Una historia real

David Grann sobre el naufragio del Wager, una historia de motines y crimen en plena Ilustración

Del autor de "Los asesinos de la luna", el libro en el cual se basó la película de Martin Scorsese

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Charles Brooking's 1744 HMS Wager in extremis based on the Bulkeley's pu....jpg
El HMS Wager a punto de encallar
(pintura de Charles Brooking, 1744, detalle)

por László Erdélyi
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Como en su libro anterior, David Grann vuelve a descender a lo más profundo de la miseria humana. El autor de Los asesinos de la luna, el libro en el cual se basó la película de Martin Scorsese, protagonizada por Leonardo Di Caprio y Robert De Niro, aborda ahora la historia del Wager, un barco de guerra inglés que se hundió en 1742 frente a una isla patagónica de Chile y cuya tripulación sobreviviente vivió un motín, fue testigo de asesinatos, pasó hambre, frío, realizaron canibalismo y, al final, vivió una odisea para retornar a Inglaterra donde los esperaba una Corte Marcial con alta chance de ser ahorcados. El libro acaba de salir por Doubleday en Estados Unidos, y llega en febrero 2025 en castellano en el sello Debate de la editorial Penguin.

El título traducido será, según fuentes extraoficiales, “Los náufragos del Wager”, y trata del trágico destino de este barco integrante de una escuadra de combate británica con una misión secreta, en un contexto de guerra contra España (1739-1748). No es una historia nueva. Fue muy conocida en su época porque algunos protagonistas escribieron diarios in situ, muy detallados, luego publicados en Inglaterra con gran suceso, otros escribieron y publicaron sus memorias, diversos medios populares hicieron fortunas publicando versiones no oficiales, y todo pasó a ser parte de esas leyendas marinas del siglo XVIII que alimentaron un universo popular de imaginación sobre mares asesinos, ambiciones imperiales y aventuras extremas. Esta historia en particular, por lo intrincada y siniestra, tuvo eco en Rousseau, Montesquieu y Voltaire, sus reportes llegaron a manos de Charles Darwin e influyeron a Herman Melville, el gran novelista del mar y autor de Moby Dick (1851). Pero lo que hace David Grann es actualizar, con mirada contemporánea, el horror, y lo hace con un nivel de detalle poco común, siempre apoyado en fuentes de primer orden. Lo hizo con Los asesinos de la luna relatando ese universo de racismo, avaricia y crimen del hombre blanco norteamericano de principios del siglo XX, perpetrado en contra de una tribu originaria. Lo hizo también en Z, La ciudad perdida (2009), su primer libro traducido al castellano, que reconstruyó la historia del explorador inglés Percy Fawcett y su expedición en la selva amazónica buscando la mítica El Dorado, selva que se lo tragó para siempre.

Gato por liebre. Grann te cuenta lo que sabe de los hombres, y no más. En el capítulo titulado “El artillero” traza un perfil biográfico de John Bulkeley, el encargado de los 28 cañones del Wager, cada uno un monstruo de dos toneladas que requería de seis marinos para cargar la pólvora, el proyectil, apuntar y disparar. Eficiente, brutal y líder nato, Bulkeley era un auténtico marino con más de una década de servicio al Rey. Tenía a su familia en Portsmouth, era casado y con cinco hijos pequeños. También un cristiano devoto, creencia que no le impedía ser un experto “en las artes oscuras de la artillería para convertir al Wager en ‘el terror de todos sus enemigos’, para usar una de sus frases preferidas”. Con la responsabilidad, en este caso, de llevar la pólvora y la munición de toda la flota de cinco barcos de guerra que partía hacia el sur, todos más modernos, grandes y sofisticados que el Wager, que en realidad era un barco mercante convertido a guerra. Y así, luego de aportar todos esos datos, que le permiten al lector imaginar una persona con precisión, advierte: “No hay ningún registro de cómo era Bulkeley físicamente, si era alto o bajo, calvo o con mucho cabello, de ojos azules u oscuros”. Así, el lector local queda sorprendido ante esa confesión de Grann revelando los límites reales de su relato, acostumbrado a las novelas históricas de gran venta que nunca advierten al lector cuánto es verdad y cuánto mentira. El protagonismo de Bulkeley, en el relato de Grann, es central, ya que llevó el diario más detallado, con anotaciones día a día de lo sucedido en esta trágica expedición. Lo que tuvo luego una mayor verosimilitud respecto a las memorias que se escribían a posteriori, acomodando datos y hechos de forma consciente o inconsciente.

