Novela latinoamericana
El asedio animal trata sobre víctimas a quienes les arrancaron los ojos, las manos, las piernas, la lengua, pero no la memoria.
Con una prosa minuciosa, cargada de poesía, Vanessa Londoño (Bogotá, 1985) construye en El asedio animal una primera novela poderosa, donde la naturaleza asume el rol de personaje principal y a través de la cual se narran los derroteros de quienes podrían ser algunas de las decenas de miles de víctimas que ha dejado más de medio siglo de conflicto armado en Colombia. Víctimas a las que les arrancaron los ojos, las manos, las piernas, la lengua, y que buscan, en última instancia, hallar refugio en algunas de las posibilidades de la memoria.
Londoño habló sobre su novela, sobre el conflicto armado en Colombia y sobre la posibilidad de que el nuevo gobierno cumpla con lo firmado en los Acuerdos de Paz con las FARC, para que el país ingrese en una nueva etapa que deje la guerra definitivamente atrás.
—¿Cómo nace El asedio animal? ¿En qué momento te diste cuenta de que ibas a escribir esta novela, con este tono y esta estructura?
—Creo que cualquier lector que se acerque a El asedio animal puede ver que es una novela que está atravesada por otro género, que es el de los cuentos. La novela originalmente surge como un libro de cuentos que tenía la idea de hablar sobre la pérdida de las partes del cuerpo en cada uno (de los personajes), como finalmente ocurre. Pero luego me di cuenta de que había algo que los unía más que las historias de las pérdidas de las partes del cuerpo. Era el territorio. Y cuando me di cuenta de que el territorio era el eje fundamental de las cuatro historias, entendí que era una novela cuyo personaje principal era el territorio. Entonces ahí como que el texto mismo exigió un cambio de apreciación y de entendimiento.
—La memoria también tiene una presencia fuerte. En la novela se habla de la “legalidad” de la memoria, de la “memoria incidental”, de “deficiencia” en la memoria. ¿Había una inquietud particular por trabajar el tema o se fue dando mientras escribías la novela?
—Creo que quería explorar cuáles son los alcances de la memoria, o cuestionar la memoria, también, porque la novela no solamente trata de la memoria, sino de la desmemoria, de la imposibilidad de fiarse de los recuerdos. En territorios como estos, sobre todo en Colombia, la memoria histórica es fundamental para poder salir de un conflicto armado como el que hemos tenido acá tantos años. Por eso el cierre de la novela ya no es un recorrido geográfico a través del territorio, sino que pone en el centro la memoria y es un recorrido que se da en la memoria de los demás personajes. Porque la mujer que cierra la novela ya no recorre el territorio, sino que recorre las vidas y las historias de los demás personajes. Y en ese recorrido de la memoria yo creo que hay una búsqueda por fijar una memoria histórica, para no olvidar y para encontrar una salida a un conflicto como este. Ahora, también la memoria ahí se explora desde muchos lugares. La memoria también del territorio. Los cauces de los ríos crean una memoria sobre la tierra; el cauce mismo del río es una memoria de por dónde ha corrido. También hay una aproximación de cómo yo creo que en Colombia se ha narrado el conflicto y es que muchas veces se usurpa la memoria del otro, sobre todo cuando ganó el “No” en el plebiscito (para ratificar los Acuerdos de Paz con la guerrilla). Eso se dio porque hay mucha gente que nunca había padecido el conflicto, y que usurpó la memoria del otro que sí lo había sufrido, para tratar de reconocerse como víctima. También encuentro ahí que la violencia en Colombia ha estado mediada por la usurpación del relato y la memoria del otro.
—En una entrevista dijiste que posiblemente en Colombia y América Latina nunca podamos salir de los ciclos de violencia que vivimos actualmente. Para el caso de Colombia, ¿ni siquiera la victoria de Gustavo Petro te da esperanza de que el país pueda salir de esa violencia?
