Plástica, literatura, fotografía y música

Con Fidel Sclavo: “El desarraigo no es algo buscado, hablo con dolor porque acá respiro con los dos pulmones”

Radicado en Buenos Aires, el artista uruguayo cuenta que a la hora de crear “yo sé lo que me habita, y eso me hace sentir bien”

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Fidel Sclavo
Fidel Sclavo
(foto Estefanía Leal/Archivo El País)

por Gera Ferreira
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Fidel Sclavo (Tacuarembó, 1960) se muestra sorprendido. Ve tapas de libros que no se acordaba haber ilustrado. De algunas se acuerda, de otras no. Le hacen reír y disparan su lado B, ese donde artes plásticas, fotografía y literatura parecen estar cada vez más entrelazadas.
—Y también la música.
Mis últimos dos libros fueron Zurcidor, sobre el disco de Eduardo Darnauchans, y Artaud, sobre el de Pescado Rabioso. Fueron escritos bajo el mismo estilo de escritura que Yo soy el que no está.

—Fragmentarios.
Sí. El de Darno sería una especie de continuación de ese, pero vinculado a la etapa del disco. Dicho sea de paso, hay una cosa central en el libro: en el verano del 79 ya no vivíamos ninguno de los dos en Tacuarembó, pero por circunstancias de aquella época los dos coincidimos allí. Darno se estaba recuperando de una de sus batallas y durante enero-febrero, en mi casa grabamos canciones todas las noches en un casete de 90 minutos. Fue el germen de las composiciones que luego hicieron Zurcidor. El casete lo tuve hasta que me lo robaron, pero hace unos días recuperé el contenido.

—¿Cómo?
Alguien me lo mandó, luego de encontrarlo en la deep web, así que recuperé ese momento proustiano.

—¿Qué participación tuviste en el casete?
Acompañamiento musical. Ahí está el boceto de “Pago”, la canción para el padre, que no tenía nombre. Me acuerdo que Darnauchans padre (que era médico) nos veía ahí de noche grabando y nos dio un gran consejo, que parece cuadrado pero no lo es: “les sugiero que coman a las horas preestablecidas, porque eso da paz y calma”.

—Una buena base es todo.
Sí. Todo lo demás se acomoda como se puede, quiso decir. Es una cosa homeopática, lo importante es lo pequeño, lo que parece no ser. No es una pose, un concepto artificial. Lo nimio es lo que de verdad te constituye estructuralmente.

—Se vuelve sustancial.
Sí, lo vacuo termina siendo fundamental. En Nueva York fui a la Escuela de Artes Visuales Milton Glaser, y lo que él verdaderamente enseñaba era la disciplina. Decía: “anotá durante unas semanas todo lo que comés”.

—Muy a lo Georges Perec.
Sí, uno luego lo festeja intelectualmente como un juego literario, pero después de que hay cierta toma de conciencia se transforma en algo físico.

—Lo procesás.
Lo llevás a un nivel de conciencia que te ayuda a aprehender la realidad de otra manera. Entonces eso después lo vinculaba con otra cosa: “no terminás de ver algo hasta que lo dibujás”. Dibujarlo es una forma de conocimiento. Sé que esto es una mesa, pero cuando empezás a dibujarla te das cuenta realmente de sus detalles.

—¿Y te pasa con la escritura?
Con la escritura es más caprichoso —no encuentro otra palabra— empezás a tirar de un piolín y viene un bagre, o Moby Dick, o un muerto.

—Igual te has animado combinar registros.
Ya sea escribiendo o pintando, yo sé lo que me habita, y eso me hace sentir bien, por eso siempre voy al mismo jardín.

—En tus combinaciones entre fotografía y texto, e ilustraciones y texto, se nota que en la escritura te manejás con cautela.
Sí, le tengo más respeto. El trabajo de escritura en mi caso es borrar, es decir, trabajo más en la edición, porque escribo dos o tres veces más de lo que finalmente sale y después corto. Todo lo que confío en lo visual, hay algo que sobrexplico o me paso de miel en lo escrito.

