Literatura peruana

Con Katya Adaui, narradora: “tener muy buena memoria no me parece ni bueno ni interesante”

Su nueva novela, “Quiénes somos ahora”, trata sobre varias generaciones de una familia y la construcción de su memoria

Compartir esta noticia
Katya Adaui foto Alejandra López.jpg
Katya Adaui
(foto Alejandra López)

por José Arenas
.
Hay una expresión azteca de la que deviene la palabra chocolate, xocoatl. Este aztequismo es utilizado en el habla peruana para referirse a la acción de remover las cosas en un recipiente. Darle vuelta a un bolillero, entreverar las fichas en su caja, mover como maraca una coctelera para que las bebidas se hagan una sola, eso es chocolatear. Así figura en el Diccionario de americanismos, y ese es el término que elige Katya Adaui (Lima, 1977) para referirse a la temporalidad de su novela Quiénes somos ahora.
—En un sorteo, la mano que mueve todo, eso es chocolatear, y yo quería que el tiempo tuviera esa idea como de efecto rebote.
Así, en su novela, el tiempo lleva a los personajes en el vértigo de la memoria desde la adultez a la niñez en espiral. Los episodios aparecen como explosiones de luces que develan un recuerdo, una escena, y se quiebra la tradicional forma de la novela ABC, se adopta la estética de una construcción episódica atada al recuerdo. Nadie construye su memoria a la manera del borgeano Funes, y Adaui se sirve de la estructura en puzzle del recuerdo para la narrativa de un texto que se acerca a la saga como historia de generaciones. Solo que aquí hay una familia más pequeña, más cercana, casi conocida, de la que vamos viendo partes en la voz de su narradora.

Los cuerpos se derrumban, las casas se desgarran, las familias se desmiembran y la mayoría de los personajes parecieran no querer estar donde están, irse todo el tiempo sin que sus cuerpos se muevan un ápice. Las cabezas viajan a otros lugares y la temporalidad desalineada es lo que convierte a la memoria en una forma de la narración pero al mismo tiempo es el vehículo que nos lleva de una escena ominosa a otra, distante en tiempo y espacio, mucho más feliz, o a la nostalgia sosegada de una protagonista que no guarda venenoso rencor, sino que deja que el recuerdo y las voces hagan su trabajo. Se mete en los intersticios de la caída.
—No sé si pensé en algo derrumbado en escombros, si no en algo que se transforma y pasa a ser otra cosa. No creo en una imagen tan potente, sobre todo viniendo de un país con terremotos. No vi todo caído. Sin embargo es verdad que la ruina tiene ese poder que es algo entre lo caído y su posibilidad de reconstrucción. Entonces, tiene ahí un trabajo sobre la memoria que va reconstruyendo por partecitas. Y la memoria es hueca, y falta rellenarla para que no pase el olvido. La memoria viene así, como saltos. Nunca un recuerdo es lineal. Ni siquiera lo que soñé anoche es un recuerdo lineal. Ese recuerdo va siendo totalmente modificado por lo que uno va viviendo, entonces tomé varias decisiones, y empezar en la adultez e ir a la infancia o de la infancia a la adultez, pero ahí vi que eso era más bien binario, muy esquemático, y fue todo el tiempo de la infancia a la adultez, de la infancia a la adultez, adultez, adultez, infancia.

Más allá de la anécdota que la novela propone, el lenguaje de cada fragmento se hace decisivo. La voz de la narradora parece ir en la búsqueda minuciosa de las palabras y las imágenes con las que todo ha de ser contado. Así, en el texto se mezclan los versos, y los giros laberínticos de la prosa se pierden en los pasillos del poema.
—El tono era importante para mí, y el tono me iba dando ese tipo de lenguaje y me iba dando cuenta de que a veces tenía que decirlo de otra manera, versarlo. Porque como esta novela en verdad no tiene capítulos a veces había pequeños cierres donde se concentraba más el lenguaje y al mismo tiempo necesitaba que ese episodio fuera un poco más luminoso. Porque el lenguaje buscaba una belleza, quizás, entonces hay en la voz una búsqueda que acompaña siempre la escritura. No es un texto de grandes tramas sorpresivas sino de momentos de continuaciones esporádicas.