—La novela la empecé cuando Colombia atravesaba el proceso de paz y la terminé cuando es claro que está completamente desmontado. Creo que la novela también, en el fondo, encierra esas esperanzas, porque finalmente los personajes quizás nunca puedan salir de ese territorio y quedan condenados a ese territorio. Y en el final mismo hay un personaje que se incinera, que me parece que es como la desesperanza absoluta. Pero luego de eso viene una mujer como (la vicepresidenta de Colombia) Francia Márquez a aparecer en mi territorio político. No me refiero solamente a estas elecciones presidenciales. Ya muchos la conocíamos desde antes, desde su activismo por la defensa del territorio, por oponerse a las grandes mineras que estaban desplazando a las comunidades afro en el pacífico de Colombia, cuando gana el premio de protección al medio ambiente. Creo que Francia viene un poco a iluminar el panorama, como en la novela. Creo que a los personajes los moviliza el deseo y que a muchos ciudadanos en Colombia nos moviliza Francia. Ella representa un poco como el deseo, lo que nos moviliza en este momento. Y sí, creo que puede haber un cambio muy profundo en Colombia a partir de esta elección, creo que ya no tengo una desesperanza tan marcada como la que tenía hasta hace unos meses.
El lenguaje exacto
—Una vez dijiste, “A mí se me destruyó la vida escribiendo este libro. Tuve una vida muy dura y precaria durante los años en que escribí esta novela”. ¿Cómo fueron esos años? ¿Has podido reconstruir tu vida?
—Fueron años súper duros. Yo vivía en Estados Unidos, estaba indocumentada, no podía salir del país, no podía trabajar. Y además estaba decidida a terminar la novela y esos proyectos son de una soledad absoluta. Además son proyectos que pueden funcionar o pueden no funcionar. Puedes tener la condena de que botaste cinco años de tu vida a la basura en los que no le diste chance a nada más. Después de eso yo me regresé a Colombia y terminé la novela en Colombia, también en un estado de mucha precariedad, porque obviamente los y las escritoras somos marginales al sistema, completamente, casi que somos mendigos del sistema.
No sé cómo es en Uruguay, yo he leído mucho a Fernanda (Trías) hablar sobre su descontento con las políticas públicas del sistema cultural uruguayo. Lo ha dicho en Colombia muchas veces. Acá fue igual con Iván Duque, las políticas públicas en torno a la cultura quedaron completamente destruidas, porque él insertó un modelo de emprendimiento, de producción de contenidos. Eso no es el arte. Puede ser una cosa subsidiaria al arte, pero no es arte.
—¿Ya tenías interés por la literatura cuando estabas estudiando abogacía?
—Siempre. Desde chica. Como en cualquier hogar de clase media, mis papás no quisieron que estudiara literatura, que me dedicara a las letras (risas), lo que les parecía más sensato es que yo estudiara para ser abogada.
—¿Ahora estás dedicada 100% a la literatura, a la escritura, o seguís ejerciendo como abogada?
—He regresado a ejercer (la abogacía) en el último año, independiente, porque ha sido la única forma que encontré. Estos años han sido como de reconstruir un poco mi seguridad financiera, mi estabilidad, y entender que tengo que llevar un proceso más equilibrado entre ambas formas de vida.
—Has dicho que tu oficio como escritora ha sido otra forma de ejercer el derecho. ¿Cuál es el hilo que une a la Vanessa Londoño abogada con la escritora?
—Una de las lecciones más importantes que me dejó el estudio y el ejercicio del derecho es una búsqueda de la exactitud del lenguaje. Me interesa mucho, porque creo que los textos legales, algunos, tienen esa búsqueda de la exactitud del lenguaje, que creo que es la misma búsqueda que tiene la poesía. Creo que ahí se intersectan esas dos formas de ejercer el lenguaje. Y desde ahí como que construí una mirada sobre el lenguaje. Después, con el ejercicio un poco de la literatura, lo que entendí es que también el lenguaje está para ser desestabilizado. Pero esa desestabilización no puede ir en menoscabo de lo que significa la exactitud del lenguaje. Creo que mi ejercicio como escritora de pronto está marcado por esas dos lecciones que tuve, de haber estudiado una y otra cosa.
—La novela se iba a llamar “Los impares” y terminó titulándose El asedio animal. Hay un fragmento en la novela donde conviven los dos títulos, “Desconocíamos entonces que esa no sería la única historia de un cuerpo impar que nos íbamos a encontrar en toda esa geografía profunda llena de animales que como nosotros asediaban desde afuera a la gente en sus casas, en sus trabajos, en todos los lugares cerrados en los que vivían”. ¿Por qué “Los impares”? ¿Por qué el cambio? ¿Y por qué, finalmente, El asedio animal?