—En Yo soy el que no está lo pudiste disimular al encontrar la clave en el fragmento.
En ese libro hay tres niveles. Uno meramente enciclopédico, informativo, frío, de datos. Otro en el cual me involucro sobre lo que está pasando en el momento, y otro del pasado, relacionado con lo político, con la figura del padre.

—Incluís esquelas que recuerdan a Descanso de caminantes (2001) de Bioy Casares.
Sí, la recuperación del dato.

—La enumeración y las escenas familiares del comienzo son muy del estilo del director Wes Anderson.
Me pasa algo curiosísimo con él y es que empiezo alucinado con lo que hace, y a los cinco minutos me agoté. No puedo. Creo que no deja espacios para que el otro respire.

—Ahí hay también un golpe con la identidad, con el no sentirse parte, pensando en una extranjería personal, que además conmueve al lector.
Sí. La extranjería también como parte de lo familiar, manifestada desde ahí.

—¿Con qué cosas de lo uruguayo sentís que tu obra conecta?
Creo no ser de ningún lugar. Viví en Barcelona, en Nueva York y en Argentina, pero lo mismo me pasa con Tacuarembó y acá (Montevideo). En Tacuarembó jamás me reconocieron nada, pero sí a un tipo que se llamaba Wilmar López (1924-2016), que hacía unas acuarelas espantosas.

—¿Nadie es profeta en su tierra?
Hace como treinta y cinco años que no voy a Tacuarembó. Tampoco me han llamado. Suena pedante lo que voy a decir pero en Buenos Aires de cada cosa que hago sacan reseñas y notas. Acá el año pasado con “Festina Lente” decían “la consagración de un pintor”… (por su exposición en el Museo Nacional de Artes Visuales). No salió una nota. Ya sé que no hay más crítica plástica pero ta, es algo que volviendo a la pregunta te identifica con un lugar. Voy a donde tenga lugar. No me hubiese ido de acá si hubiera podido vivir de lo que hago.

—¿Trabajaste en publicidad?
Unos años, y me fui corriendo.

—Hoy vivís de lo que hacés.
Sí, hace años. No me preguntes cómo. En Uruguay es complicado. A mí me gustaría que no fuera así. De hecho me gustaría vivir acá, pero no puedo.

—¿Nunca te ofrecieron trabajar en algún museo o institución?
Nunca. El desarraigo no es algo buscado. Hablo con dolor de eso porque acá respiro con los dos pulmones. Buenos Aires es una ciudad que disfruto, que me la apropié pero que no es mía.

Compilación como creación.
—En la nada parece no haber nada, pero hay.
Claro. Y es la diferencia de cuando no hay nada de verdad. La rebelión, lo contestatario hoy es observar el mínimo estímulo para empezar a ver por mi cuenta lo que quiero ver o no. Me ha costado mucho esquivar las trampas.

—¿Cómo se hace?
Cuando empecé a trabajar en el semanario Jaque, entre otras cosas hacía crítica musical y me mandaban discos. Yo dije: esto es divino, y encima me pagan. Pasó cierto tiempo y me di cuenta de que había dejado de escuchar la música que me gustaba escuchar. Las cosas que se editaban en el 80 % eran un pedazo de… En algún momento dije no, quiero volver a comprarme un disco y elegir qué parte del mundo me quiero comer.

Historias que quedan en nada recopila historias inconclusas, ready mades, cosas destinadas a existir, pero a no ser terminadas.
Mi interés allí fue rescatar obras que no tenían un sostén, una corporeidad física a través del tiempo, pero no siempre quedaron inconclusas, sino que no trascendieron.

—Cubrís 22 años... requirió de un arduo ejercicio curatorial.
Sí, recrear muchas cosas. Allí había una exposición, que creo fue la más linda que hice en mi vida, que se llamaba Historias de agua.

—La de los baños.
Sí. Eran dos salas majestuosas de baños atrás de la Intendencia de Montevideo, que no existen más. Eran un lujo, rarísimas.

