por Óscar Larroca
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Rémy, el protagonista del filme Las invasiones bárbaras (Denys Arcand, 2003), hace un recuento de las cifras de las víctimas caídas en enfrentamientos bélicos: “No hay holocausto que valga cuando se habla de los indios americanos”, dice el hombre en medio de una indignación que tampoco perdona al genocida Iósif Stalin, al autócrata Pol Pot, a Pío XII o a la revolución cultural china. Las invasiones bárbaras pueden atacar al mundo de ayer y de hoy en cualquier momento.
Desde que el filme La caída del Imperio Americano fue nominada en 1986 al Oscar a la mejor película extranjera, su director, el cineasta canadiense Denys Arcand, se ha consagrado como una referencia ineludible cuando se habla de maestría en el cine contemporáneo de las últimas cuatro décadas.
Su último filme hasta la fecha, Testament (2023), recuerda algunas genialidades del director como Jesús de Montreal (1989) o Las invasiones bárbaras (2003) por su representación y alegato de los conflictos actuales entre la libertad y la nueva “banalidad del mal”, atributo vigente en parte de la política contemporánea. La notable sensibilidad de Arcand consiste por un lado en formular situaciones donde el contacto de unos seres con otros desviste progresivamente los lazos ocultos que explican sus comportamientos, iluminan su pasado y descifran sus crisis (la de una madre que no ve a su hija desde hace años, un docente jubilado que paga por recibir afecto) hasta lograr con esos vínculos el renacimiento de la esperanza. Todo ello en el marco de una comedia que pinta con osadía la “inclusión forzada” y el “cese obligado” promovido por las agendas woke.
El mural. Al igual que en Las invasiones bárbaras, el personaje central domina toda la historia. Un soltero y veterano escritor, Jean-Michel (Rémy Girard, nuevamente), pasa los últimos años de su vida en un lugar que pronto se revela como el residencial para adultos mayores “Olivine Parizeau-Duplessis”. Su conciencia ante la proximidad de la muerte y su desinterés por el mundo que lo rodea ayudan a componer el semblante de un sujeto introspectivo y esponjoso. Parafraseando al crítico argentino de cine Aníbal Vinelli, aquellos profesores de historia que hablaban de filosofía y cultura, están ahora en el eclipse de sus vidas: retoman el recuerdo de los ismos del pasado, echan de menos a sus muertos y asumen la caducidad de una generación que está por desaparecer.
Alrededor de este protagonista, Arcand recorre un abanico de climas, desde la caricatura a las reivindicaciones progres (un baño para personas trans sin aumento de presupuesto, el veganismo higienista, la “intersexualización de las identidades” y la “menstruación del pensamiento”) hasta la solidaria búsqueda de la hija ausente de Suzanne (Sophie Lorain), la directora del residencial.
La escena de apertura del filme ya es un primer síntoma de los hechos que se irán desencadenando a lo largo de toda la historia. Arcand opera en el límite de lo previsible al recorrer con su cámara el fresco pintado en uno de los muros interiores del edificio, mientras un puñado de ancianos se reúne para escuchar a un pianista. Esa pintura narra en sus imágenes el encuentro entre los pueblos indígenas locales y colonos franceses. Se trata de una representación de los orígenes de la historia canadiense que se convertirá, de inmediato, en el epicentro de un agrio debate sobre el racismo y la ofensa a las comunidades indígenas. La obra conforma una tríada junto a los protagonistas, y será el nexo a partir del cual los destinos de Jean-Michel y Suzanne se verán subvertidos por la llegada de jóvenes manifestantes que dicen representar la cultura de los “pueblos originarios”. Ataviados con plumas, tambores, celulares y café Starbucks, llevarán adelante una cruzada para exigir la destrucción inmediata del mural. De nada servirán los intentos de Kanien Montour (Alex Rice), auténtica nativa e integrante del clan Tortuga, para calmar a los activistas. “Estos no son indígenas autóctonos, sino ciudadanos concientizados”, reconoce consternada.
Un posterior encuentro familiar y una confesión amorosa son la contracara de los desencuentros provocados por esa militancia de la cancelación, los colectivos “reparacionistas” y la idiocia de una ministra inclemente. Ambos protagonistas empero llegarán a encontrar una salida que los situará por encima de estos acontecimientos; salida que simboliza tanto el cierre de sus pasados como el inicio de un futuro compartido, sin dejar por ello de reflexionar sobre los antecedentes de ese cuadro.
Como era de esperarse, el arte que tiene la valentía de ejercer su sentido crítico contra el relato hegemónico buenista será rápidamente descalificado. El periodista Javier Ocaña, columnista de El País de Madrid escribió el pasado 14 de junio que Testament es apenas una “sátira reaccionaria contra lo woke”. Es necesario señalar que ese enunciado se muerde la cola al dejar en evidencia el terreno en disputa en el cual se ha convertido la producción artística. Al igual que la “hoguera de las vanidades” organizada por el fraile renacentista Girolamo Savonarola (para deshacerse de todos los objetos que podían incitar a la tentación), hasta la censura soviética al arte informalista ruso (porque se lo veía desprovisto de cualquier relevancia para el proletariado), algunos colectivos imponen una sola y definitiva manera de entender la libre expresión: la suya propia.