—Creo que uno siempre está escribiendo el mismo libro. Por más que uno escriba otra novela, en el fondo está reescribiendo el mismo conflicto que le interesa o está volviendo a escribir de la misma pérdida de la que le interesa hablar. Justo en ese pasaje hay como un palimpsesto, donde se unen los dos textos y uno le entrega la antorcha al otro. “Los impares” se llamaba porque hablaba de personajes que van perdiendo parte del cuerpo y hablaba de esa pérdida de la simetría, sobre cómo debíamos repensar otras formas de armonía, que es de lo que habla el libro al principio, y también pensar que la búsqueda, el énfasis de la búsqueda, debía estar puesto en indagar qué historias podían seguir contando los miembros que ya no están presentes, porque finalmente son miembros fantasmas que siguen hablando y siguen teniendo historias. Se convierte en El asedio animal cuando entiendo que el territorio es el personaje principal y que esto es una novela fragmentaria, pero esa fragmentariedad habla también como dispositivo de la pérdida. El cambio del título tiene que ver con el cambio de lo que se volvió el libro. El libro deja de ser un libro de cuentos y se vuelve una novela y en esa transición también cambia el nombre, porque ya manifiesta otra cosa y ya es otra cosa. Ya no es solamente la historia de unos personajes que van perdiendo las partes del cuerpo, sino cómo esos personajes conviven en un territorio y están condenados como a errar en ese territorio.
Reduccionismo y violencia
—Si bien está influenciada por el conflicto armado, la literatura contemporánea de Colombia tiene un denominador común en la literatura regional reciente, donde el crimen organizado tiene una presencia importante. Pienso en Laura Ortíz Gómez de Colombia y los cuentos de Sofoco, en Gilmer Mesa y la novela La cuadra, pero también por ejemplo en México con Fernanda Melchor y Temporada de huracanes, en Furia de Clyo Mendoza, e incluso Emiliano Monge con Las tierras arrasadas. ¿Crees que en América Latina la literatura se está nutriendo de la violencia de una sociedad que convive con el crimen organizado?
—Es obvio que uno escribe una novela sin pensar qué lugar va a ocupar en un diálogo más amplio que son las demás novelas y textos que se publiquen al mismo tiempo. Y también, siendo una primera novela, tampoco uno tiene la certeza de que se va a publicar, ni qué repercusión va a tener, ni si va a ser leída. Es un ejercicio mucho menos consciente de lo que podría significar un libro ya orbitando alrededor de otros libros. Pero justo, ahora que estaba en Madrid, y Gabriela Wiener presentó el libro, abrió con ese debate. Contaba que estuvo hablando de eso con Liliana Colanzi. De hecho Gabriela publicó una columna sobre ese debate a propósito de la presentación de El asedio animal en España. De cómo existía, más que la preocupación sobre cómo nos va a ver el mundo otra vez hablando de tanta violencia, la inquietud respecto a cómo Latinoamérica vuelve a ser vista a través de un paquete de estas historias. Como que los lectores, que tienden a aceptar esos paquetes literarios, se quedaran solo ahí. Entregarle a un lector que puede ser alejado de Latinoamérica, una forma muy fácil de entender la violencia, alrededor simplemente de la violencia, es empaquetarlo, confinarlo entre esas esquinas. Creo que ahí lo que me parece violento, más que hablar sobre la violencia, es el reduccionismo que puede haber en los lectores. Creo que la violencia no está tanto en que en Latinoamérica estamos hablando mucho de violencia. La violencia puede estar en que el lector de afuera tenga una mirada reduccionista sobre el tema.
Premios
Vanessa Londoño (Bogotá, 1985) es escritora, periodista y abogada. En 2017 obtuvo el premio Aura Estrada de literatura que otorga la Feria del Libro de Oaxaca y el premio Nuevas Plumas de Crónica Periodística de la Feria del Libro de Guadalajara. El asedio animal, editada en 2021 por la editorial mexicana Almadía y en 2022 por la argentina Eterna Cadencia, es su primera novela.