Bulkeley era pobre y no tenía los recursos para costearse un retrato por un celebrado artista, como sí lo tuvo antes de partir el guardiamarina John Byron, embarcado en el Wager con apenas 16 años, respondiendo al llamado patriótico. Proveniente de familia aristocrática, también legó un diario de referencia, luego publicado. John sería con el tiempo el abuelo del poeta Lord Byron, pero allí de jovencito vivió todas las penurias que podía vivir un guardiamarina, durmiendo en lo más oscuro y profundo del barco, sitios pestilentes y llenos de ratas, para salir luego a cubierta a desempeñar las tareas más duras y arriesgadas de cubierta, y aprendiendo a maldecir. Era parte del ritual de “hombría” que la Inglaterra de entonces le exigía a los de su clase, único camino para tener una carrera naval —de hecho John con los años llegaría a ser vice almirante. El relato de Byron permite recrear esa vida a bordo, pero sobre todo momentos cruciales cuando eran náufragos en la isla, viviendo hambre y todo tipo de penurias. John adoptó en la isla un perro, con el cual se encariñó y que le daba calor en las frías noches. Cuando el hambre se hizo atroz, varios marinos se presentaron en su precaria choza para pedirle el perro. “¿Para qué?” preguntó inocentemente. Para comerlo, le dijeron. Sus ruegos no tuvieron efecto, se lo llevaron, lo mataron y lo asaron. Al final era tal el hambre que el propio John aceptó una porción. Años más tarde Lord Byron describiría este episodio en el poema Don Juan:
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 ¿Qué podían hacer? y la rabia del hambre crecía
/salvaje:
Así el perro de Juan, a pesar de sus ruegos
Fue muerto, y repartido en porciones.
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Otro personaje que crece es David Cheap, que al partir la flota era oficial en otro de los barcos de guerra, el Centurion, y tras la muerte del capitán del Wager durante la travesía asumió la capitanía del barco. Para quienes saben poco de mar, el rol del capitán es central, sus decisiones pueden ser de vida o muerte para la tripulación, y su autoridad no puede ser discutida (a bordo no hay democracia; un buen capitán solo consulta sus decisiones con sus oficiales). La vida a bordo estaba lejos de ser un paraíso. Para empezar, como había una gran escasez de tripulantes antes de la partida, los capitanes mandaban a tierra pandillas con la finalidad de secuestrar hombres, que luego eran embarcados contra su voluntad (hay testimonios de las esposas e hijos de estos infelices llorando en puerto al ver cómo los barcos partían). Luego la peste a bordo. El Wager y el resto de la flota debieron lidiar primero con el tifus que trajeron de tierra, lo que mató a unos cuantos. Luego el escorbuto, que mató a otros y debilitó a casi toda la tripulación (enfermedad entonces de origen desconocido, que hoy se sabe era provocada por la falta de vitamina C, entre otras), lo que comprometió la navegabilidad del barco no solo ante las tempestades interminables que debieron enfrentar al cruzar el Cabo de Hornos, sino también ante la posibilidad de encontrar a la flota española comandada por Don José Pizarro, mucho más poderosa. De hecho pronto supieron que estaban siendo cazados por los españoles, pues su inteligencia supo cuándo y hacia dónde habían partido. Más tarde Cheap debió hacerse cargo de un centenar de hombres que quedaron en la isla, con motines y rebeliones, robos de alimentos y traiciones que dejaron su saldo de muertos. Su personalidad y los rasgos de su carácter están en todos los testimonios, que lo juzgan a favor y en contra.

