por Gera Ferreira
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En la casa de Oscar Brando (Montevideo, 1954) hay más libros que cualquier otro tipo de objetos. Se amontonan en rincones, en bibliotecas y recovecos a los que los visitantes solo pueden acceder con la imaginación. Acaba de publicar Los partidos políticos y sus ideas, donde explora cómo influyó la literatura uruguaya en las ideas de los partidos, pero terminamos charlando sobre literatura y cultura, dentro y fuera de ellos.
—Creo que tu libro El 900 merecería una reedición actualizada.
—No se leen las ediciones... ¿se van leer las reediciones?
—Es de permanente consulta.
—Tendríamos que sacar el tomo dos primero.
—¿Por qué no se terminó?
—Fue el último proyecto que hicimos juntos en Cal y Canto. Me da un poco de tristeza recordar eso. Era para sacar una Historia crítica de la literatura uruguaya, que copiaba un poco el modelo argentino. En realidad el español, de Paco Rico, Historia y crítica de la literatura española. El proyecto original fue de Alberto Oreggioni. Beto era el esposo de (Ana) Inés (Larre Borges). Teníamos una sociedad ahí con Beto, Ana y con Carina (Blixen), que era la editorial. Después que Beto salió de Arca, todos salimos, en el 93 y bueno, armó Cal y Canto y ahí estuvimos hasta el 99. Beto tenía otros vínculos editoriales en Argentina como Jorge Rivera, y después con Daniel Divinsky y Guillermo Schavelzon, que venía de la editorial que habían fundado con Ángel Rama, Galerna.
—Hablando del libro, la grilla de participaciones es sólida y un buen complemento rioplatense.
—Cuando presentamos el libro a mediados del 99 vino Jorge Rivera, comimos un asado acá en el fondo, después conocí a Lafforgue. Yo me puse al hombro la coordinación del volumen y surgió la pregunta, ¿por dónde empezamos? Por el lugar donde haya bibliografía hecha, y ese era el 900.
—Sé que sos fan del siglo XIX.
—Sí, pero antes de trabajar en este proyecto estaba con el Diccionario de literatura uruguaya, no sé si lo viste alguna vez.
—Lo consulté varias veces.
—Bueno, en 1984 a Arca, a Beto y a Wilfredo Penco, se les ocurrió reiniciar el trabajo del diccionario. Era una parte de un diccionario latinoamericano que organizaba Casa de las Américas (Cuba), planificado en los años 60, y que se hacía en distintos lugares. Obviamente acá la persona que estaba ligada a Casa y que empujaba la cosa era Mario Benedetti. Había una cantidad de fichas hechas, sobre todo por la gente del 45. En el 73 ese trabajo quedó suspendido y en el 84 se les ocurrió resucitarlo. Nosotros habíamos estado en España un par de años con Carina y cuando volvimos nos ofrecieron el trabajo de continuar. Mucho de lo que faltaba era el siglo XIX, y nosotros hicimos varias fichas.
—¿Se metían en el archivo literario?
—No, archivo no, hacíamos trabajo de biblioteca. Íbamos a Sala Uruguay y pedíamos como veinte libros. El siglo XIX era el que estaba más desamparado y había que buscar... a ver, ¿pondremos o no los Estudios literarios (1885) de Francisco Bauzá? ¿Y el Parnaso Oriental (1835)? Y así.
—¿Qué pasaba con los autores menores? ¿Seguían un criterio de libro editado?
—Un libro editado en algunos casos… yo que sé, Manuel de Araucho publicó un libro, Un paso en el Pindo (1835), pero merecía estar. Fue el primer libro hecho en la República Uruguaya. Entonces, claro, no te digo que me haya hecho fanático del siglo XIX, pero bueno, empecé a adquirir conocimiento y seguí con algunos agujeros.
—Pienso en el tipo de escritores de esa época, con perfiles entre pensadores o intelectuales.
