho al miedo, el derecho a la cobardía. A lo largo de la novela te vas encontrando con que la cobardía puede ser respetada.

—Eso último, ¿es un hallazgo personal?
—Yo tuve una situación con algunas personas que, en plena dictadura, tuvieron reacciones de miedo frente a lo que podía pasar y se mandaron a guardar. No porque estuvieran en un acto de militancia: era por cuánto podría yo quemarlos si andaban conmigo, o porque pasara algo que pudiera dejarlos expuestos a una represión o algo así. A mí en aquel momento me dio mucha bronca, lo viví de una forma terrible. Al tiempo, cuando los volví a ver en Piriápolis, empecé a sentir: ‘ellos tenían derecho’. El miedo es un ogro definitivamente más poderoso que cualquier acto racional. Cómo no lo voy a respetar. Incluso el derecho a la cobardía, que es algo más violento que el miedo. De esas cosas, al final del libro, se termina hablando.

—¿Escribirlo te curó aquella bronca?
—Ray Bradbury dice que hay que vivir borracho de escritura para que la realidad no te destruya. Y eso lo vivo a cada rato. Cuando se habla del metaverso de Zuckerberg, yo pienso en la escritura. Yo estoy viviendo mi propia realidad, que no es virtual, y fíjate con qué poder la vivo: hago y deshago, mato a la gente, los enamoro, los desenamoro, los hago crueles, los hago santos.

—¿Por qué el título “un montón de cosas inconclusas”?
—Tiene varias explicaciones. Mi viejo me decía: “Odio el narcisismo de quienes piensan que la historia puede terminar con ellos”. El pasado es inconcluso, no termina nunca y el futuro sigue existiendo porque hay cosas por terminar. Eso es la perspectiva de la humanidad, del relato. Siempre hay miles de formas diferentes de contar una misma historia. Eso hace que el pasado quede en un limbo sobre el que se sigue construyendo. Todo esto que te digo está excedido de literatura. Bajemos tres cambios y digamos que cuando vos y yo miramos para atrás, inevitablemente tenemos cosas sin concluir, que dejamos por el camino. Cuando los años pasan, esas pocas cosas terminan siendo un montón. Pero no es una tragedia. Creo que estamos hechos de eso. La incompletud es un motor encendido; las historias inconclusas son un motor encendido. Sigo escribiendo porque siento que no terminé la historia de Puerto Vírgenes.

—Después de una vida dedicada a la publicidad, a buscar mensajes que capturen el interés de otros y que esto se traduzca en acciones, ¿para qué escribís, y para quiénes?
—Escribir es una necesidad que la vivo en mis ratos de ocio y que la vivo mientras no estoy escribiendo. La extraño cuando lo que estoy haciendo no es escribir. Es compulsivo. Escribo para mí en gran medida, pero no para leerme yo solo. Una amiga me dijo ‘yo encontré mi lector’, porque alguien la había parado en la calle y le había dicho que su libro había sido importante. Yo encontré a mis dos o tres lectores. El nivel de satisfacción que te deja alguien que estuvo escribiendo en los laterales de las hojas, o recomponiendo una historia, o incluso intentando mejorarla, es formidable. Yo no me puedo quejar del nivel de estado público que tomaron mis libros. Tuve entrevistas, estuve en radios. Al contrario; hasta me cohíbe un poco ese nivel de exposición. Por otro lado, este libro no tuvo ni una crítica. No lo quiero llevar a un nivel personal porque pasa con muchos libros. Hay poco espacio en los medios para la crítica. Por suerte tengo amigos que leen, que me dicen lo que les pareció bien y lo que les pareció mal. Tengo una amiga del alma que me dijo ‘lo terminé porque eras vos el que lo escribía’.

—Decís que tus libros son “de lectura demorada” y sospecho que es una batalla contra la búsqueda del ‘todo rápido’ y ‘todo ya’. ¿Es? ¿Inspirado en algún autor en particular?
—Voy a leer una cosa que posteé en Instagram. Cada vez que veo que la crítica literaria, o lo que queda de ella, celebra la velocidad vertiginosa con la que se lee una novela, me imagino escribiendo con emojis para satisfacer a críticos, jueces y lectores. Es algo así como “lea, pero sin perder mucho tiempo en esa pavada”. Ahí te contesto. Me gustan las palabras. Soy un admirador de Carpentier, me enloquece, me parece el tipo más sensual en la literatura. Lo admiro. Salvando las distancias, escribo anacrónicamente porque la modernidad exige otras cosas.

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