Recordar es olvidar. Desde hace algún tiempo esta literatura en que la familia es revivida a través de la evocación y donde los protagonistas usan el pasado y sus alcances en el presente ha cobrado un poco más de fuerza. Quizá la disolución de algunos conceptos respecto a la idea de núcleo familiar que se establecieron hasta finales del siglo XX, propone nuevas instancias en la forma de revivir algunas experiencias que quedaron grabadas en el álbum de fotos. Definir es redefinir, entonces la narrativa toma un lente por el cual, si sus protagonistas miran el pasado y se lo confían a los lectores, pueden verse las partes veladas de la imagen, aquellas manchas de sombra y luz que aparecían como fantasmas al ser reveladas. Y así nos lleva la protagonista de Quiénes somos ahora, y aparecen revelaciones íntimas, epifanías personales: “descubrí el patrón familiar, la madre de todas las repeticiones: la postergación indefinida de los placeres”, dice la protagonista al recordar cómo su madre guardó regalos que nunca le dio a ella o a su hermana. Para hacer concepto, también, de una semántica del sentimiento adulto: “el llanto adulto es por rebalse, se rejunta un pasado que eclosiona”. En frases como éstas la novela define parte de su universo.

¿Han florecido este tipo de narrativas que funcionan como “memorias familiares”?
—Siempre existieron. Desde Las Confesiones de (Jean Jacques) Rousseau hasta Léxico familiar de Natalia Ginzburg. Siempre se ha pensado en la familia. Lo que creo que hace la diferencia, es verdad, es que hay algo que va cambiando en el testimonio que es narrado sin rencor. Como diciendo “esto pasó”, entonces, yo desde hace muchos años que entendí que quería escribir sin eso y que el rencor lo ponga quien lee. O la rabia, o la vergüenza, esos sentimientos que consideran los adultos. A mí la cuestión del rencor me preocupa mucho, que no esté. Porque además, como es un texto en primera persona uno tiene que distribuir bien la justicia y la injusticia. Aunque vaya a fallar, pero es algo que hay que ver mucho. Para que no quede la primera persona, que narra, elevada en su moral y el resto en una forma despectiva, prejuiciosa o envilecida, entonces ahí hubo un trabajo sobre la piedad, sobre la ternura, sobre el ver al otro en su debilidad y en su fortaleza. No es que la narradora termine siendo mejor, también tiene sus episodios de crueldad y de profunda reflexión, digamos. Y saber que uno es todo eso, ¿no?, una contaminación cruzada entre las cosas que están bien de uno y las que la avergüenzan profundamente.

—¿Se cuela el olvido?
—Parte de poder recordar es olvidar. Es una ley. Tenemos que olvidar, porque si hubiera memoria del dolor, del placer, sería insoportable, no habría temporalidad. La emoción es irrepetible, la del susto, la de la euforia. Ni Messi va a sentir la milésima sensación de cuando metió el gol al recordarlo. Y uno se pasa toda la vida buscando la milésima repetición de esa sensación, pero, vamos, sabemos que es imposible, que es imposible rellenar los huecos. Hay que olvidar, yo sé que está bien que eso ocurra, entonces escribo así. Pero tener muy buena memoria no me parece ni bueno ni interesante.