—Lo que se aprecia en tus proyectos es que la operación natural no es solo la de crear, sino reunir, recolectar, más que empezar de cero.
Sí, siempre me da una sensación de llegar a nada, que tampoco es una preocupación porque no hay destino. Cada tanto miro para atrás y bueno, veo que todo habla de una misma cosa. En esa unión hay un hilo de plata que une.

—Desde Historias de agua se reconoce la combinación texto-imagen y allí asoma el concepto de la nada.
Exacto. La diferencia está entre esa gran cosa que se llama “la nada” como vacío y el vacío que habla. Lo que importa es el hueco, la materia ya no.

—En Servilletas de papel realizaste una selección de ilustraciones que hiciste para la revista Posdata.
Sí, sé que la gente me conoce por eso y soy parte del imaginario visual de un país. Creo que cuando muera el epitafio va a ser: “el que dibujaba las servilletas de papel en Posdata”.

—¿Era ilustración digital o a mano?
Un híbrido, primero dibujaba a mano, luego escaneado y coloreado en computadora. Casi siempre partía de un título. Me gustaba la idea literaria.

—Se cumplen diez años de El elefante y la hormiga. Bestiario. ¿Cuánto te tomó reunir esos dibujos e historias?
Los juntaba por placer y nunca pensé en hacer algo. Hasta que un día vi que tenía una carpeta llena de bichos y un montón de bestiarios. Una vez abocado a hacerlo me tomó un par de años, entre la escritura y la selección de animales y dibujos.

—¿Y El huevo redondo, de 1992?
Eso es la prehistoria…

—Encontrar este libro me permitió rastrear el comienzo de tu obra, porque desde allí la literatura, el dibujo y la imagen vienen emparentadas.
Me gustan las fronteras.

—¿Al fotógrafo Duane Michals (n. 1932) lo conociste en el momento en que lo estabas haciendo? Por la dedicatoria, digo.
Divino tipo. Lo lindo de descubrir que en el mundo hay semejantes y que uno no está inventando nada. Fue de las pocas personas que conocí que no podía parar de pensar y hablar. Creador de muchas cosas a partir de inconvenientes. En Michals había visto el recurso de ir para atrás, con una cosa dentro de otra. Todo el tiempo él inventaba cosas. Como sacar fotos a algo/alguien durante mucho tiempo.

—Lo que hiciste con las tuyas al vaso con agua. ¿Te acordás del título?
Se llamaba “Agua”, y fue expuesto en un lugar muy trendy de Nueva York, donde habían convocado a un montón de artistas a hacer algo sobre agua. Yo hice esa cosa muy obsesiva. No había teléfonos con cámaras y me había hecho mi pequeño set. Durante tres meses fotografié un vaso con agua que se iba evaporando poco a poco.

—¿Y qué pasó con eso?
Junté todas las tomas en una película de siete minutos. La gente entraba al lugar y parecía una foto estática de un vaso con agua, y la reacción cuando volvían a pasar y veían que bajaba era “opa, pasó algo”.

—En vivo no se aprecia el momento exacto en que el agua baja.
Esa era la magia. En ese intersticio en el que uno deja de mirar y ve, está la obra.

ZURCIDOR tapA.jpg

Larga obra publicada
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 El huevo redondo (1992);
Historias que quedan en nada (2003);
Servilletas de papel (2003);
La bufanda del aviador (2008, con Macunaíma y Eduardo Darnauchans);
El elefante y la hormiga, Bestiario (2014);
La mujer que hablaba con los peces (2014);
Lo que vive en ti (2015);
Los amigos imaginarios (2015);
Otros, nuevos, lindos, feos, menos y más amigos imaginarios (2016);
La mujer que ríe y el hombre que agradece (2017, con Cecilia Bonino);
Todos queremos a alguien (2018);
Arriba abajo (2018);
Qué ves cuando me ves (2018);
Yo soy el que no está (2019);
Zurcidor (2021);
Como Esperando La Noche. (Memorias sobre Zurcidor y Eduardo Darnauchans) (2021);
Artaud (2023).

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