Naturalmente, el intercambio crítico es bienvenido, pero si se agota en agravios como “reaccionario”, “carca” (retrógrado), u otros insultos alzados como argumentos, quedan finalmente al desnudo las reacciones policíacas de sus voceros.
En el cine de hoy resulta difícil encontrar a realizadores dispuestos a elaborar una obra donde el debate sobre la marcha del mundo ocupe el primer plano (la inoperancia y oportunismo de la clase política, la evaporación de la privacidad, los populismos, el fascismo desde todos los extremos ideológicos) y que no se consuma en la mera nostalgia del “todo tiempo pasado…”. Los espectadores memoriosos quizá encuentren, en ese marco, algunas breves huellas discursivas de un Woody Allen o un Ingmar Bergman cuando explicitaban su conformidad por una civilización que objetaba los dogmas religiosos, al tiempo que miraban con aflicción las reformas de una cultura violenta y epidérmica. La congoja de Jean-Michel ante el desmontaje de la biblioteca del residencial, y convertida en una sala de videojuegos (debido a una decisión del ministerio de salud), es nublada por la metáfora que se adivina para el destino que tendrán los libros: serán reciclados como papel de embalaje.
Arcand no está solo. El cineasta español José Luis Garci arremetió contra las cancelaciones promovidas en España por los mismos colectivos y refrendadas por el gobierno de Pedro Sánchez: “Yo soy una persona de la Transición. Pueden decir lo que quieran, pero fue una época en la que se acabó con el rencor”. (...) “Tampoco fui el director ideal porque no era progre”. Manteniendo un ojo crítico para registrar las consecuencias de ese rencor, Arcand denuncia a una burocracia y un activismo enfrentados no sólo a la ruina de sus respectivas ignorancias o indiferentes ante el derecho genuino a la cultura sino, además, hipócritas; lo cual deja en evidencia dos de las ingratas expresiones de una realidad variopinta: funcionarios públicos que se ocupan del arte cuando ya no hay nada que hacer (Robert Lepage e Yves Jacques en los personajes de viceministro de cultura y su ayudante, respectivamente), o parlamentarios cínicos que ven a la agenda de derechos como insumos de su contabilidad proselitista. Detrás de bastidores que evocan, por lo tanto, la defensa al patrimonio y la corrección política -y que sacuden el pulso de este veterano golpeado por una tardomodernidad que le resulta lejana-, hay una confianza en la emancipación humana y en cómo la sostenida apuesta a las generaciones futuras y el sentido crítico pueden convertirse en antitóxicos imprescindibles contra los relatos totalitarios y las paradojas del capitalismo.
En suma, si bien la obra no se encuentra a la altura de otras piezas cumbres del director, como Las invasiones bárbaras, Arcand instala el foco sobre estos asuntos como una respuesta necesaria en épocas de neolenguaje, necromasculinidades o identidades corporales disidentes fuera del canon, mientras sigue los pasos de sus personajes, arropados con el comienzo de un otoño significativo.
Finalmente, Jean-Michel y Suzanne renacen bajo el despertar de sus propias renuncias. Lo que prevalece, por tanto, es la responsabilidad ante el futuro y no la eventual lección moralista hacia un mundo que no pueden ni desean combatir. Batalla cultural que, de algún modo, sí realiza Arcand, al manejar los movimientos de sus personajes delante de un decorado aséptico. Por último, el epílogo ofrece una sutil vuelta de tuerca y abre otros significados posibles para el título del filme.
Tal como señala la crítica brasileña María do Rosário Caetano, Arcand continuará luchando, al igual que lo hizo su coterráneo Leonard Cohen, para que la cultura de su país no se reduzca a Céline Dion o al Cirque du Soleil, ambos citados en su “Testamento”.
Antecedentes. Robert Lepage, amigo de Arcand, quien protagonizó a René en Jesús de Montreal e interpreta al viceministro de cultura en Testament, sufrió censuras para dos de sus obras. La primera, que se hubiera estrenado en el año 2018 en el Teatro Ariane Mnouchkine de París, se llamaba Kanata y relataba la historia de Canadá, con especial atención a los pueblos originarios. Como entre los actores no había indígenas (ni sus descendientes), hubo protestas; los patrocinadores retiraron el apoyo económico y el estreno fue cancelado. Lo mismo pasaría ese año con SLAV, un espectáculo musical que recuperaba composiciones de los negros oprimidos. La propuesta del dramaturgo, que habría sido presentada en el Festival Internacional de Jazz de Montreal, fue considerada resultado de una “apropiación indebida” y también fue censurada. Con estos antecedentes sobre las censuras sufridas por Lepage, Arcand decidió construir —una vez más— una “historia de barbarie” barnizada de pinceladas satíricas.
TESTAMENT. Guion y dirección de Denys Arcand. Canadá, 2023. 115 minutos. Intérpretes: Rémy Girard (Jean-Michel Bouchard), Robert Lepage (Raphaël Saint-Aubin), Sophie Lorain (Suzanne), Johanne-Marie Tremblay (Nancy Fournelle), Charlotte Aubin (Rosalie Lecavalier), Gaston Lepage (pintor). Estreno en cines y Movistar+.