Tormenta perfecta. Las aguas del Cabo de Hornos eran el terror de los marinos, pero era el único camino posible para cruzar del Atlántico al Pacífico. Son las únicas aguas oceánicas del mundo “que fluyen sin interrupción alrededor del globo, reúnen un enorme poder, con olas que se acumulan a lo largo de hasta trece mil millas, sumando fuerza a medida que avanzan a través de un océano tras otro”. La flota que integraba el Wager llegó en el peor mes del año, el más tormentoso, con olas de una altura atemorizante, lluvia, nieve y viento huracanado que duraba semanas.

El relato de lo que significaba subir a esos mástiles de 30 metros para desplegar o recoger velas, mientras el barco se movía a un lado y otro como caballo loco a merced del viento y las olas, pone los pelos de punta. Con la lluvia o nieve golpeándoles la cara, siempre estaba el riesgo de resbalar y caer, muriendo en el impacto contra la cubierta o cayendo al mar para que se los trague el océano furioso. Día y noche vivieron lo que podía llamarse una tormenta perfecta. La orilla rocosa y desolada, casi sin árboles, no era muy auspiciosa en caso de encallar y sobrevivir. Con tripulaciones mermadas por la peste y debilitadas por el escorbuto, donde los vivos “apenas se podían distinguir de los muertos, de tan débiles y reducidos”. Un mes después de luchar contra los elementos no habían logrado llegar al Pacífico, tal era la fuerza del viento en contra y las corrientes. La escuadra estaba al borde del desastre. Los barcos comenzaron a quebrar sus mástiles y a desaparecer de la vista para siempre. Cuando el Wager llegó al Pacífico había perdido contacto con lo que quedaba de la escuadra. El capitán Cheap no se amilanó y decidió continuar, buscando al resto, y quizá ayudar a cumplir las “órdenes secretas” (capturar un galeón español lleno de plata que estaría cerca de Filipinas). A esta altura el lector ya sintió tanto frío y desamparo como la extraña indefensión que vivió al leer Z, La ciudad perdida, por lo que significaba el avance imparable de los insectos, esa pared mortal que ofrecía la selva amazónica profunda a los intrusos.

La primera frase del libro es reveladora: “El único testigo imparcial fue el sol”. Los hechos en la isla sobre el motín tienen numerosas versiones, y el relato de Grann se nutre de sus contradicciones. También sobre el periplo posterior de los sobrevivientes que lograron volver a Inglaterra por caminos tan improbables como inverosímiles, y contar su historia como mejor les convenía para evitar la horca. La justicia naval británica tenía fama de ser draconiana con los amotinados, y todo indicaba —sobre todo las versiones en diversos formatos literarios, alimentando el morbo— que estas decenas de sobrevivientes no tendrían mejor suerte. Al final la justicia no fue ni tan draconiana ni tan justa, solo acomodada para salvar la imagen y el honor de la marina real, evitando que los hechos tuvieran más difusión. Todos los hombres fueron absueltos, excepto un oficial que recibió una reprimenda. El capitán Cheap volvió a capitanear un barco. “Los imperios preservan su poder con las historias que cuentan, pero sobre todo con las que no, por los silencios que imponen y las páginas que arrancan”.

Grann señala que lo más paradójico de estos hombres fue que, siendo como eran representantes de la Ilustración, terminaron sumergidos en una anarquía primitiva que los equiparó a esos “salvajes” que ellos pretendían civilizar. Porque de eso se trataba: de someter a la mayor parte del mundo con fines coloniales para “civilizarlo”, en una competencia feroz con la corona española por ver quién robaba más, arrasando culturas y pueblos indígenas para quitarles sus recursos. Ni que hablar de su racismo, su avaricia descontrolada, o de la rampante esclavitud. Pero el caso escandalizó. Los del Wager eran demasiado ilustrados para ser tan depravados.

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David Grann
(foto Michael Lionstar)

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