—El problema es lo que dijo el colombiano Carlos Rincón en los años 70, y que nuestro amigo Hugo Achugar a la vuelta de su exilio nos quería convencer, sobre el cambio en la noción de literatura. Los géneros canónicos en Europa no eran los más importantes en América. Ni las novelas ni las poesías americanas eran tan buenas como eran las novelas y la poesía europeas. Pero ellos no tenían el ensayo y el pensamiento y la bibliografía jurídica que había en América. La posibilidad era decir que no teníamos literatura o integrar eso a la literatura y decir que Facundo (1845) es literatura, o que las cartas de Bernardo Berro son literatura. Volviendo a El 900 fue una linda experiencia y creo que lo que quedó, quedó bien.
—¿Qué había antes?
—Yo te diría, a los saltos, después de Zum Felde, el gran proyecto con empeño de hacer una historia de la literatura uruguaya fue Capítulo Oriental, con un diseño distinto. En el medio puede estar, en pequeña escala, lo que hizo Número con el 900 en los números 6, 7 y 8 (1950). Capítulo estaba bien modelado por las cabezas del 45; Martínez Moreno, Real de Azúa y Maggi, con una cosa canónica fuerte. Después hubo algo que era una historia de la cultura, no de la literatura, Enciclopedia Uruguaya (1968). Allí estaba Darcy Ribeiro, que fue uno de los organizadores.
—¿El tomo dos de El 900 que no se hizo, llegó a pensarse?
—No, tenía algunas cosas hechas con la otra parte del canon: Viana, Rodó, María Eugenia, Delmira, Juana, y después, nada, yo que sé, probablemente podían aparecer los que Arturo Sergio Visca llamaba poetas modernistas menores.
—Federico Ferrando.
—Toribio Vidal Velo, Álvaro Armando Vasseur. Esa era la segunda fila. Podía ser Emilio Frugoni también. Una segunda fila que no era dolorosa, que jugaban bien.
—Trilce había sacado una especie de historia pero Latinoamericana…
—Sí, Uruguay: imaginarios culturales (2000), pero eso se quedó en el tomo uno también.
—¡Es una maldición!
—No somos consistentes. A veces no nos damos cuenta del tamaño de las cosas. Los argentinos, sin ir más lejos, y por más que estén en crisis o entre Milei con diez motosierras, lo voy a decir groseramente, son mejores que nosotros.
—¡Uhhh!
—Es así. Nosotros trabajamos mucho y somos muy tenaces. Allá hay gente específica para todo. El otro día vi la obra completa de José Hernández y son miles de páginas. ¿Por qué publican algo así? Mirá los últimos años de la Biblioteca Nacional de Argentina, las publicaciones que hacen, todo facsimilar. Y acá, yo no trabajo en la Biblioteca Nacional, pero estoy relativamente cerca del trabajo que da hacer una revista anual, un catálogo... Y hay cosas que no se aprecian: abrí la página de la Biblioteca Nacional de Uruguay y fíjate lo que hay. Es una inmensidad. Y si le sumás lo que hizo Anáforas, entonces… no somos vagos. Es otra cosa.
El RIP de la literatura.
—En tus biografías te presentás como crítico literario. Una profesión que con el tiempo ha sido erosionada por otras prácticas y discursos más ligeros y populares dentro del ámbito literario. ¿Cómo ves ese tema?
—No soy muy teorizado, ni tengo grandes especulaciones sobre ese aspecto. Pero trato de no pasar gato por liebre. Cuando trabajé como periodista cultural, a mí me daban cinco libros por semana, de cualquier cosa, y tenía que hacer una columna que se llamaba articulario o algo así. Muchas de esas cosas estaban absolutamente fuera de mi registro. Entonces, eso que podría ser lo variopinto, ¿era crítica literaria? No. Eso era información de libros. Mi impresión no es tanto que la crítica literaria haya desaparecido, sino que han cambiado los intereses.
—Jorge Carrión me dijo que había abandonado la crítica prescriptiva: para él solo hay que hablar de lo que a uno le importa, porque sobre el resto hay un mundo que se encarga.