En la novela hay un constante deseo de estar en otra parte. Desde el inicio parece que cada uno de los personajes quisiera ser otra persona: la protagonista, la madre, la hermana, el padre que se vuelve fantasma en una huida, un medio hermano errático. El eros de cada personaje es verse en otro sitio de la geografía o de la temporalidad, y las fugas no siempre son físicas, es la evocación de un tiempo o de una idea la que ayuda a cada uno a acercarse a su Otro espacio elegido. No siempre pueden estar cambiando constantemente de lugar, y esos episodios hacen aparecer las frustraciones que se retratan con enorme sutileza. Como su autora comenta, no hay expresiones de odio de la narradora con lo que ha sido o con lo que la han hecho ser, tampoco hay un filo literario que caiga sobre cada uno de los intensos miembros de la familia. Simplemente se desea lo que se desea, y ellos parecen querer escaparse de sus identidades. Cada uno es su cárcel.
—También pensaba que es muy difícil independizarte, si miras los costos de vivir solo, están por los aires. ¿Cómo haces para irte de tu casa si eres muy joven, si no tienes dinero y te tienes que ir? Irse empieza por la mente, siempre la primera salida es mental. Tener esa posibilidad mental de que algún día te podrás ir de ese lugar, ¿no? Te vas sin querer volver. Nadie vuelve al lugar donde perdió su libertad o donde perdió su alegría. Entonces para mí siempre es importante en los cuentos o novelas que los personajes tengan primero la salida mental. Estén en algún momento sin poder irse a algo mejor, donde no pierdan el espacio que tienen, donde sean aceptados, donde se los escuche, se los entienda, se los oiga hablar y dialogar. A mí siempre me importa que mis personajes dialoguen aunque nunca se entiendan, pero que tengan la posibilidad de la salida por el lenguaje. En esa intención de vuelo es que las voces que la narrativa de Adaui pone a sonar entran en una modalidad de charla en la que todos hablan un idioma diferente. No es que no formen una red lingüística en el decurso del relato, sino que sus lenguas son incompatibles, como si cada intento por hablar los alejara más. Y es también por eso, que cada voz encuentra su forma entre la prosa y la poesía, no solamente en construcciones que podrían pertenecer al género lírico, sino en versos que llueven en tiradas por sobre la forma horizontal del discurso. Cada episodio de esta novela le pide a su autora una forma, un contenido, un sonido.

Para Katya Adaui la escritura se conforma de esta manera: cortar los brotes de una planta y formar con ellos otras fuentes de ramas o flores, se la poda por todas partes y se ve qué germina de todo el trabajo de jardinería de un proyecto de escritura. Se chocolatea.
—Creo que hay una visión en mí profundamente optimista. Que siempre está confiando en que vendrán tiempos mejores. Ese optimismo que yo misma tengo en mi vida se me filtra en mis personajes para que no se llenen de oscuridad, porque es inevitable la negatividad, y los textos serían muy poco interesantes si sólo se hicieran cargo de la negatividad de la vida. Hay que aceptarla y ver de qué manera se sigue adelante, entonces eso toma también al texto con un tiempo verbal que es como una especie de presente continuo. Pero transita mucho entre el pasado, el presente, el futuro. No se queda en un solo tiempo. Yo juego mucho con los saltos temporales. El texto transita entre tiempos para dar también algo de lo vertiginoso que es vivir. El tiempo trata de escaparse del vórtice de lo inmediato, de la resolución, entiende que no todo se resuelve tan rápidamente y que no se puede controlar todo. Hay cosas que decantan en el tiempo. Y que si uno desespera no se puede tomar ese tiempo en que las cosas se asientan.

—En ese ir y venir del recuerdo, ¿la escritura se vuelve un retrato de fantasmas?
—De alguna manera todo texto es sobre fantasmas. Ni siquiera es una recreación.
Hay una interjección que Katya repite antes de contestar cada pregunta: mhmm. Una música diminuta y pulmonar. Mhmm, el sonido del chocolateo en su memoria de creadora.
—Puede ser, no lo pensé mucho así, pero si salió así y tú lo leíste así…

QUIÉNES SOMOS AHORA, de Katya Adaui. Random House, 2023. Buenos Aires, 221 págs.

9789877693096_FRENTE_Quienes somos ahora.jpg

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premium

Te puede interesar