—Te diría una cosa: primero hay que dar un paso atrás y decir lo que pasa, y es que la literatura desapareció. Me acuerdo del artículo homenaje que le hace Beatriz Sarlo a Manuel Puig cuando muere, creo que en el 90, y dice una cosa que a mí me gustó, que Puig sabía que la literatura se había muerto, pero le daba vergüenza decirlo. Y yo pienso lo mismo, que la literatura se murió, que desapareció con la centralidad que tenía en los 50.
—¿Y qué vino después?
—Una escritura que por supuesto no cesó ni va a cesar. El asunto es dónde está ubicada en el juego de circulación de las cosas. En algún momento, eso que la literatura hacía, o el lugar que ocupaba para entender el mundo, desapareció.
—Ya veo el titular: “La literatura murió”, Oscar Brando.
—Eso no lo inventé yo. Si ponen la literatura murió, Oscar Brando, la mentira es Oscar Brando, no que la literatura murió. La literatura murió es una verdad grande como una casa. Pero, ¿en qué sentido murió?, ¿en que no se escribe más? No. Se escribe muchísimo más y se escribe en lo que se cree que es la tradición de la literatura, pero el problema es el lugar que ocupa. No voy a citar a Bourdieu, ni Las reglas del arte, pero si alguien leyera esas cosas, o a Rancière, se daría cuenta de que una cosa es que la literatura explique el mundo, y otra que no.
—¿Cuál es el rol de los escritores en este escenario?
—Hay un sentido aristocrático en eso de que la literatura ocupe un rol fundamental en la explicación del mundo. Quizás no había otros instrumentos y entonces el lenguaje simbólico, la literatura, era uno de los elementos posibles para decir algo sobre el mundo en el que vivíamos.
—En nuestra Feria del Libro la conferencia inaugural la dan las autoridades y no los escritores. Álvaro Risso, el presidente de la Cámara del Libro, me dijo que las cosas aquí se hacían porque no querían exponerse a lo que pudiese decir quien subiera. Le puse el ejemplo argentino, opuesto al nuestro.
—Yo en eso quiero copiar a la Argentina: en realidad quiero ser argentino, vamos a decirlo pronto y claro. Cuando Martín Kohan sube a hablar en la Feria del Libro de Buenos Aires, ¿por qué lo hace? Sube porque es uno de los buenos novelistas que tiene la literatura argentina: la gente y los críticos literarios escribieron bien sobre la obra de Martín Kohan y, como dice él, “todos queremos que Beatriz (Sarlo) nos lea”. Pero cuando Kohan habla, supuestamente no habla de literatura en sentido puro y no habla de su literatura. Habla como un intelectual y ahí tenemos el paquete. Esas dos cualidades del escritor intelectual, del intelectual escritor, no se han despegado del todo. Ahora, en ese sentido estamos volviendo a pensar al escritor como un operador político, es decir, como un pensador, un intelectual que adhiere a su cualidad de escritor, la de razonador de una situación general, social, en la que seguramente va a incluir la cuestión literaria. Me parece que esa imagen es una buena imagen de lo que no tenemos: ¿qué pasa en el principal evento del libro del Uruguay que no se crea el espacio para que un escritor pueda ir y pensar en voz alta los problemas de lo que sea, en torno a la literatura, más alejados o acercados a la realidad? Eso habla de nosotros.
Varios libros
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Óscar Brando es crítico literario doctorado en Lille 3 de Francia y autor de El 900 (1997), La generación del 45 (2005), Carlos Real de Azúa: los años de formación (2018) y el recién publicado Los partidos políticos y las ideas donde hace un recorrido por la historia uruguaya desde fines del siglo XVIII hasta los años 60 del siglo XX indagando los signos políticos de la obra de Bartolomé Hidalgo, Francisco Acuña de Figueroa o Dámaso Antonio Larrañaga, entre muchos otros. O sea, cómo influyó la creación literaria en la política del Uruguay.